El padre Enrique Ramière (1821-1884) fue un particular «testigo de la esperanza» y un autor decisivo para comprender la espiritualidad de la confianza que brota de la contemplación del Corazón de Cristo. Esta confianza en el Corazón de Jesús se fue gestando en su vida y su pensamiento especialmente a través de dos influencias fundamentales: Compañía de Jesús y el magisterio de Pío IX.
La actitud de Ramière ante la civilización moderna
En el controvertido texto del Syllabus, de 1864, el beato Pío IX había condenado una serie de proposiciones que reflejaban la mentalidad de la sociedad de la época, en especial relacionadas con el liberalismo, el socialismo y el racionalismo. Su última proposición condenada, «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna», propició un profundo debate, que continúa en nuestros días, sobre la adecuada relación entre la fe cristiana y la civilización moderna, y ha sido etiquetada por muchos autores de entonces y de hoy como fatalista y desesperanzadora.
El padre Ramière parte de la acogida filial de la enseñanza magisterial de Pío IX y el Syllabus, y afirma su deseo de fidelidad a esta doctrina para, desde ella, tratar de elevarse y encontrar la deseada conciliación entre la Iglesia y la sociedad civil. Ramière entiende que el fracaso del mundo moderno tiene como causa el haberse apartado de su principio vivificante, aquel que lo hizo progresar, la gracia divina. De ahí que, en su primera gran obra escrita, El Apostolado de la Oración, de 1861, lo describa como un bello y hermoso cadáver; es bello y hermoso, porque no parece externamente que esté muerto, pero es un cadáver, porque no tiene ya el principio vital que lo animaba.
Esta fidelidad de Ramière a la condena de Pío IX a la sociedad moderna se une a la mirada misericordiosa que le proporciona el culto al Corazón de Jesús y van a engendrar en Ramière dos actitudes fundamentales. En primer lugar, una actitud de aceptación y reconocimiento de ciertos bienes que todavía quedan en la sociedad moderna, y que él no duda en afirmar que tiene su origen en la antigua unión de la sociedad con Dios y su Iglesia: «en él [en el mundo moderno] hemos adivinado ciertas tendencias generosas que, lejos de ser condenadas por la Iglesia, son resultado manifiesto de su influencia y que no pueden recibir su completa realización más que del restablecimiento de la misma». Esta actitud de Ramière nos recuerda a la que más adelante promoverá la Iglesia en el Concilio Vaticano II donde, sin olvidar el problema del «humanismo laico y profano que aparece en toda su terrible estatura y desafía al Concilio», citando a Pablo VI, la Iglesia prefiere «mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». Esta actitud de misericordia de Ramière le lleva a matizar la imagen del cadáver en este texto escrito tres años después del anterior, y prefiere sustituirlo por la imagen de las ruinas, en las que todavía se mantienen algunas estructuras en pie.
La segunda actitud que nace de Ramière a la vista de la situación de la sociedad moderna es la esperanza. Fiel a la esperanza transmitida por el beato Pío IX, y también fiel a las intuiciones transmitidas por santa Margarita María que había dicho que la devoción al Corazón de Jesús era «como un último esfuerzo de su amor […] para sacar a los hombres del imperio de Satán al que Él pretendía arruinar para colocarnos bajo la dulce libertad del imperio de su amor», Ramière va a tratar de justificar teológicamente esta esperanza.
En la citada obra, Las esperanzas de la Iglesia, Ramière aduce diferentes argumentos teológicos para justificar esta esperanza: la observación de las leyes de la Providencia, la observación de las tendencias de la sociedad, y, en tercer lugar, las promesas divinas, donde trata diversos argumentos para justificar esta esperanza: la ya citada definición dogmática de la Inmaculada, algunas afirmaciones de místicos, entre las que pone las promesas vinculadas a la devoción al Corazón de Jesús y, sobre todo, las promesas contenidas en la Escritura. Este último punto es el más importante de Ramière, y aunque él no es exegeta, intuye que la esperanza en la regeneración de la sociedad está relacionada con la esperanza escatológica. A esta intuición contribuyen también las palabras de santa Margarita cuando habla de un «un último esfuerzo de su amor», al hablar de las revelaciones de su Corazón. Ramière parte de esta intuición y trata de justificarla tanto en la Escritura como en la Tradición, en la obra citada de Las esperanzas de la Iglesia, y en otra obra menos conocida El triunfo de Jesucristo y de su Iglesia en la tierra.
El trabajo de la Iglesia en este mundo
La esperanza es una virtud que pone en funcionamiento el obrar moral del hombre. Santo Tomás de Aquino en su Summa advierte que la esperanza de la bienaventuranza orienta toda la vida moral del hombre; y al tratar específicamente de la virtud teologal de la esperanza afirma que «por el acto de esperanza se siente el hombre inducido a la observancia de los preceptos». Por eso, la esperanza que transmite Ramiére en el cumplimiento de las promesas divinas, lejos de llevar al hombre a la inactividad y la espera pasiva de la acción de Dios, le mueve a la acción y orienta ésta de manera decisiva.
