Como explica Amélie de La Hougue en La Nef (septiembre de 2020), varios cientos de refugiados se amontonan a la sombra de los pocos árboles existentes y las lonas colocadas en el improvisado campamento de Kaya, situado en el centro-norte de Burkina Faso. Forman parte del más de un millón de desplazados internos que han tenido que dejar sus casas, sus tierras y sus aldeas para no ser asesinados por otro ataque terrorista y que esperan una ayuda estatal que no llega. En 2019, el país tuvo que afrontar más de 580 ataques, donde perdieron la vida más de1.500 personas. Como señal significativa de la grave-dad de la situación, se está constatando que miles de refugiados malienses están regresando a su país, Mali (2% de cristianos juzgando que allí la situación es mejor que en Burkina Faso (24% de cristianos).Sin embargo, Mali está lejos de ser un oasis de paz y ya han muerto 580 personas en la primera mitad del año a causa de la violencia que asola el centro del país, donde el Estado Islámico y Al-Qaeda han trasladado la lucha desde las tierras del norte aprovechando el conflicto existente entre nómadas y agricultores por el control de los tierras fértiles. Los informes denuncian un aumento de los ataques a cristianos por parte tanto de Boko Haram como de la etnia peul, instrumentalizada por Al-Qaeda y sus aliados yihadistas en su estrategia de expansión, a partir del centro de Mali, hacia los países del África Negra del oeste. Se trata del mismo patrón utilizado en Nigeria (46% de cristianos), donde los yihadistas, introduciéndose como mediadores en los conflictos locales, van apoderándose gradualmente de las aldeas e introduciendo en ellas la Sharia. «Existe claramente una agenda para islamizar todas las áreas predominantemente cristianas», alertaba recientemente monseñor Wilfred Anagbe, obispo de Mukurdi (Nigeria). Los secuestros son también moneda corriente en esta zona como en Camerún (59% de cristianos) y en el vecino Chad (35% de cristianos).En esta región, Boko Haram –responsable de la muerte de 30.000 personas desde sus inicios en 2009–ha redoblado la violencia, utilizando nuevas y macabras estrategias que no ocultan su ambición de imple-mentar la Sharia en todo el Sahel, apoyados tanto por yihadistas de distintas procedencias como por traficantes de todo tipo (drogas, armas, oro y seres huma-nos, etc.) que utilizan la religión como excusa para cometer sus delitos. «Nuestro gobierno está abrumado. La situación está empeorando y el número de muertos es asombroso. Nadie parece tener la más mínima idea de lo que está pasando», denuncia monseñor Matthew Kukah, obispo de Sokoto (Nigeria).Toda esta violencia se multiplica en un campo favorable: inmensa pobreza, desempleo desenfrena-do, corrupción endémica… En este contexto, muchos jóvenes son alistados a la fuerza o aceptan unirse al campo terrorista para ganar un poco de dinero y tener un trabajo, mientras las fuerzas de seguridad estatales están mal entrenadas y mal equipadas y son incapaces de enfrentarse a los terroristas. Para apoyar a sus ejércitos debilitados, algunos países, como Burkina Faso el pasado mes de enero, han decidido contratar «voluntarios para la defensa de la patria», es decir, armar ala población. Esta resistencia popular, práctica común en el Sahel, ya ha permitido salvar varias aldeas delos ataques terroristas pero siempre implica un riesgo de violencia gratuita e incluso de guerra civil. «Estas naciones del Sahel dedican el 20% de su presupuesto a la lucha contra el terrorismo –recuerda monseñor Ambroise Ouédraogo, obispo de Maradi (Níger, 0,4%de cristianos), –lo que no deja de tener consecuencias sobre sectores sociales básicos como la educación, la salud, el acceso al agua potable e incluso a productos básicos para el consumo familiar (pan, mijo, maíz, carne, etc.)».La Iglesia, por su parte y a pesar del peligro (varios sacerdotes han sido ya asesinados en los últimos años), está haciendo un trabajo titánico en esta zona. Entre las iniciativas desarrolladas está el apoyo académico a los niños desplazados para evitar que sean presa fácil de los yihadistas, la formación de religiosos en los métodos terroristas para que puedan ofrecer ayuda a las personas traumatizadas por los ataques, la sensibilización de los fieles a favor del diálogo interreligioso e interétnico para detener la espiral de violencia que asola estos países y la vigilancia para que las elecciones se realicen de forma justa y no sean motivo de nuevas violencias. Por último, aunque no menos importante, los cristianos del Sahel rezan todos los días para implorar la paz y justicia en su región. «Nuestro kalashnikov es la oración», no deja de repetir el cardenal Philippe Ouédraogo, arzobispo de Uagadugú(Burkina Faso), que impulsó una cadena de oración de un año por la paz en su diócesis. A pesar de todo, la Iglesia del Sahel tiene la alegría y el consuelo de ver que, en medio de tantas tribulaciones y a pesar del miedo, los cristianos no solo permanecen fieles a Cristo, llenando siempre las iglesias, sino que no paran de crecer y florecen las vocaciones. Peter, seminarista burkinés cuyos padres tuvieron que huir para evitar ser asesinados, afirmaba recientemente: «No tengo miedo. Pedía a Dios que me iluminara sobre mi vocación. Quiero servir a toda la Iglesia, y especialmente a la zona del Sahel con los Peuls, para anunciarles la Buena Nueva y convertirlos».
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