El lugar del corazón en la encíclica
El papa Francisco, en la encíclica Dilexit nos, ha presentado una nueva forma de comprender la devoción al Corazón de Jesús como síntesis de la religión.
La imagen del corazón no está expresando, en primer lugar y según el orden del discurso, el amor con que nos ama Dios (que, de todas formas, es el misterio central en absoluto, como lo manifiesta la idea que encabeza la misma encíclica), sino la realidad y lugar del corazón humano. El Papa ha «entrado» desde una perspectiva existencial de la vida humana para así comprender la centralidad del Corazón de Cristo en la vida de fe, a través de un profundo concepto de corazón. Es como si, por así decirlo, en vez de hablar del objeto de la cuestión, hablara del sujeto que ha de recibirlo: ¿a dónde viene a anidar el Corazón de Cristo en nuestra existencia? ¿cuál es el lugar que viene a ocupar en nuestra vida? ¿por qué el Corazón de Cristo es lo central, la síntesis de la religión? Porque, parece, de alguna manera, que el corazón es lo central del hombre.[1]
El propósito de este artículo, por tanto, es intentar esclarecer el concepto de corazón —que parece ocupar un lugar muy importante en la Dilexit nos— desde una reflexión filosófica.
El hombre es un misterio para sí mismo
Una primera idea que debemos abordar es que el hombre es un misterio para sí mismo. Pensemos que, por una parte, somos conscientes de nosotros mismos. Por eso podemos decir yo. Vivimos desde la presencia que tenemos de nosotros mismos. Conocemos, amamos, elegimos, sentimos, nos afectamos por cualquier cosa del mundo siempre desde un punto de referencia: es el yo el que vive estos actos. No se trata de que esté siempre pensando en mí, sino de que en cada acto que realizo me tengo a mí mismo como una presencia «de fondo». Soy yo el que desea comer, soy yo el que ve el color azul, soy yo el que se siente asustado, soy yo el que está pensando en matemática, etc.
Pero, por otra parte, debemos reconocer que nos ignoramos. No solo no tenemos claridad de lo que es el hombre en universal (si no, no sería objeto de estudio), sino que, además, nos desconocemos a nosotros mismos (si no, no habría psicólogos).
Además, así como se puede ignorar algo e ignorar que se lo ignora, nosotros mismos podemos vivir ignorando el hecho de que nos desconocemos. Es como lo que sucede con el tiempo, vivimos «en medio» del tiempo, usamos esa palabra a menudo, ordenamos nuestra vida en torno al tiempo, etc. Pero basta que, como dice san Agustín, se me haga la pregunta sobre el tiempo para caer en la cuenta de que es un gran misterio. Con nosotros puede pasar exactamente lo mismo: ¡cómo me voy a desconocer si siempre me tengo presente!
Resulta que yo ya estoy viviendo de hecho sin saber quién soy. Se supone que uno toma decisiones en base a cierta idea de uno mismo. Qué es lo que tengo que hacer en el futuro, qué es bueno para mí, qué es lo que soy capaz de alcanzar, qué es lo que he hecho hasta ahora, etc. Pero antes de estar ordenando la vida conforme a esta idea, yo ya estoy viviendo y decidiendo cosas. ¡Qué gran misterio! En la medida en que vivo con una inconsciencia de mí, vivo con una inconsciencia de la vida. Es como una gran construcción ya en marcha pero en la que todavía no se tiene claridad de cuál es el proyecto: mientras hay ciertas tareas parciales, la cosa sigue marchando. Marcha hasta que llega alguna situación crítica. Entonces quizá ahí se cae en la cuenta de que la obra no iba a ninguna parte. Las tareas provisorias mantenían oculta la situación crítica.
Lo mismo puede pasar con la vida. Podemos vivir ignorando para qué se vive y se puede vivir ignorando esta situación, porque, en efecto, nos hallamos viviendo antes de realizar cualquier tipo de pregunta. Toda persona parte de una ignorancia de sí mismo y de cuál es su lugar en el universo. Entonces, necesariamente en la vida hay esquemas provisorios. Lo provisorio es lo que sirve de forma temporal; sirve hasta que colapsa.
El hombre es como un gran espacio
La segunda idea que debemos abordar es que el hombre es como un gran espacio. La primera, como dijimos, es que el hombre se conoce a sí mismo y a la vez se ignora. ¿Pero en qué sentido tomamos aquí que cada uno se ignora a sí mismo? Podemos ignorar qué es lo que está pasando ahora en nuestro páncreas; podemos ignorar qué genes hemos heredado de nuestros padres; puedo ignorar realmente cuál es mi carácter; puedo ignorar la causa de mi actual tristeza, etc. Todo esto está en diferentes planos. Todo esto nos pertenece, pertenece a la persona que somos. Es decir, este conocerse e ignorarse se dice en muchos sentidos.
El sentido que tomamos aquí es el de la vida propiamente interior. Decimos, por ejemplo, que «esto me ha afectado en lo más íntimo», o hablamos de «vida interior», que «este es un tipo superficial», que «este retiro me tocó muy adentro», etc. Hay que atender al hecho de que dentro-fuera, interior-exterior, profundidad-superficie, son términos de relaciones espaciales. Cuando se habla así, obviamente no tomamos el espacio en sentido literal. No decimos lo más «adentro» en el sentido en que lo está el páncreas dentro de nosotros. Curiosamente el páncreas está dentro de nosotros, pero no tenemos otra forma de acceder a él más que por fuera, con nuestros sentidos. Ese tipo de interior (en su sentido literal) nos es tan desconocido y cognoscible como para cualquier otra persona.
Pero hay un «adentro» al cual nadie puede llegar por fuera con sus sentidos, así como tampoco con los nuestros. Hay un adentro que solo lo vivimos nosotros, que es el sentido que mencionamos antes al hablar del espacio figurado. Uno no se «abre» en este sentido como en el otro. La introspección no es abrir un conejo, es entrar en nuestras vivencias que es entrar dentro de sí en un sentido espiritual. No tenemos otra forma que referirnos a esto más que mediante imágenes espaciales, porque es el modo en que naturalmente conocemos. Pero aquí en realidad no hay espacio alguno. Mi tristeza por la muerte de alguien no la podrá ver jamás nadie «por fuera». Pueden ver signos míos: llanto, rostro lúgubre, desánimo. Asimismo, también pueden existir correlaciones neurológicas. También puedo comunicar: estoy triste. Pero la tristeza mía solo la puedo ver yo porque solo yo la vivo. Y las otras personas pueden comprender lo que ven en mí o en lo que yo les comunico por empatía, es decir, porque han padecido algo semejante. Pero no pueden sentir mi sentir. Hay algo incomunicable. Hay una ignorancia de nosotros en el sentido de una vida interior con la cual me reconozco. Esta vida interior es como un gran espacio.
El espacio tiene un orden radial
Ahora, este «espacio», con el cual me he representado mi vida interior, no es homogéneo, sino que presenta una jerarquía radial, de espacios concéntricos. Para explicar esta situación, tomemos dos situaciones hipotéticas: (1) puedo estar triste por saber que de comida hay un plato que no me apetece o, al contrario, puedo estar alegre por la noticia de que la comida incluye algo que me apetece. Y (2) puedo estar triste porque murió mi mejor amigo o, al contrario, estar muy alegre porque se recuperó de una enfermedad mortal.
Parece que estas cosas afectan con distinto nivel de profundidad. Yo vivo ambas situaciones como verdaderamente mías. Ahora, la primera puedo olvidarla fácilmente. Pareciera que es una información que «pasa» por mí. Lo he vivido, pero como que no me puedo identificar con ella: es una vivencia «superficial» («superficial» no tiene ninguna connotación moral negativa aquí, es simplemente lo que es). Lo segundo, en cambio, ha quedado tan grabado en mí que es difícil distinguirlo de mi persona. Seguramente formará parte de mi historia. Podemos decir que la noticia de mi amigo ha llegado hasta el corazón. Imaginemos la biografía de un personaje en la que se nos cuenta que este, en un determinado día, no le gustó la comida… curiosa biografía. En cambio, cuando me dicen que a san Agustín se le murió su mejor amigo en determinado momento, es algo que me dice quién es Agustín de Hipona. Ambas son vivencias del personaje, pero no todas son igual de profundas.
Lo mismo podríamos decir con otro tipo de actos, como elecciones, conocimientos, recuerdos, etc. Hay algunos que calan profundo y otros que permanecen en la superficie.
A esto apunta la idea de corazón. A un interior, a un centro de la persona. Al centro de cada uno. Hay cosas que son más superficiales en mi vida y otras que me afectan en lo más íntimo. Aquello con lo que me identifico más. Hay ideas, recuerdos, afectos, hábitos, gustos, decisiones, que me son más nucleares, que me configuran en lo que soy en mayor medida. La vida consiste en lo que tengo en el corazón. Hay un corazón desde donde adquieren unidad todas las cosas. Se vuelven vivencias de una persona, son su identidad.
Hay que añadir una pequeña idea complementaria a la última, que se nos muestra naturalmente en el lenguaje cotidiano con que nos referimos a la vida interior. En el «espacio» que es la vida interior se percibe una contradicción: el centro es parte y todo a la vez. Cuando algo me ha tocado en las fibras más interiores, en el corazón, me han afectado en la totalidad. Cuando algo acontece en lo más profundo de mí soy más consciente de mi propia vida, se me patentiza más lo que soy, lo que quiero, mi vida como un problema unitario. En las cosas más superficiales estoy más disgregado. Son aspectos parciales de mi vida. Por eso, se puede afirmar que, en el espacio interior, cuanto más al centro se ubica algo más toca a la totalidad.
El corazón es algo en cierto modo desconocido para sí
Ahora, lo que dijimos con la primera idea hay que unirlo con estas últimas dos y aquí es donde se da uno de los más grandes misterios del hombre. Resulta que esto más íntimo a mí que es el corazón, que es también con lo que más me identifico como totalidad, también lo puedo ignorar. Nos atrevemos a decir que este es el misterio más grande y propio de la vida espiritual humana. Este problema no lo tiene un ángel. Es el gran problema que asombraba y perturbaba a san Agustín. ¿Cómo puede haber algo más íntimo a mí que mí mismo? ¿Cómo puede haber algo que es más yo, por así decirlo, que yo mismo? «Ni yo mismo alcanzo a comprender lo que soy. Significa entonces que el alma es demasiado estrecha para contenerse a sí misma. ¿Pero dónde está la parte que no cabe en ella? ¿Acaso está fuera de ella y no en ella? ¿Cómo, entonces, no se puede abarcar?».
Puedo desconocer muchas cosas de mí mismo, pero que ignoremos lo más interior de nosotros es una cuestión misteriosísima. «¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?» dice el salmo. Aquí se está expresando este misterio. El yo se sorprende ante sí mismo y se encuentra como desdoblado porque se halla, por así decirlo, como ante alguien a quien desconoce, pero a la vez que reconoce como a sí mismo.
Hay un tipo de situación vital en la que se manifiesta de forma muy patente este desconcertante desconocimiento. Con la muerte sucede una gran conmoción del corazón. Ante el hecho de la muerte del cercano uno se da cuenta de cosas sobre uno mismo. Uno cree que había cosas que eran muy importantes en la vida, pero, ante esta «sacudida del corazón, ese orden se relativiza, y manifiesta que, para uno mismo, lo verdaderamente importante era algo otro. El orden de valoraciones personales que estructuraba la vida entra en crisis. Por eso mismo la conmoción del corazón implica una gran objetividad. El corazón se rinde ante algo que trasciende las propias preferencias y hábitos que llevaba hasta el momento.
Como lo removido es el corazón, toda la vida se halla conmovida. Uno se da cuenta de que ha vivido en la superficie. Que uno ha estado viviendo, por así decirlo, distraído en cosas marginales; que uno ha estado llevando una vida provisoria. Pero con la conmoción, el corazón exige un fundamento verdadero.[2]
San Agustín relata en las Confesiones una experiencia de esta índole: la muerte de su mejor amigo. Ante este hecho señala que su «corazón quedó ensombrecido por tanto dolor», y dice: «Estaba hecho un lío, preguntándome una y otra vez: ¿Por qué estás triste? ¿Por qué te conturbas? Pero no tenía respuesta» (IV, 4). Agustín comienza a mirar su corazón sorprendido, como desconociéndolo: «Aquí está mi corazón, oh, mi Dios. Mira dentro de él» (IV, 6). Con esta revelación del corazón se le relativizó todo lo que él creía muy importante en su vida:
Tampoco hallaba la paz en el canto, ni el juego, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni siquiera en los libros ni en los versos. […] «Así vine a ser una infeliz morada para mí mismo, donde ni podía estar ni de donde me era dado salir. ¿Podía caso mi corazón huir de mi corazón? ¿Adónde huir de mí mismo que no fuese tras de mí?»
