Samuel Gregg, aunque es australiano, conoce en profundidad lo que ocurre en el Viejo Mundo. Y además tiene la valentía de escribirlo en Catholic World Report en un artículo sin pelos en la lengua en el que encontramos las siguientes reflexiones:
«Hoy en día la UE está a años luz del optimismo que marcó el Tratado de Roma. Todas las encuestas muestran una profunda insatisfacción con la UE en la mayoría de sus estados miembros. La sede de la Comisión Europea, Bruselas, está poblada de burócratas irresponsables presididos por políticos de carrera que viven en una burbuja auto-referencial.
También es cierto que la UE se ha alejado desde hace mucho tiempo de cualquier perspectiva genéricamente cristiana. Los síntomas de esto van desde la comprensión al revés del principio de subsidiariedad por parte de la UE, hasta la promoción de la teoría de género por parte de muchos de sus organismos: algo contrario a todo lo que la razón y la Revelación nos dicen sobre la naturaleza de los seres humanos. En cuanto al hecho histórico de que el cristianismo ha sido la fuerza religiosa dominante que ha dado forma a Europa, la mayoría de los líderes políticos europeos pasan de puntillas sobre el tema, prefiriendo hablar de «influencias religiosas y humanistas». Si existe un rasgo que se asocia hoy a la Unión Europea es su secularismo. No se trata aquí de distinguir entre lo temporal y lo espiritual, sino de un secularismo ideológico que implica la adhesión a una visión plástica de la naturaleza humana, la fundamentación de los derechos sobre los sentimientos subjetivos, una hostilidad a la ley natural, una opción preferencial para soluciones burocráticas de arriba hacia abajo a la mayoría de los problemas y una noción de tolerancia que busca aplastar a cualquiera que disienta con las afirmaciones secularistas.
(…) Es demasiado fácil, no obstante, culpar a los secularistas de la deriva de la UE. Ésta también refleja la debilidad y la marginación del catolicismo –y a menudo la automarginación– en Europa y, de modo particular, en Europa occidental.
Para muchos católicos de Europa occidental desde el postconcilio, la teSamuelología liberal parecía la mejor manera de relacionarse con la mentalidad secular europea. Pero como ocurre con todas las formas de liberalismo teológico, el efecto fue vaciar gran parte de la vida católica de cualquier contenido específico. También animó a los católicos a tomar sus puntos de referencia de lo que sucede en el mundo, en lugar de mirar hacia las Escrituras y los dos mil años de reflexión cristiana. Esto dejó a muchos católicos europeos con poco que decir sobre cualquier cosa diferente de lo que pueda decir el secularista promedio.
Tampoco ha ayudado la burocratización de gran parte de la Iglesia en toda Europa, donde el caso del catolicismo en Alemania es quizás el más extremo. (…) Esto contribuye a tendencias poco saludables, tales como priorizar el mantenimiento institucional sobre la difusión del Evangelio. La burocratización también facilita la resistencia a cualquier iniciativa que implique que el status quo no está funcionando bien. Cuando se combina con la teología liberal que domina el catolicismo de habla alemana, se termina con lo peor de todos los mundos: una Iglesia que se asemeja a un apéndice del Estado de bienestar y que automarginaliza sus mensajes centrales.
Por supuesto, algunos católicos europeos han resistido a estas tendencias. Empezando desde arriba: san Juan Pablo II y Benedicto XVI no habrían podido decir más acerca del papel del cristianismo en la configuración de la identidad europea. Aquí y allá se encuentran obispos, sacerdotes y movimientos laicos que son partidarios entusiastas de este enfoque. Pero en la Europa católica hay mucha resignación hacia la secularización. En algunos casos, hay una suposición tácita de que el catolicismo debe transformarse en una especie de protestantismo liberal: un futuro que garantiza el declive permanente y la extinción eventual. El catolicismo belga es, quizás, el pionero de esa forma de pensar en Europa hoy.
(…) Lo que Europa necesita son líderes religiosos dispuestos a recordar claramente a sus pueblos algunas verdades que no es probable que oigan en otras partes. Por ejemplo, que la civilización europea existió mucho antes que la UE y no puede reducirse a las particularidades de la Europa moderna. O que las raíces específicamente religiosas de Occidente son innegablemente judías y cristianas y así abrir Europa a la plenitud de la verdad sobre Dios y el hombre. O, de forma aún más provocadora, que la Iglesia católica no es una ONG que vaya a limitar sus comentarios sobre Europa a referencias nebulosas a los valores comunes, el diálogo, la diversidad y otros elementos básicos del discurso secular. La tarea de la Iglesia es enseñar la verdad. Y eso incluye hablar de la verdad sobre Europa y el papel del cristianismo en la configuración de Europa, para bien y para mal.»
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