La encíclica Dilexit nos, y relativo a las declaraciones dogmáticas y el Magisterio romano sostenido desde el acto de consagración del género humano al Corazón de Jesús a nuestros días, sin atender las propias del papa Francisco, presenta sesenta y cinco referencias: siete, en la parte primera; veintinueve, en la tercera; y ocho y veintiuna, respectivamente en la cuarta y quinta. De entre las dogmáticas y conciliares, Éfeso y el II Constatinopolitano, así como el Trentino y el Vaticano II, atendiendo principalmente la constitución pastoral Gaudium et spes; con Pío VI, en su Auctorem fidei, vuelve sobre el culto a la imagen… Tocante más específicamente al Magisterio contemporáneo, el texto es pródigo, siendo san Juan Pablo II el más citado con independencia del lugar (veinticuatro citas del total de cincuenta y una).
Destaca de entre el mismo Magisterio los textos que, siendo nucleares en la devoción al Corazón de Jesús, se muestran como informantes del conjunto de la encíclica: Annum Sacrum, de León XIII (1899); Misserentissimus Redemptor, de Pío XI (1928); Haurietis aquas, de Pío XII (1956). El primero recibe cuatro referencias; el segundo, seis; y el tercero, diez; constando Misserentissimus en los apartados tercero, cuarto y quinto, los otros dos se refieren en el segundo y en el quinto. Ahora, y por razón de estos mismos textos –referencia expresa a santa Margarita María y al munus suavisimum–, nos parece exigido tener en cuenta la conmemoración por san Juan Pablo II de Annum Sacrum (Varsovia, 1999), así como las cartas al Padre general de la Compañía de Jesús, con motivo respectivamente del III centenario de dicho munus –san Juan Pablo II, Paray-le-Monial, 1986–, y del cincuentenario de Haurietis aquas –Benedicto XVI, Roma, 2006–, donde se ofrecen una lectura tanto de las enseñanzas de sus predecesores como de los actos eclesiales, al mismo tiempo que confirman la trascendencia y recepción por parte de la Iglesia de las revelaciones de Paray.
Sin abundar en este momento en los textos, indiquemos sucintamente que el objeto de los tres es uno y el mismo, el Sagrado Corazón de Jesús, variando los aspectos de consideración: Annum Sacrum, la consagración del género humano; Misserentissimus Redemptor, la reparación debida; Haurietis aquas, su confirmación, atendido el espíritu y la letra de Paray, saliendo al paso de objeciones y contestación creciente, y que conmemoraba el centenario de la universalidad litúrgica de la fiesta.
Hay interrelación formal entre consagración y reparación que es precisamente por donde concluirá la enseñanza del papa Francisco, «como entrega total al Reino».
La parte III, intitulada «Este es el Corazón que tanto amó», muestra en la devoción al Corazón de Cristo, desde la veneración de su imagen, la adoración de la misma Trinidad divina. Delimita el culto, trayendo a colación al venerable Pío XII y a León XIII, de manera que la devoción se dirige al mismo Jesucristo, en cuya imagen se destaca su Corazón, «signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es “signo o símbolo natural de su inmensa caridad”»[1], sin que obste, al contrario, el culto a su mismo Corazón viviente, «adorado “en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido”», «símbolo e imagen expresiva de la caridad infinita de Jesucristo», citando las palabras originales de León XIII: «Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis».
Más adelante se detiene la encíclica en la razón que viene a confirmar lo que en el sentir común se expresa «como centro afectivo del ser humano», y que Pío XII recordó cuando enseña que, referido al amor del Corazón de Jesús, éste «comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […] No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible»; imagen la del Corazón que comprende su triple amor, el divino infinito…, la caridad infundida en su alma,… su amor sensible, que operan unidos. Caridad de su Corazón que manifiesta la plenitud del Espíritu Santo que, habiendo sido prometido, nos fue dado de su costado, del que nació la Iglesia; texto este extraordinariamente notable, dado que refiere la conmemoración por san Juan Pablo II de la consagración llevada a cabo por S.S. León XIII, para incidir poco después cómo el Corazón de Jesús es revelación de la misericordia del Padre, de manera que por el Espíritu y en, por y con Cristo vayamos a quien es «manantial de todo amor auténtico».