¿Puede el corazón huir de sí mismo? ¿No es el verdadero yo el que se nos muestra con pasmosa evidencia en ciertas situaciones? ¿Cómo huir de mí mismo? Agustín ya vivía, como dijimos antes, de ciertas cosas, pero ante la conmoción de la muerte cae en la conciencia de la profundidad de su corazón y de lo que le exige para la vida. La vida desde la superficie se le manifestó como provisoria. Se trata de una revelación del corazón, revelación que también se puede dar en otras circunstancias, tales como el enamoramiento.
En el corazón se encuentra la memoria de Dios
Después de haber situado concisamente el concepto de corazón, tenemos que abordar la idea de que en el corazón habita Dios.
Ya que estamos con san Agustín, veamos unas palabras que dice un poco más adelante de la experiencia vital relatada:
«Alma mía, no seas vana. Que el oído de tu corazón no se haga sordo por el ruido de tu vanidad. Oye tú también al mismo Verbo que clama y te dice que vuelvas y que este es tu centro y lugar de inquietud imperturbable, donde el amor no se pierde, si no se le abandona» (IV, 11).
Hemos visto que, en el desconocimiento de uno mismo, hay un lugar en ese espacio muy íntimo, muy al centro, que, a la vez, abarca la totalidad de la persona y que misteriosamente también desconocemos. Hay algo en mí no puesto por mí y que no reconozco como ajeno. Aquí san Agustín está diciendo que este corazón le está exigiendo algo. Algo a lo que el mismo corazón no puede hacerse sordo. El corazón está demandándole algo a sí mismo, algo que lo tenía oculto mientras vivía en la superficie de su mismo edificio: un lugar donde el «amor no se pierde». Es ahora el yo más íntimo el que le está pidiendo que ponga su peso en el lugar donde puede llevarlo, un lugar donde puede reposar, que no es donde él creía estar: «vuelve, que este es tu centro y lugar de quietud imperturbable». La conmoción del corazón le ha traído presente la conciencia de la vida.
Santo Tomás nos dice que lo propio de la vida es moverse por sí mismo y que existen diferentes grados de vida: plantas, animales y el hombre (S.Th. I q.18 a.3 c.). Llega a afirmar que el hombre es más viviente porque de alguna manera se mueve más perfectamente a sí mismo. Es el mismo hombre el que se puede indicar fines: quiero hacer esto o lo otro. Por eso la vida del hombre es personal. Cada vida humana es distinta, a diferencia de los otros vivientes físicos. Hay algo que el hombre «fragua» en su interior y que orienta su vida. Sin embargo, santo Tomás dice que en el mismo hombre hay algo que él no decide, sino que le es impuesto por la naturaleza. Al hombre le es puesto por naturaleza «el último fin, que no puede dejar de querer». Por eso, desprende que el hombre se mueve perfectamente a sí mismo en comparación con el resto del universo físico, pero hay algo en lo que no se mueve a sí mismo, sino que es movido, nada más y nada menos que el fin último. En términos subjetivos, el fin último es la felicidad del hombre. Nada hay más nuclear en cada persona que el tema de la felicidad. Resulta que respecto a la felicidad el hombre es movido. Yo puedo elegir esto o lo otro, estudiar, estar con los amigos, dedicarme a jugar fútbol, pero hay algo en lo que yo no me muevo a mí mismo, sino que soy movido, pero esto en lo que soy movido es lo más íntimo, el deseo de felicidad. Hay algo más íntimo a mí mismo que yo, y que, misteriosamente me mueve a mí. No solo yo no elijo ser, sino que, además, no elijo lo que mi corazón demanda.
Ahora, vamos a san Agustín. Decíamos que luego de la muerte de su amigo, su propio corazón se volvió un misterio para sí; quería saber qué es lo que estaba buscando desde lo más profundo suyo. Esa misma búsqueda de la felicidad la identificó con su pregunta por Dios: «Cuando te busco a ti, Dios mío, estoy buscando la vida bienaventurada».
Para buscar a Dios se plantea el mismo problema de cómo llevar a cabo la búsqueda. ¿Cómo saber lo que anda buscando? Expresa esta situación poniendo el símil de la mujer que busca la dracma perdida. Para buscar algo perdido hay que tenerlo de alguna forma presente en la memoria, pues «una vez hallada, ¿cómo podría saber que era la misma si no se acordaba de ella?»
