Durante la mañana del pasado 7 de febrero el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, beatificó en Osaka al mártir japonés Justo Takayama Ukon (1552-1615) ante más de doce mil fieles, resaltando hasta qué punto la Iglesia en Japón «fue bendecida con el espléndido testimonio de numerosos mártires» y de qué modo el beato Justo fue él mismo «un extraordinario testigo de la fe cristiana en tiempos difíciles, de contrastes y persecución» y nos ha transmitido «el tesoro de su inmensa fe».
En el mensaje preparado por la Conferencia de obispos católicos de Japón para la canonización de Ukon los prelados recordaban cómo el mensaje evangélico transmitido por san Francisco Javier en 1549 se propagó con rapidez, llegando a contar, según algunos documentos, con unos 300.000 fieles apenas unos cuarenta años después de su primer anuncio. Sin embargo, cuando todavía esta Iglesia era joven, se convirtió en el centro de una persecución sistemática por parte del gobierno, persecución que se fue endureciendo con el paso de los años. Ya al principio del siglo xvii, si alguien era descubierto profesando la fe cristiana, no solo él sino también toda la familia recibía la pena de muerte. Esta política de persecución continuó durante más de 280 años, hasta 1873 y se calcula que bajo esta opresión sufrieron martirio más de veinte mil cristianos. Sin embargo, a pesar de condiciones tan duras, la Iglesia japonesa no murió, llegando incluso a mantener la fe sin apoyo alguno de sacerdotes o religiosos desde principios del siglo xvii. Y el famoso señor cristiano Justo Takayama Ukon fue uno de los que dio un sólido cimiento a esta Iglesia.
Ukon, hijo de uno de los señores feudales de la época, fue bautizado a los doce años por orden de su padre, que se había convertido a la fe cristiana gracias a la predicación de los jesuitas. A pesar de su conversión, los Takayama, samuráis, continuaron al servicio del «daimyo» Nobunaga (1534-1582) y Hideyoshi (1537-1598) en su tarea de unificar el Japón guerreando contra los diferentes clanes que convivían en la zona. Por su propia naturaleza, Ukon no era un samurai deliberadamente virtuoso ni de una fe piadosa pero su corazón fue cambiando a medida que se iba acercando cada vez más a Cristo. Diversas pruebas por las que debió pasar (como el conflicto con Araki Murashige [1578], en que por defender a la Iglesia y los misioneros puso en peligro de muerte a su hijo y su hermana menor; o su negativa a apostatar cuando Hideyoshi prohibió el cristianismo [1587], hecho que le llevó al exilio) fueron aquilatando su fe y orientando cada vez más su vida, convertida en martirio, hacia Cristo. La contemplación de la cruz de Cristo, manifestación de su sacrificio por toda la humanidad, le llevó a ofrecerse él también a Dios, transformándose en un soldado de Cristo que vive sobre los cimientos de una honda fe interior y que está dispuesto a morir mártir por ella, si esa fuera la voluntad de Dios. Sin embargo, Dios aún no le tenía preparada esa corona y Ukon aceptó el camino del exilio por amor a Él, prosiguiendo su tarea evangelizadora. Como resultado de su defensa de la fe, Ukon se fue haciendo cada vez más pobre, aunque su corazón se fue enriqueciendo en mayor medida aún.
Después de la muerte de Hideyoshi, la familia Tokugawa tomó el poder del gobierno de todo Japón y estableció el gobierno en Edo (Tokyo). Los Tokugawa continuaron la política de persecución cristiana, prohibiendo de nuevo todo tipo de actividad misionera. Como la influencia de Ukon, aunque anciano, era aún muy fuerte, en 1614 decidieron expulsarlo del país, marchando a Filipinas junto con otros 300 cristianos. Este camino al destierro, abandonándose una vez más en las manos de Dios, culminó sus deseos de morir a sí mismo de tal manera que, apenas 40 días después de su llegada a Manila, cayó enfermo y murió la noche del 3 de febrero de 1615. El sacerdote jesuita Ledesma, que estuvo con Ukon en el lecho de muerte, termina el relato en su diario de la misión con estas palabras: «Ukon no era el tipo de mártir que estábamos acostumbrados a ver, aquel que atestigua su fe dando su vida en una muerte sangrienta, sino más bien, dando testimonio de fe a través de los sufrimientos terribles que llevaba. Toda su vida fue un largo camino de martirio». En el mismo Manila se le dio un funeral a nivel nacional y su fama de mártir se difundió con rapidez desde ese mismo día, iniciándose enseguida la causa de beatificación. Sin embargo, la dificultad de reunir documentos detuvo el proceso hasta hace pocos años, en que la activa colaboración de la Iglesia japonesa y filipina pudo llevarlo felizmente a término, siendo elevado ya a los altares el primer mártir japonés beatificado de forma individual.
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