Ahora refiere los tres textos trayendo citas nucleares de los mismos. Dados los límites del presente artículo no podemos recogerlas en la extensión de su literalidad: el Corazón de Cristo, nuevo lábaro, citando a León XIII en su significado histórico, «Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres»; norma de vida más perfecta, en palabras de Pío XI; síntesis de todo el misterio de nuestra Redención, declarando a Pío XII. Para explanar por extenso a este último: 1º, no aislar en nuestra vida cristiana la imagen del Corazón, sino adorarla en la luz del Evangelio; 2º, su fundamento y razón no es una revelación privada; 3º, ¿cómo no procurará «adorar juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano»?; 4º, lo contrario se corresponde con un «falso misticismo» que, despreciando todo lo humano, invoca cierto elitismo y nos situaría ante un Dios distante y lejano.
La parte IV se despliega bajo el enunciado «Amor que da de beber», y es una grandiosa exposición de la devoción a lo largo del conjunto de la historia. El primer capítulo, «Sed del amor de Dios», señala el Corazón de Jesús, fuente de vida, y reproduce las palabras de san Juan Pablo II dirigidas a la Compañía de Jesús: «los elementos esenciales de esta devoción pertenecen, de manera permanente, a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda su historia; pues desde el principio la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Cristo traspasado en la cruz»; para incidir en el munus dirigido expresamente a la Compañía en Paray, citando de nuevo a san Juan Pablo II: «”mantener un diálogo” con él, corazón a corazón, “es característico, gracias a los ejercicios espirituales, del dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del Corazón de Dios”».
Tocando un aspecto de la reparación, consolar el Corazón de Cristo, se apoya en la doctrina de Pío XI: 1º, en cuanto el acto de la redención «traspasa» y abarca todo tiempo y espacio; 2º, sin que obste, al contrario, el hecho de que la realidad presente de Jesucristo en el Cielo es gloriosa: «Mas —escribe el Papa Pío XI—, ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los Cielos? Respondemos con palabras de san Agustín: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo”»; 3º, el Evangelio es vida y no admite desconexiones que «no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que gozamos con el Resucitado».
En la parte V y última desgrana la respuesta que nos pide el Corazón de Dios, el Amor pide amor: «Amor por amor». Desenvuelve la reparación en toda su dimensión social como missio y es consecuencia de la misma respuesta como consagración: entrega a la tarea de la misión. Comienza por «Un lamento y un pedido», que vuelve sobre la enseñanza de Annum Sacrum en toda su dimensión, «Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna manera a mi amor… Así enseña León XIII, escribiendo que, mediante la imagen del Sagrado Corazón, la caridad de Cristo “nos incita a devolverle amor por amor”».
Se concreta, desde las heridas del Corazón de Cristo, en apertura a los demás, para lo que remite a la carta dirigida por S.S. Benedicto XVI a la Compañía, de modo que —apoyándose en Pío XII— si bien el único sacrificio de la cruz es infinito, «la Iglesia, que nace del Corazón de Cristo, prolonga y comunica en todos los tiempos y en todas partes los efectos de esa única pasión redentora, que orientan a las personas a la unión directa con el Señor». Y abre, retomando de nuevo la carta de san Juan Pablo II al Padre general de la Compañía de Jesús, la esperanza del Reino, «entregándonos junto al Corazón de Cristo, “sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo”; esto ciertamente implica que seamos capaces de “unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo”; pues bien, “esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador”».
Culmina en una propuesta desde Pío XI: enamorar al mundo, ofrendando «al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura», abriéndonos a «actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo»; de manera que «la reparación que ofrecemos es una participación que aceptamos libremente en su amor redentor y en su único sacrificio. Así completamos en nuestra carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y es el mismo Cristo quien prolonga a través de nosotros los efectos de su entrega total por amor».
La última referencia es a la conmemoración centenaria de Annum Sacrum por san Juan Pablo II, y donde, vinculando vitalmente consagración y reparación, primero define ésta como «la cooperación apostólica a la salvación del mundo», de tal manera que «la consagración al Corazón de Cristo se ha de poner en relación con la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino».