Cuando el Estado llamó a la puerta para educar a sus hijos, Nathaniel Delaney tomó una decisión: ser libre
Nathaniel Delaney es el director de un pequeño periódico local, en el que vuelca incansablemente sus críticas a la sociedad y su deriva totalitaria. Separado, tiene tres hijos, aunque solo dos de ellos viven con él. El libro es, en realidad el diario de este periodista, en el que cuenta su historia, plasma sus reflexiones y copia algún artículo especialmente discutido de su periódico. El título del diario es:
Diario de la peste: un oráculo de avisos, donde se da noticia de extraordinarios acontecimientos que ocurren cuando termina una época.
A lo largo de este «diario de la peste» el autor tiene la oportunidad de retratar nuestra propia sociedad a través de los pensamientos de un personaje como Delaney, absolutamente normal, con dificultades en el trabajo, con familia, con aparente tendencia a la locura y defectos comunes y corrientes y muchos, muchos problemas. Delaney se nos presenta como un periodista políticamente incorrecto y que incomoda a mucha gente con sus artículos. Y esto, naturalmente le trae muchos problemas profesionales. Como él mismo afirma «Hoy se considera de un mal gusto horrible, además de muy mal periodismo, publicar una opinión honesta».
Pero las dificultades se vuelven cada vez mayores. Y todo por causa de los programas educativos de la escuela de sus hijos:
«13 de abril. Estoy tan molesto que tengo la impresión de estar echando veneno. Tras la cena, Bam ha puesto sus deberes sobre la mesa de la cocina y ha dicho: «Papá, ¿por qué tenemos que aprendernos todo esto?». A continuación, me ha mostrado los libros de las nuevas asignaturas que van a comenzar a estudiar en la escuela. En un primer momento, aquello parecía un material bueno y razonable. Pero no se trataba –lo vi– de inculcarle una formación académica, sino de estimular su conciencia social.
»Cuando los niños se fueron a dormir, me quedé un rato leyendo los libros despacio. Es una ingeniería social de magnitud tremenda, con expertos que dictan cómo tenemos que vivir, pero en el mejor tono del estilo académico: nada que pueda poner nervioso a un padre, salvo que uno se acerque mucho y empiece a reflexionar sobre lo que dice de verdad. El contenido mismo es un problema: sexo, orientación sexual, «discernimiento de valores», raza, religión. Lo que me molesta más del tema es que estas son materias que son desde siempre competencia de los padres».
En la escuela se enfrenta a una joven y diplomada directora, que trata de convencerlo con los argumentos habituales políticamente correctos. El principal es que se sale de lo normal. No es lo que todo el mundo hace… los pobres niños harán el ridículo por culpa de las manías del padre en una cuestión que no es de vida o muerte, ya que sólo es una asignatura… y otros que conocemos de sobra.
Estas escenas, acompañadas de artículos incendiarios, hacen que Delaney se quede solo frente a la sociedad. Comienzan a llegar cartas amenazantes, anónimos, llamadas telefónicas y llegan a destruir su imprenta, es decir, el medio de vida para él y sus hijos. «¿Por qué se enfada tanto esta gente? ¿Por qué escribo críticas tan amargas sobre su mundo maravilloso? Hey, que el periodismo es democrático ¿no?»
Esta es la situación cuando recibe una llamada telefónica de un alto cargo del gobierno, que le avisa que van a arrestarlo y hacerlo desaparecer. ¿Por qué? Porque es un personaje demasiado ruidoso y activo contra los designios estatales. Lo que conocemos como un disidente. El aviso va seguido de acusaciones de desequilibrio mental, abuso sexual a sus hijos y asesinato. Acusaciones que se retransmiten por radio y que pone a todo el país en contra del periodista. Delaney decide huir:
«¿Qué hago? Estoy siendo perseguido por mi propio pueblo. Me he convertido en un enemigo de la nación. ¿a dónde voy? ¿en quién confío? ¿Dónde hay un alma libre de la infección ambiental?»
Nadie le cree, ni su padre, ni sus compañeros, ni su amigo Woolley. Solo confía en él una familia vietnamita que tuvo que huir de la persecución religiosa de su país y su abuelo indio. Sólo estos católicos sencillos, con vidas de sufrimiento están «libres de la infección ambiental»; libres de ese «ateísmo líquido» del que hablan Zygmunt Bauman y el cardenal Robert Sarah, libres de la confusión y las tinieblas de error que envuelven el mundo.
