«Tus misericordias sobre mí»
Celebrando el Año Santo de la Misericordia, resulta muy consolador meditar acerca de la conversión de san Agustín. Sus célebres Confesiones reciben este título, entre otros motivos, por ser una confesión de la misericordia del Señor. «¡Dios mío! que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí»: así empieza precisamente el libro VIII, en el que encontramos el momento culminante de su conversión. Aunque no sólo el libro VIII sino todo el conjunto de las Confesiones es un constante ir y venir de conversiones. Las del propio san Agustín (conversión a la búsqueda de la verdad, adhesión intelectual a la doctrina católica, conversión moral y vocación monacal) y la de muchas otras personas más o menos cercanas a él mismo cuyos procesos de conversión son referidos con más o menos detalle en algún momento de la obra (de modo destacado la de su amigo Alipio, pero también de Nebridio, Mario Victorino, san Antonio Abad, etc). Además, toda la obra está repleta de referencias textuales e indirectas al converso por excelencia, san Pablo. Sólo el libro VIII contiene diecisiete citas de cartas paulinas por un total de once de los salmos, cuatro de otros libros del Antiguo Testamento y ocho de los evangelios. Y entre aquellas destacan siete citas de la Carta a los Romanos, que es la que mejor refleja la propia conversión de san Agustín y la que desempeña un papel decisivo en el momento final. Para empezar, san Agustín se recuerda a sí mismo, antes de la conversión, como aquellos «que se dicen ser sabios y son vueltos necios» (Rm 1, 22) porque «conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron gracias» (Rm 1, 21) quedando «cautivo bajo la ley del pecado existente en mis miembros» (Rm 7, 22).
«¿Quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia?»
Durante largo tiempo la vida interior de san Agustín fue escenario de esa lucha entre la convicción intelectual y la resistencia moral a que se refiere san Pablo: «realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí» (Rm 7, 14-17). Lo único que puede vencer esa resistencia es la gracia de Jesucristo: «¡Miserable de mí! ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia?» (Rm 7, 24). El momento culminante en que la Carta a los Romanos se nos muestra en todo su carácter providencial, profético y salvífico nos lo describe de manera inolvidable el santo de Tagaste: «apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: «No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y envidias, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos» [Rm 13, 13]. No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas» (Conf. VIII, 12, 29). Es de destacar que la metáfora de la «luz de seguridad» la aplica san Agustín a su «corazón», no a la inteligencia. Y las «dudas» a que se refiere no son dudas intelectuales respecto a la validez de la fe católica sino las dudas respecto a la posibilidad misma de unirse a la «multitud de niños y niñas, una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todos la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh, Señor!». La visión de tal multitud es interpretada en un sentido antipelagiano: «¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en Él, no temas (…) que Él te recibirá y sanará» (VIII, 11, 27). Desde que unos quince años antes hubiera descubierto en Cartago, gracias a Cicerón, la belleza de la verdad y adoptado el compromiso personal de ir en su búsqueda, san Agustín había superado diversos obstáculos de naturaleza intelectual (materialismo, antropomorfismo teológico, escepticismo…) y se había ido acercando cada vez más al catolicismo superando las tentaciones «sociales» (el maniqueísmo por un lado, la carrera académico-profesional paganizante por otro) arrastrando consigo, por cierto, a un grupo de amigos y discípulos, primero a Roma y luego a Milán, donde el magisterio del obispo san Ambrosio acabará de despejar todas las dudas especulativas de san Agustín y donde la Providencia le irá preparando para su entrega definitiva e incondicionada.
La misericordia de Dios le envía una voz
El empujón final lo dan las experiencias de conversión de Mario Victorino y dos altos funcionarios imperiales, descritas a san Agustín por Simpliciano y Ponticiano respectivamente. Al primero había acudido san Agustín en busca de consejo, dado que gozaba de un prestigio similar al de san Ambrosio, a quien sucedió en la sede episcopal. Al segundo, sin embargo, le escuchó sin predisposición alguna, ya que humanamente hablando el encuentro entre ellos fue casual. Pero en ambos casos las experiencias eran las de personas sabias o con otras altas dignidades que habían sacrificado todo el prestigio humano y la felicidad mundana por amor de Cristo y de su Iglesia. El ardor con que el funcionario Ponticiano explicaba el cambio radical experimentado no sólo por san Antonio medio siglo antes, sino por dos colegas suyos que habían alcanzado gran dicha viviendo el monacato dejó aturdido a san Agustín: «Narraba estas cosas Ponticiano y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo (…) Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo» (VIII, 7, 16).
Estando otras personas presentes en estas conversaciones, san Agustín, con el semblante emocionado y los ojos llorosos, avergonzado, sale al jardín de la casa de Milán donde vivía con algunos familiares y amigos. Su amigo Alipio, preocupado, le acompaña, pero san Agustín habla confusamente con él y se aleja un poco más. Interiormente la guerra estaba a punto de concluir, aunque el enemigo tendía sus últimas trampas: «Reteníanme unas (…) vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: “¿nos dejas?” y “¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?“ y “¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?” ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia, aléjalas del alma de tu siervo» (VIII, 11, 26). Y la misericordia de Dios le envía «una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: “toma y lee, toma y lee”. De repente, cambiando el semblante (…) reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase» (VIII, 12, 29) Y ahí estaba esperándole misericordiosamente la exhortación paulina a revestirse de Cristo. Y no sólo para él sino para su discípulo Alipio, quien imitando a san Agustín sigue leyendo y encuentra las palabras «Recibid al débil en la fe» (Rm 14, 1), «lo cual se aplicó a sí mismo y me lo comunicó».
Enseguida fueron ambos a ver a «la madre (santa Mónica) (…) y llenose de gozo; contámosle cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti (…) porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros –miserabilibus– y llorosos» (VIII, 12, 30).
Tenemos pues, en la conversión de san Agustín un ejemplo admirable del ejercicio de la misericordia de Dios que se derramó sobre san él, que se aplica a sí mismo el «miserable de mí» paulino, y sobre las lágrimas de santa Mónica a las que Dios hizo dignas de conmiseración en un grado eminente.