Este año 2025, eclesialmente es un año de gracia. Estamos celebrando al mismo tiempo el año jubilar para toda la Iglesia, y el año jubilar del Sagrado Corazón de Jesús, al cumplirse los 350 años de las apariciones en Paray-le-Monial. Estas dos celebraciones tienen providencialmente una íntima relación. Son una respuesta a la humanidad contemporánea, que da el Espíritu Santo por medio de los documentos del Papa Francisco publicados con ocasión de ambos jubileos.
Nuestro mundo está aquejado de una enfermedad grave de desesperanza que se refleja en multitud de actitudes, con graves consecuencias para la vida personal y social. Las razones de este clima de falta de esperanza son muy variadas: si reflexionamos sobre lo ocurrido en los dos últimos siglos encontraríamos alguna respuesta a esta situación. Prácticamente la mayor parte de las filosofías e ideologías imperantes en el mundo intelectual y político en los dos siglos anteriores se caracterizaron por el anuncio de una próxima y plena realización de una gran esperanza. Por fin, la humanidad lograría la realización plena y definitiva de las más altas aspiraciones que ha tenido la humanidad a lo largo de los años: paz, prosperidad, bienestar, salud, en resumen, felicidad. La realidad ha sido radicalmente distinta: junto con los grandes avances científicos y sobre todo técnicos, la paz no se ha alcanzado, al contrario, las guerras con un mayor alcance destructivo se han repetido, la paz en el mundo es un bien desconocido desde hace ya muchos decenios, la enfermedad continúa estando presente en la vida humana, y cuando no queremos aceptarla aparecen los desvaríos de la eutanasia y el aborto, como pretendidos remedios eficaces, y junto con el creciente bienestar económico, del que gozan cada vez mayor número de personas, subsiste de forma escandalosa la miseria en muchos lugares del mundo, y aquellos que gozan de la abundancia experimentan la incapacidad del bienestar para colmar las ansias de felicidad. Esto queda reflejado en el tema de la disminución drástica de la natalidad: «La primera consecuencia de ello es la pérdida del deseo de transmitir la vida. A causa de los ritmos frenéticos de la vida, de los temores ante el futuro, de la falta de garantías laborales y tutelas sociales adecuadas, de modelos sociales cuya agenda está dictada por la búsqueda de beneficios más que por el cuidado de las relaciones, se asiste en varios países a una preocupante disminución de la natalidad». ( Spes non confundit ,9)
Una esperanza frustrada no sólo nos lleva a la desesperación sino también nos hace disponibles a buscar esperanzas verdaderas y fundadas. Es urgente y necesario que «el anhelo del corazón humano, necesitado de la presencia salvífica de Dios, requiere ser transformado en signos de esperanza». A la búsqueda de esta esperanza responde el papa Francisco cuando recuerda las palabras de Juan Pablo II dirigidas a los jesuitas invitándoles a que promovieran la devoción al Corazón de Jesús porque «esta devoción corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo» ( Dilexit nos, 147)
De modo semejante podemos leer en la bula de convocatoria del jubileo: «La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz:» (Spes non confundit 3).
Cuando se recobra la verdadera esperanza cambia radicalmente la situación social, aparece en el horizonte la posibilidad de realizar aquello que hoy no está al alcance de la mayor parte de los hombres: «La apertura a la vida con una maternidad y paternidad responsables es el proyecto que el Creador ha inscrito en el corazón y en el cuerpo de los hombres y las mujeres, una misión que el Señor confía a los esposos y a su amor… porque el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de su amor, da una perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza» (Spes non confundit, 9)
Ante la actual situación de miseria individual y social es necesario dirigir nuestra mirada confiada al Corazón de Jesús, en Él encontraremos la fuente de nuestra esperanza. Así lo afirma el Papa recordando las palabras de santa Teresa del Niño Jesús: «La actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la cruz de Jesucristo». Ella (santa Teresita) lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas». Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: «En ti confío».(Dilexit nos, 89)