Este es el Estado al que se enfrenta Nathaniel Delaney, como un nuevo totalitarismo que ha asumido una nueva estrategia,
«¡Ave a la nueva cultura salvadora!
(…) El foco de la revolución puede estar pasando de la esfera política exterior, a la dimensión interna, a lomos de la cultura como vehículo. La revolución más efectiva es la que se presenta como liberación. Ante nuestra propia sorpresa e incredulidad, constatamos sin embargo que el enemigo no es esta o aquella otra tiranía sino una redefinición en el concepto de persona».
Un estado que envenena tan sibilinamente hace que la reacción de personas como Delaney parece exagerada, injustificada. En efecto, ¿contra qué se rebela Delaney? Contra un fantasma, contra un Estado omnipresente, burocrático que tiene en su puño la vida y la muerte, la ley y la libertad, términos que en sus labios han perdido su significado fundamental y se han convertido en tópicos llenos de contenido emocional. Como un canto de sirena que repite al oído de los hombres: «Seréis como dioses».
Su amigo, el doctor Woolley es una de las «víctimas» de este estado: joven y sobresaliente cirujano idealista, practicó eutanasias y abortos hasta el día que «perdió gusto a la muerte». Se convirtió en un cínico, para quien el sufrimiento, el sacrificio, el amor y la amistad no significan nada. Se limita a dejarse, a sobrevivir sin enfrentarse a nada ni a nadie, pero arrastrado por la corriente. Al final es el que denuncia a su amigo:
«Y entonces oigo el ruido de las hélices sobre el tejado. Antes de que pueda dar un paso, se abre precipitadamente la puerta del baño y hay tres hombres que me apuntan con sus pistolas desde el pasillo.
Woolley está tras ellos, mirándome. Da una calada a la pipa y adopta una expresión pensativa.
Salgo lentamente del baño. Con la boca abierta. Le miro.
– Los has llamado tú.
Se encoge de hombros.
– Confiaba en ti, doctor.
– Tu error ha sido creer que hay algo que importa –dice.
– No. Tu error es creer que nada importa. Y todo importa. Todo.
– Sí, bueno. Estos señores de las pistolas piensan que esto también importa. Y hay muchos más como ellos que gente como tú. Miles de millones, amigo mío. Mil millones por cada uno de los tuyos. Asombroso, ¿verdad?
– Esa proporción, Bertram, es lo único que no importa.
La policía se ha cansado del diálogo. Me llevan a empujones.
No importa el número de los que apoyan una afirmación, sino la veracidad de la misma, aunque sea defendida por uno o por pocos. La verdad es independiente del número de personas que la conozcan. Y solo la verdad acaba con la mentira. Solo la luz vence a la oscuridad. Nuestra esperanza es que la verdad resuene y se oiga por todas partes.
Suena una campana (…) Conozco ese sonido. Lo conozco. Lo conozco bien. Apostaría mi vida a que son las campanas de Jan Tarnowski.
Él murió, pero, de alguna manera, su palabra todavía suena a través de un fondo oscuro, de un paisaje de dragones.
– ¡Fuego, enemigos, falsedad! –repica por el valle.
Sí, Natano, señor director, papi, viejo luchador, vencedor de tantos miedos: ten ánimo escritor sin ánimo. Pues, pese a todo, aún hay gente ahí fuera. Y algo en su interior aún puede oír la palabra que destruye la mentira».
No es un libro de aventuras, la mayor parte la dedica a reflexiones de carácter intelectual sobre distintos temas como la educación o la cultura. Por eso puede ser un tanto árido para los más jóvenes o adolescentes. A pesar de ello, vale la pena leerlo en tanto que nuestro mundo se asemeja cada vez más a este mundo de «ficción» en el que cada vez más tendremos que tomar partido. Como dice el cardenal Robert Sarah en su reciente libro:
«¡Sólo el coraje de la resistencia podrá acabar con todas las falsas seducciones de una vida supuestamente emancipada! El amor a Dios y a los demás, la búsqueda paciente y perseverante del bien son, hoy más que nunca, la disidencia que el mundo necesita». (Se hace tarde y anochece, 313)