Más de una treintena de municipios franceses, gobernados mayoritariamente por alcaldes del centro-derechista partido de Los Republicanos, han prohibido este verano el uso del mal llamado «burkini». Esta prenda, bañador que cubre todo el cuerpo y el cabello, dejando libres únicamente el rostro, las manos y los pies, se ha ido extendiendo cada vez más entre las mujeres musulmanas desde su comercialización en 2008.
La Liga de Derechos Humanos (LDH), una de las principales ONG del país galo, y el Comité Contra la Islamofobia en Francia no tardaron en recurrir esta medida ante el Consejo de Estado francés, que ha anulado ya el decreto de Villeneuve-Loubet, primera localidad en prohibir el uso de este bañador en sus playas. Y la ONU, a través del portavoz de su Oficina para los Derechos Humanos, ha salido rápidamente a apoyar la resolución del alto tribunal galo, instando «a todas las autoridades locales que han adoptado prohibiciones similares a que las dejen sin efecto de inmediato, en lugar de aprovechar el limitado alcance geográfico del dictamen». Al conocer la sentencia, Patrice Spinosi, abogado de la LDH, mostró su esperanza de que con ella finalice esta polémica, «una polémica esencialmente política».
Sin embargo, conviene tener presente que, como nos enseña repetidamente la historia, la intolerancia de la que ha sido objeto la religión lo ha sido con pretextos políticos. Y escuchando los argumentos que tanto unos como otros han esgrimido para prohibir o defender el uso del «burkini» encontramos a menudo ese deseo, consciente o no, de que la religión desaparezca definitivamente de la vida de los hombres.
El decreto municipal de Villeneuve-Loubet prohíbe el acceso al baño a toda persona que no disponga de un traje de baño «correcto, que respete las buenas costumbres y el principio de laicidad», principio según el cual se debe excluir toda manifestación religiosa en la vida pública. Manuel Valls, primer ministro francés perteneciente al partido socialista, manifestó en una entrevista al diario La Provence (17/8/2016) su apoyo a los alcaldes que han prohibido el «burkini» porque dicha prenda «no es compatible con los valores de Francia y de la República. La playa, como todo espacio público, debe preservarse de toda reivindicación religiosa». Comprobamos, por tanto, que la prohibición tiene una motivación religiosa y que el Estado francés, autodefiniéndose laico y bajo el pretexto de la independencia de lo político respecto de lo religioso, trata de imponer el laicismo a la sociedad francesa.
Desde posturas feministas también se ha defendido la prohibición del «burkini» en tanto que libera a las mujeres musulmanas de ese «símbolo de la opresión patriarcal (léase religiosa)» que pesa sobre ellas de forma tan «dolorosa». No obstante, podemos pensar también en gran número de conductas de nuestra «multicultural sociedad de consumo» que pesan también dolorosamente sobre muchísimas mujeres y para las que no se exige ningún tipo de prohibición porque, en realidad, no se busca el bien de las personas sino la imposición de un modelo de conducta liberado de toda tradición religiosa, vista ésta siempre como opresiva, por religiosa.
Por otro lado han sido también numerosas las personas contrarias a la prohibición movidos por la preocupación de garantizar la libertad de los individuos, uno de los presuntos pilares de nuestra civilización occidental: cada uno puede vestir cómo quiera, dónde quiera… Pero como ya se ve que esta libertad no puede ser absoluta, se la concede con la condición de que no atente, según criterio del propio Estado, contra el orden público. Por ello, el Consejo de Estado francés, respaldado por la ONU, ha levantado la prohibición alegando que dicha medida «ha supuesto un ataque grave y manifiestamente ilegal a las libertades fundamentales que son la libertad de ir y venir, la libertad de conciencia y la libertad personal» y ha recordado que la autoridad municipal no tiene una potestad absoluta para restringir libertades fundamentales, sino «únicamente en caso de riesgo probado de alteración del orden público». Y coherentemente con este argumento también se ha dicho que prohibir el uso del «burkini» no libera realmente a la mujer musulmana sino que la segrega, apartándola del espacio público. Dejemos, por tanto, que cada uno haga lo que quiera mientras no provoque altercados públicos.
Esta concesión, no obstante, tiene el mismo trasfondo antirreligioso que la anterior al suponer que el Estado puede juzgar libremente acerca de lo religioso. Porque si se concede libertad para pensar, decir y hacer lo que se quiera (o mejor dicho, lo que el Estado permita) no es con otro objetivo que imponer el ateísmo a la sociedad, según el programa establecido ya en el siglo xvii por Spinoza. Porque no hay que olvidar que los vestidos, como las canciones, fiestas y tantísimas otras manifestaciones culturales son reflejo y ayudan grandemente a mantener vivas las creencias religiosas de los pueblos. Y si hoy dejan que las mujeres musulmanas se bañen en la costa en «burkini» es porque mañana, gracias a la democracia liberal, la economía de mercado y las clases de natación de la educación pública, lo harán ya en bikini (Cf. Santiago Navajas, Una defensa liberal del burkini, 23/8/2016). Y las mujeres musulmanas se habrán desprendido ya de otro de los «opresores pesos de la religión».
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