La victoria del París Saint-Germain sobre el Inter de Milán en la final de la Liga de Campeones, la noche del sábado 31 de mayo, provocó escenas de una violencia sin precedentes en la capital francesa, muy lejos del ambiente festivo que se supone acompaña este tipo de acontecimientos. De hecho lo que se vio en París más bien parecía el ensayo general de una guerra civil o un escenario de guerrilla urbana al estilo de las Primaveras Árabes de la década de 2000. Lo que se anunciaba como una jubilosa celebración por un éxito deportivo acabó en tres noches de violencia.
El balance final se saldó con 692 incendios en inmuebles y 264 vehículos quemados, 563 detenciones, 192 heridos graves –entre ellos una treintena de policías, uno en estado de coma– y dos muertos. Y el problema no fue por falta de despliegue masivo de policías, ni por otras medidas de seguridad, sino por la impotencia para frenar a hordas furiosas que destruían los gigantescos cristales protectores de los escaparates para saquear los comercios del centro de la ciudad. ¿De dónde han surgido estas hordas de jóvenes delincuentes?
Las identidades de los detenidos no dejan lugar a dudas: aunque la mayoría son de nacionalidad francesa, se trata de inmigrantes de segunda o tercera generación, principalmente provenientes del Magreb o del África subsahariana.
La impotencia y la ceguera de las autoridades sólo pueden ser motivo de preocupación ante el caos que se avecina, pacientemente organizado durante los últimos 50 años a través de la inmigración masiva y un sistema judicial indulgente. No son pobres y viven en las banlieues, donde tienen dos fuentes de ingresos: las enormes subvenciones del Estado del bienestar francés y el tráfico de drogas. Conscientes de la impunidad con la que actúan frente a un Estado que intenta ante todo no ser acusado de racista, en los interrogatorios expresen sin ambages su deseo de destruir los momentos de alegría compartidos en la sociedad occidental. Se regocijan en la destrucción, en la embriaguez de la barbarie, el mimetismo y la desinhibición de quienes se sienten poderosos. Lo cierto es que la instalación masiva de inmigrantes en suelo francés ha dado lugar a una realidad que choca frontalmente con el discurso buenista oficial.
Para completar el terrible, pero muy significativo, momento, hay que contemplar dos imágenes más. Por un lado la estatua de santa Juana de Arco, asaltada por jóvenes vándalos de origen africano portando una bandera palestina, por otro Dembelé, uno de los jugadores del PSG, fotografiándose junto a la copa acompañado por su mujer, velada por un nicab que sólo permitían ver sus ojos. El gran reemplazamiento es un mito sin fundamento, nos repiten sin cesar, pero sus consecuencias son muy palpables.