Y para intentar recordar algo olvidado no hay que haberlo olvidado del todo, de otra forma, tampoco podría reconocer que era eso lo que había olvidado cuando lo recuerde: «Nunca se puede decir que olvidamos totalmente una cosa, al menos cuando recordamos que la hemos olvidado. Si la hubiéramos olvidado del todo, ni siquiera seríamos capaces de buscar lo perdido» (X,19).
Ha dicho antes que para buscar algo perdido u olvidado hay que poseerlo de alguna forma en la memoria, de otra manera no habría cómo buscarlo. Luego, dice que cuando se busca a Dios se busca la vida feliz, aquella por la que vive el alma. Esto es algo que todo hombre desea, es decir, busca. Cada uno reconoce buscarlo como fondo de sus actos. Entonces, para buscarla hay que tenerla presente de alguna forma, es decir, hay que tener cierta memoria de la felicidad como para buscarla y reconocerla luego en aquello en lo que está. Hay una memoria de la felicidad. Pero si cuando busco a Dios lo que estoy buscando es la felicidad, es que existe entonces cierta memoria de Dios en nosotros, una presencia de Dios en el fondo del corazón. Esto es lo que santo Tomás dice que es aquello en lo que somos movidos.
Es decir, san Agustín, ha reconocido, ante la muerte de su amigo, un requerimiento de su corazón en lo más íntimo de su ser, algo que no domina, sino que le mueve. Esto mismo que le mueve desde lo más interior de su espacio interior es ya la presencia divina, que le ha creado, y que está en lo más íntimo de su ser como más íntimo que él mismo. Dice: «todavía hay en el hombre algunas cosas que el mismo espíritu del hombre no entiende. Sólo tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho». San Agustín se dio cuenta de que Dios quiere que «entremos en nuestro corazón y lo hallemos allí» (IV,12). Por eso puede decir: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba. (…) Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían lejos de ti todas esas cosas que no existirían si no tuvieran existencia en ti».
El Corazón de Cristo pide nuestro corazón
En el llamamiento a recuperar la importancia del corazón, nos parece que el Pontífice nos está haciendo reparar en la voz de lo más íntimo del hombre, lo más íntimo de cada persona: aquello que su corazón desea desde lo más profundo. Esta voz puede permanecer muy oculta por diversas razones. Entonces llevamos una vida desde la superficie, desconociéndonos en lo que somos. Esta vida provisoria no es capaz de fundamentar «un proyecto sólido para nuestra vida» (n.6).
Citando al papa Benedicto XVI, dice Francisco:
Toda persona necesita tener un «centro» de su vida, su manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo (n.80).
Cristo, aquél que haciéndose hombre ha venido a mostrar al mundo y a cada persona aquello que desde lo más profundo desea, también nos muestra el lugar desde donde debemos abrirnos para acoger esta noticia. Nos muestra cómo debe ser el corazón del hombre, nos muestra la plenitud a la que está llamada el ser humano: «Su deseo es que, impulsados por el Espíritu que brota de su Corazón, “con Él y en Él” vayamos al Padre. […] Eso mismo es lo que el Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca alimentar en nuestros corazones».
[1] Cf. Dilexit nos, n. 79. En cierto modo, a nuestro parecer, el filósofo Dietrich von Hildebrand ha acertado por adelantado en esta perspectiva del papa Francisco: «Sólo cuando comprendemos el papel que juega el corazón en la persona humana estamos en condiciones de percibir que el Sagrado Corazón nos presenta un aspecto especialmente profundo y significativo de la Encarnación». D. von Hildebrand, El corazón, 28.
[2] Como dice Von Hildebrand, «conmoverse, en su sentido genuino, es una de las experiencias afectivas más nobles: es el reblandecimiento de la propia aridez o insipidez de corazón, es una rendición ante las cosas grandes y nobles que provocan lágrimas. […] Conmoverse ante la belleza sublime de la naturaleza o del arte o de alguna virtud moral como la humildad o la caridad es permitir que penetre en nosotros la luz interior de tales valores y abrirse a su mensaje de lo alto. Es una rendición que implica reverencia, humildad y ternura». Op. cit., 42-43.