De hecho, la esperanza transmitida por el magisterio de Pío IX supuso una inyección de optimismo en la Iglesia y una revitalización de todos sus campos apostólicos, desde el misionero hasta el apostolado social, pasando por un auge de las vocaciones religiosas. Para muchos, esta restauración cristiana de la sociedad, objeto de la esperanza cristiana, pasaba por la revitalización del apostolado seglar; para otros, suponía una renovación del activismo político cristiano; para otros, la acción misionera; para otros, pasaba por el fortalecimiento de la autoridad pontificia. Ramière, sin negar el lugar que corresponde a cada uno de estos aspectos, eleva nuestra mirada hacia una respuesta más alta, y subraya la ineficacia de los medios humanos y políticos para la restauración de los hombres y las sociedades de las heridas producidas por sus errores y su alejamiento de Dios; en las antípodas del error pelagiano, Ramière subraya que la esperanza sólo puede ponerse en Dios; sólo por la vuelta a Dios podrán reconstruirse estas ruinas. Esta esperanza sobrenatural le lleva a poner la oración como la principal tarea de la Iglesia para la reconstrucción de la sociedad. Pero no una oración entendida como una obra humana, sino como unión a la oración de Cristo. Mediante la devoción a su Corazón, el cristiano, y la Iglesia en su conjunto, aprende a unirse a Cristo y su intercesión ante el Padre. De ahí que Ramière concluya diciendo con contundencia: «La devoción al Corazón de Jesús está destinada a regenerar la sociedad cristiana».
La verdadera devoción al Corazón de Jesús
Podría sorprendernos que Ramière afirme que la solución radical a los males de la sociedad es la devoción al Sagrado Corazón. Evidentemente no lo entiende como «una práctica particular de devoción», sino la muestra en su sentido más profundo; se trata de «la religión entera enfocada bajo su aspecto más luminoso y consolador».
Con frecuencia, desde finales del siglo xix y durante todo el siglo xx, los grandes promotores del culto corazonista han reivindicado «la verdadera devoción al Sagrado Corazón», frente a la vivencia que percibían en su entorno, parcial y limitada. Vemos esta llamada en Teresa de Lisieux que decía, «yo no entiendo el Sagrado Corazón como todo el mundo», por ejemplo, o en el fundador de esta revista, el padre Ramón Orlandis, entre otros autores. También el Magisterio reciente ha reivindicado vivir la «verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador». Para Ramière la «verdadera devoción al Sagrado Corazón», más allá del cumplimiento de una serie de prácticas, en las que se insistía tanto en su época, consiste principalmente en comprender el Corazón de Cristo como la fuente de la vida sobrenatural. Para Ramière la devoción al Corazón de Jesús está destinada a regenerar la sociedad porque nos ayuda a la comprensión y, sobre todo, la vivencia, de una verdad de fe: la inhabitación del Espíritu Santo en el alma de los fieles, y por extensión, en la Iglesia. Por eso, Ramière insiste en la necesidad de unir el culto corazonista con esta verdad de fe para que fructifique con toda su virtualidad. De esta manera, concluye Ramière, «la devoción al Espíritu Santo se confundirá en nosotros con la devoción al Sagrado Corazón y nos llenaremos, según la expresión de san Pablo, de la plenitud de Dios». Para Ramière la devoción al Corazón humano de Cristo ayuda a la Iglesia y a cada cristiano a comprender el corazón del hombre como vivificado por la presencia de Dios, por la presencia del Espíritu Santo. Para Ramière este es el principio regenerador de la sociedad porque la raíz del problema de la civilización moderna consiste en su naturalismo, en concebir al hombre y a la sociedad al margen de Dios.
La doctrina de la confianza, fruto del redescubrimiento del Espíritu Santo en el Corazón de Cristo
De la doctrina de la inhabitación, Ramière concluye su doctrina de la confianza, que se basa en la docilidad y el abandono a las mociones del Espíritu Santo, que brota para nosotros del Corazón de Cristo. Ya no es nuestro propio espíritu el que debe encontrar y comprender los caminos para la restauración de la sociedad, basta que sea dócil a la acción del Espíritu Santo que quiere guiar a la Iglesia hacia esa plenitud.
En el Corazón de Cristo se nos muestra esa acción del Espíritu Santo, no sólo como modelo a imitar, como modelo que ilustra la inteligencia, sino como bien y belleza que enamoran al alma y la fortalecen para realizar el bien. Para Ramière, como para su coetánea, santa Teresita, la santidad y la respuesta apostólica al amor de Dios, nacen de la contemplación del Corazón de Cristo, en quien habita el Espíritu Santo, el mismo que habita en nosotros, y quiere impulsarnos a la santidad y al trabajo por la extensión de su Reino. Esta santidad no consiste en entenderlo todo, ni en hacer mil esfuerzos, sino en ser dócil a los impulsos del Espíritu, que podemos contemplar gozosamente en el Corazón de Cristo, como dice la Dilexit nos, en sus gestos, en sus palabras, en sus acciones. Viendo a la humanidad de Cristo, su Corazón, dejándose guiar gozosamente por el Espíritu Santo, nace en el cristiano el deseo de ser dócil a este Espíritu, que nos mueve al arrepentimiento, a la reparación por nuestros pecados, a la consagración de nuestra vida a Dios, a la misericordia con el hermano, a la entrega apostólica generosa y, de esta manera, nos capacita para colaborar con Cristo en un restablecimiento más pleno de su Reino.
De esta manera, Ramière, a las almas heridas de nuestro tiempo, en una época en la que la separación de la sociedad respecto a Dios produce personalidades heridas, que se desaniman al constatar sus limitaciones; o a las almas que se desaniman al constatar las extraordinarias dificultades a las que la Iglesia debe enfrentarse en nuestro tiempo, les hace recobrar el ánimo y les facilita el camino, pues el principio de la santidad no está en nuestra propia inteligencia o el propio obrar, sino en un principio que nos es regalado misericordiosamente, el Espíritu Santo, que se comunica a quien va a su fuente, el Corazón de Cristo, y que solo nos pide un abandono sencillo y confiado a su acción.











