Empecé los estudios en el Colegio Real de Estrasburgo, donde progresé más en la corrupción del corazón que en la cultura. Era aproximadamente hacia el año 1825 (nací el 1 de mayo de 1814). Entonces mi hermano Teodoro, en el que se tenían muchas esperanzas, se declaró cristiano; y poco después, a pesar de la desolación causada, fue más lejos: fue ordenado sacerdote y ejerció su ministerio en la misma ciudad, ante la mirada inconsolable de la familia.
Yo era joven; esa conducta de mi hermano me disgustó y comencé a odiar su hábito y su persona. La conversión de mi hermano que consideraba como una inexplicable locura, me hizo creer en el fanatismo de los católicos y les tuve horror.
Yo entonces era dueño de mi patrimonio porque había perdido de pequeño a mi madre y luego a mi padre, pero me había quedado con un tío muy ilustre, que no teniendo hijos, dio todo su cariño a los hijos de su hermano. Este tío mío hizo que me aficionara a la hacienda bancaria de la que él era jefe. Yo estudié Derecho en París y luego fui llamado a Estrasburgo por mi tío, que hizo todo lo que pudo para que estuviera con él. No sabría contar sus regalos: caballos, coches, viajes; me había colmado de generosidad y no me negaba ningún capricho. A estas pruebas de afecto, añadió un signo muy positivo de su confianza: me dio la firma de la hacienda y me prometió además los beneficios como socio…, promesa que cumplió el 1 de enero de 1842, mientras yo me encontraba en Roma.
Una sola cosa me reprochaba mi tío: «Te gustan demasiado los Campos Elíseos». Yo no pensaba más que en los placeres. No soñaba más que en fiestas y diversiones, y por ellas me dejaba llevar con pasión.
Era hebreo de nombre solamente, pues no creía ni siquiera en Dios. No había abierto jamás un libro de religión, y en casa de mi tío, como en las de mis hermanos y hermanas, no se practicaba la más mínima prescripción del judaísmo.
Un vacío existía en mi corazón y nada me hacía feliz. Tenía una sobrina, hija de mi hermano mayor, que me había sido prometida desde cuando éramos niños los dos. Ella se deslizaba graciosa ante mis ojos, y en ella veía todo mi porvenir y toda la esperanza de la felicidad que me estaba reservada. Sería difícil imaginarse una joven más dulce, más amable y más graciosa. A uno sólo de mi familia odiaba: a mi hermano. Ver a mi novia despertaba en mí no sé qué sentimiento de dignidad humana; comenzaba a creer en la inmortalidad del alma; más aún, me puse instintivamente a rezar a Dios, le daba gracias por mi buena suerte y todavía no era feliz.
Considerada la corta edad de mi novia, se creyó conveniente retrasar el matrimonio. Ella tenía 16 años. Yo debía hacer un viaje de placer en espera de la boda. No sabía dónde ir. (…) Por fin me gustó la idea de ir a Nápoles y pasar el invierno en Malta para tonificar mi delicada salud. Permanecí un mes en Nápoles visitando y anotando todo; sobre todo escribí contra la religión y los sacerdotes que en aquella ciudad me parecían fuera de su sitio. ¡Oh cuántas blasfemias en mi diario! Si hablo de ellas es para dar a conocer la perfidia de mi alma.
¡A Roma no!
Cómo llegué a Roma? No puedo decirlo, no puedo explicarlo. Creo que me equivoqué, pues en lugar de dirigirme a la sala de las salidas para Palermo, donde quería ir, me encontré en las oficinas de diligencias para Roma. Dejé Nápoles el 5 de enero y llegué a Roma el 6, día de los Reyes Magos. Dije que estaría de vuelta el 20 de enero para ir a Malta.
Al primer impacto, Roma no me causó la impresión que esperaba. Tenía pocos días para esta excursión improvisada, por lo que me apresuraba en devorar del modo que fuese las ruinas antiguas y modernas que la ciudad ofrece a la avidez del turista. El 8 de enero, mientras caminaba por la ciudad, oí que me llamaban: era Gustavo de Bussières, amigo de la infancia. Me alegró aquel encuentro pues me pesaba la soledad. Fuimos a comer a casa de su padre. Cuando yo entraba en la casa, salía el señor Teodoro de Bussières, primogénito de esta distinguida familia. Yo sabía que era amigo de mi hermano y que había abandonado el protestantismo para convertirse al catolicismo. Esto era suficiente para inspirarme una profunda antipatía. Pero sabiendo de sus viajes a Oriente y a Sicilia, me pareció conveniente, antes de viajar yo, pedirle alguna sugerencia. Sea por esto o por mera educación, le expresé mi intención de conversar con él.
(…) El señor Teodoro de Bussières me hablaba de las grandezas del catolicismo, y yo respondía con ironía y con las acusaciones que había leído o escuchado con frecuencia.
«De todas formas, me dijo el señor de Bussières, ¿tendría el valor de someterse a una prueba inocente?
–¿Qué prueba?– Sería ésta llevar consigo un objeto que le quiero regalar. ¡Hela aquí! Es una medalla de la Santísima Virgen. Le parecerá ridículo ¿verdad? Sin embargo, yo doy un gran valor a esta medalla».
