Hungría se ha destacado, durante los últimos años, bajo el gobierno de Viktor Orban, como uno de los países que más se ha opuesto a las directrices emanadas desde la Unión Europea y que ha liderado lo que se ha dado en llamar el Grupo de Visegrado (Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría, a los que ahora parece sumarse la Austria de Sebastian Kurz), caracterizado por la reivindicación de las raíces cristianas de Europa y una decidida voluntad de frenar una inmigración masiva que, sostienen, amenaza todo aquello en lo que se funda nuestra civilización. No es de extrañar que las elecciones legislativas húngaras fueran vistas como un plebiscito sobre el rumbo que Orban ha impreso en Hungría. El resultado ha sido un amplísimo apoyo, del 48,5 %, que abre las puertas al cuarto mandato de Orban, el tercero consecutivo, al traducirse en más de dos tercios del parlamento. El segundo partido más votado, con casi el 20 % de los votos, ha sido el agresivamente nacionalista Jobbik.
No obstante, y contra la imagen que transmiten la mayoría de los medios, no hay en Hungría ni unanimidad absoluta ni trabas a la oposición, que ha sido capaz de vencer en Budapest. Por su parte, la participación, que ha alcanzado el 70 %, ha sido la más elevada desde 1998, desmintiendo las acusaciones de falta de democracia que la prensa izquierdista ha lanzado sobre Hungría.
Los motivos del amplio apoyo a Orban hay que buscarlos en varios ámbitos. La economía húngara va bien, su deuda pública se ha reducido en seis puntos, los salarios han aumentado un 10 % y el desempleo ha caído hasta el 5,2 %. Por otro lado la decisión de Orban de frenar la inmigración y no aceptar las cuotas de supuestos refugiados que la Unión Europea les había impuesto unilateralmente ha sido recompensada por el electorado húngaro. El combate del protestante Orban contra una UE percibida como deseosa de suplantar los estados-nación y presionando para imponer una mentalidad y unas leyes anticristianas ha sido recompensado por una parte mayoritaria de los votantes.
De hecho, lo que encarna Orban en Hungría supone algo casi inimaginable en los países más occidentales de Europa. Orban impulsó en 2011 una nueva Constitución que, tras celebrar que el país haya sobrevivido a los totalitarismos nazi y comunista, reconocía las raíces cristianas de Hungría, blindaba el matrimonio («Hungría protege la institución del matrimonio, entendido como la unión conyugal de un hombre y una mujer»), asumía la necesidad de promover la natalidad («Hungría promoverá el compromiso de tener y educar hijos») y afirmaba que «la vida del feto será protegida desde la concepción». Además, esos compromisos constitucionales se han traducido en políticas efectivas. El aborto, por ejemplo, no ha sido prohibido, pero sí desincentivado con campañas de concienciación y medidas de ayuda a las madres (la primera campaña de sensibilización, consistente en carteles con la imagen de un feto y el mensaje «sé que no estás preparada para recibirme, pero dame en adopción y déjame vivir», fue execrada por la Comisaria Europea Viviane Reding, que aseguró que era «contraria a los valores europeos»). Y los resultados han ido llegando. La fecundidad húngara subió en sólo cuatro años de los 1,23 hijos/mujer a los 1,45 hijos/mujer, el número de divorcios descendió en un 18 % en sólo dos años, el número de bodas anuales se ha incrementado en un 20 % y el número de abortos se ha reducido en un 23 %.
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