Después de los consejos del padre Barrón que le orientó en la oración y en la frecuencia de la Eucaristía, todavía Teresa continuó con sus infidelidades al Señor y escribe: «¡Oh, válgame Dios, si hubiera de decir las ocasiones que en estos años Dios me quitaba y cómo me tornaba yo a meter en ellas y de los peligros de perder del todo el crédito que me libró! Yo a hacer obras para descubrir la que era, y el Señor encubrir los males y descubrir alguna pequeña virtud, si tenía, y hacerla grande a los ojos de todos de manera que siempre me tenían en mucho; porque aunque algunas veces se translucían mis vanidades, como veían otras cosas que les parecían buenas, no lo creían.» Así pasaron diez años. Y ella resume su vida en los años anteriores: «Pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas y con levantarme y mal –pues tornaba a caer– y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros.»
Pero un día del año 1554, «acaecióme que entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba muy bien lo que pasó por nosotros». Delante de aquella imagen Teresa sintió lo desagradecida que era al Señor y se deshizo en derramamiento de lágrimas, suplicando que le fortaleciera para nunca más ofenderle. Este momento llegó muy oportunamente, pues ella dice que «me parece que estaba ya muy desconfiada de mi y ponía mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba».
Poco tiempo después de este encuentro con Cristo llagado le regalaron un libro que iba a tener también mucha influencia en Teresa, las Confesiones de san Agustín. Teresa creyó reconocerse en aquel hombre que tanto había amado al mundo, en aquel lector empedernido, en aquel pecador tan impenitente y que tanto había luchado para liberarse de sí mismo. «Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó la voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve gran rato en que toda me deshacía en lágrimas». Este segundo encuentro proyectó definitivamente a Teresa fuera de sus infidelidades. Sus compañeras de la Encarnación se dieron pronto cuenta del cambio que había experimentado, pero para ella fue volver a ser ella misma. Después de muchos rodeos entre tentaciones y peligros volvía al punto de partida, la niña que con pocos años quería morir por Cristo en tierra de moros.
Parecía que el Señor esperaba la decisión de Teresa para colmarla de dones. Le concedió muy ordinariamente oración de quietud y muchas veces de unión, que duraba mucho rato.
Pero como eran tiempos en que el iluminismo se había extendido mucho, Teresa no sabía a quién contar dichos favores, pues pasados los primeros momentos, su transformación empezó a causar inquietud entre sus hermanas, que cuchicheaban a su alrededor y empezaron a señalarla con el dedo; unas se apiadaban, otras se burlaban de ella. «Teresa inventa novedades», era el comentario general.
El primer confesor al que le explicó su situación espiritual, padre Daza, tras confesarle las dulzuras que sentía en su oración sobrenatural y que el sentimiento de la presencia de Dios se apoderaba de ella y que no podía dudar que habitaba en ella, le negó que fuera cosa divina, pues «ello sólo se da en gentes muy virtuosas y mortificadas». Teresa quedó atemorizada por la posibilidad de que todo lo que le sucedía pudiera ser cosa demoníaca, que no encontraba palabra para disculparse ante el Señor. Francisco de Salcedo, hombre de Dios, llamado el Caballero santo, que le había aconsejado al confesor, consultó también a los padres de la Compañía de Jesús. El padre Cetina, jesuita, fue a ver a Teresa y le aconsejó lo mismo que había dicho el padre Barrón: no abandonar nunca la oración y meditar la Pasión de Cristo; sin confirmar nada le mandó resistir el posible deleite sensible que experimentase en la oración.
Cuando en primavera de 1554, el padre Francisco de Borja fue a Ávila, el padre Cetina consiguió que fuera a ver a Teresa y determinara lo que él creyera.
La sentencia del padre Francisco fue totalmente positiva y desde entonces cesaron las habladurías de las hermanas y de todo Ávila y Teresa pudo entregarse totalmente al Amado.
Dice ella en su libro de la Vida: «Es otro libro nuevo de aquí en adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde comenzar a declarar estas cosas de oración es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía. Sea el Señor alabado que me libró de mí».
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