Confieso que la propuesta me sorprendió por su pueril originalidad. No esperaba esta ocurrencia. La primera reacción fue la de reírme, encogiéndome de hombros. Y accedí a tomar la medalla como prueba del relato que contaría a mi novia. Dicho y hecho. Me puse la medalla al cuello y exploté de risa: «¡Ja, Ja! ¡Ya soy católico, apostólico y romano!» Era el demonio que profetizaba por mi boca.
« Ahora, me dijo, es necesario completar la prueba. Se trata de rezar por las mañanas y por las tardes el “Acordaos”, oración muy breve y muy eficaz que S. Bernardo dirigía a la Virgen María». «¿En qué consiste ese “Acordaos”?» Exclamé: «¡Dejemos esas tonterías!» Porque en aquel momento sentí que rebullía toda mi animosidad. (…) No quise dar mucha importancia a la cosa, y dije: «¡Está bien. Le prometo recitar esta oración, pues aunque no me beneficie, creo que tampoco me perjudicará!». El señor de Bussières fue a buscarla, y me invitó a copiarla. Accedí, «con la condición –respondí– que se quede Vd. con mi copia y yo con el original». Mi intención era enriquecer mis apuntes con un elemento justificativo.
Al día siguiente, 16 de enero, hice sellar mi pasaporte y ultimé las modalidades de la vuelta; pero durante el camino, repetía sin parar las palabras del «Acordaos». Pues, ¡en qué modo, Dios mío, estas palabras se habían grabado tan viva y profundamente en mi espíritu! No podía desentenderme de ellas; me venían constantemente a la memoria, las repetía continuamente, como ciertas melodías musicales que te persiguen sin quererlo.
20 de enero de 1842
Justo antes de partir de Roma, saliendo de un café, me encontré con la carroza de Teodoro de Bussières. Se paró y me invitó a subir en ella para un paseo. Paramos unos minutos en la iglesia de S. Andrés «delle Fratte». Me propuso esperar en la carroza, pero yo preferí bajar a ver la iglesia.
(…) La iglesia de S. Andrés es pequeña, pobre y desierta. Creo que me quedé casi solo. Caminaba mecánicamente, mirando a mi alrededor sin pensar en nada. Sólo me acuerdo de un perro negro que retozaba ante mí. Enseguida este perro desapareció, toda la iglesia también desapareció, ya no vi nada más o mejor ¡oh Dios mío! ¡vi una sola cosa! ¿Cómo podría hablar de ello? ¡Oh, no! La palabra humana no puede expresar lo inefable. Toda descripción, por muy sublime que sea, no sería sino una profanación de la inefable verdad. Estaba allí, arrodillado, llorando, con el corazón fuera de mí, cuando el señor de Bussières me llamó de nuevo a la vida. No podía responder a sus preguntas apresuradas. Pero tomé la medalla que había puesto sobre mi pecho y besé con gran afecto la imagen de la Virgen deslumbrante de gracia. ¡Oh, era ella!
Yo no sabía dónde estaba. No sabía si era Alfonso u otro. Experimentaba un cambio tan grande que me creía otra persona. Una inmensa alegría llenaba toda mi alma. No podía hablar. No quise revelar nada. Sentía dentro de mí algo grandioso y sagrado que me hizo llamar a un sacerdote. Fui hacia él. Y sólo después de habérmelo expresamente ordenado hablé como pude de lo acaecido con el corazón tembloroso.
«Vi como un velo delante de mí –declaró Alfonso en el proceso–. La iglesia me parecía toda oscura, excepto una capilla, como si toda la luz de la iglesia se hubiera concentrado en ella. Volví los ojos hacia la capilla radiante de tanta luz, y vi sobre el altar de la misma, de pie, viva, grande, majestuosa, guapísima y misericordiosa a la Santísima Virgen María, semejante en el gesto y en la forma a la imagen que se ve en la Medalla Milagrosa de la Inmaculada. Me hizo señal con la mano para que me arrodillase. Una fuerza irresistible me empujaba hacia ella y parecía decirme: ¡Basta ya! No lo dijo, pero lo entendí. Ante esta visión caí de rodillas en el lugar donde me encontraba; traté de levantar varias veces los ojos hacia la Santísima Virgen, pero el respeto y el esplendor me los hacían bajar, aunque sin impedir la evidencia de aquella aparición. Fijándome en sus manos, vi la expresión del perdón y la misericordia. En presencia de la Virgen, a pesar de que ella no me decía una palabra, comprendí el horror del estado en que me encontraba, la deformidad del pecado, la belleza de la religión católica, en una palabra: comprendí todo».
Yo salía de una tumba, de un abismo de tinieblas, y estaba vivo, perfectamente vivo ¡y lloraba! Veía en el fondo del abismo las enormes miserias de las que había sido arrancado por una infinita misericordia.
Extraído de una carta autobiográfica de Alfonso de Ratisbona. Fue bautizado y recibido en la Iglesia católica el 31 de enero de 1842. Fue ordenado sacerdote en 1847.