Casi al inicio de la Suma de teología, santo Tomás adelanta el plan de la obra y señala que la consideración de Dios abarca tres partes: aquello relativo a la esencia divina, lo que pertenece a la distinción de personas y la procesión de las criaturas… en otras palabras, al tratar sobre la creación, ¡lo hace dentro del estudio de Dios! Y no es casualidad. Chesterton decía que, si tuviésemos que añadir algún título al nombre de Tomás, probablemente sería «del Creador». En efecto, uno de los méritos más admirables del santo dominico fue pensar la creación sin contraponerla ni desvincularla del Creador, sino siempre remitiéndola a su principio, aunque reconociendo también su consistencia y autonomía. En un mundo donde se ha perdido en gran medida esta mirada contemplativa y sintética de la realidad, parece oportuno recuperar lo que los santos han conseguido descubrir en la creación.
La relación de la criatura con el creador en san Ignacio de Loyola
Podrían recorrerse numerosos caminos para lograrlo, pero un medio adecuado es la relectura de la «contemplación para alcanzar amor» de san Ignacio de Loyola a la luz de la metafísica tomasiana. En efecto, san Ignacio propone cuatro puntos para reconocer «tanto bien recibido» y en cada uno de ellos se refleja, de algún modo, esa admirable relación entre el Creador y la criatura tal como la concebía santo Tomás de Aquino. En otras palabras, desde la creación nos remontamos al Creador, porque la obra de Dios manifiesta su bondad.
En el primer punto san Ignacio nos propone «traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares» (EE 234), pero la intención no es primeramente admirar dichos bienes, sino caer en la cuenta del principio por el cual se comunican. Lo que subyace es la comunicatividad del bien divino que en último término se difunde para dársenos Él mismo. En esta difusión, por lo mismo, hay dos ideas implicadas. En primer lugar, todo lo que Dios ha creado es bueno y, por lo mismo, se nos ha dado como medio para progresar en el camino hacia el Creador. Esta visión supone la superación de raíz de toda tentación dualista y maniquea. Como dice santo Tomás, «las criaturas en cuanto tales no alejan de Dios, sino que conducen a Él; el hecho de que aparten no procede de ellas, sino de la culpa de los que neciamente usan de ellas» (STh I, q. 66, a. 1 ad3). En segundo lugar, el texto ignaciano invita no sólo a contemplar los beneficios recibidos, sino a caer en la cuenta de que en su misma dimensión de bondad son un signo de cómo «el mismo Señor desea darse». Es decir, los mismos bienes creados manifiestan el amor de Dios por su criatura espiritual, porque «el amor consiste en la comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede» (EE 231). La consideración de la creación remite al Creador como a su fuente, no sólo porque los bienes creados participan de la bondad de Dios (lo veremos en el cuarto punto), sino porque en su estructura nos hablan del sentido por el cual nos son dados, a saber, para recibir al Creador.
El segundo punto de la «contemplación para alcanzar amor» nos invita a mirar «cómo Dios habita en las criaturas» (EE 235). Este tema es un lugar clásico dentro de la teología católica y también santo Tomás de Aquino lo abordó en sus principales obras y, retomando una fórmula común, afirmó que Dios está en todas las cosas por esencia, presencia y potencia. Ahora bien, esta presencia no debe entenderse obviamente como un contacto físico o cuantitativo (propia de los entes materiales), sino que se realiza como un contacto virtual, según que la virtud del agente se comunica al efecto. Dios está en su creación como la causa está en el efecto, es decir, Dios está presente en todo lo que existe porque lo sostiene en el ser. Por la misma razón, la presencia divina es radicalmente distinta a cualquier otra presencia. Dios no sólo está en todas las criaturas, sino que también penetra todo lo que éstas son, porque el ser mismo, acto intensivo y fundamento de todo ente, proviene directamente de Él. Las implicaciones no sólo metafísicas, sino también espirituales, que se siguen de esta doctrina son considerables. El mundo no es simplemente obra de Dios, sino que en sí mismo remite a Dios y nos habla de su presencia porque «donde está la virtud de Dios, ahí está la esencia de Dios, ya que en Dios lo mismo es la esencia y la virtud» (Super Io, 13, l. 4, n. 1810). Además, la presencia de Dios no se reduce simplemente a esta causalidad del ser, pues «por encima de este modo común, hay otro especial que corresponde a la criatura racional, en la que se dice que Dios se encuentra como lo conocido en quien conoce y lo amado en quien ama, y porque, conociendo y amando, la criatura racional llega por su mismo obrar hasta el mismo Dios. Según este modo especial, no solamente se dice que Dios se encuentra en la criatura racional, sino también que está en ella como en su templo» (S.Th. I, q. 43, a. 3).
San Ignacio señala un tercer modo como podemos descubrir a Dios a partir de las criaturas, a saber, en cuanto «trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la faz de la tierra» (EE 236). El primer punto se ordenaba a considerar cómo todos los bienes proceden de la fuente divina y se ordenan a ella; el segundo, a mostrar la presencia de inmensidad de Dios y a descubrirlo en sus obras. Este tercer punto nos propone más directamente la consideración del gobierno divino y el modo como Dios conduce todas las cosas al fin, es decir, cómo la promoción de las criaturas al bien tiene su origen en Dios y cómo esta presencia causal funda la colaboración de la criatura. El Catecismo de la Iglesia católica resume esta idea diciendo que «es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador [que Él] actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: “Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque sin el Creador, la criatura se diluye» (CEC 308). Dos son las ideas que se desprenden de este texto. En primer lugar, Dios es la causa primera que sostiene y dirige el obrar de las criaturas, de tal modo que es la fuente de todo lo que hacen. Ahora bien, no sólo es la causa primera que mueve a las cosas a su operación, sino que a todas las dirige eficazmente a su bien. En este sentido, el designio de Dios se realiza infaliblemente porque como causa universal abarca toda acción de la criatura. En efecto, la voluntad divina que conduce las cosas al bien tiene en consideración todo aquello que puede producir la criatura y tiene también en cuenta los efectos resultantes, incluso sus fallos, pero todo lo hace concurrir a la realización de su designio. Pero, en segundo lugar, «Dios obra en las cosas, pero las cosas mismas tienen también su propia operación» (STh I, q. 105, a. 5), porque Dios no sólo da el ser a la criatura, sino que desea también que sea causa del bien para otros. Este es, quizás, uno de los elementos centrales de la metafísica tomasiana de la creación. En efecto, para santo Tomás la bondad del Creador se manifiesta no sólo en la constitución de las cosas, sino principalmente en el hecho de que las cosas pueden colaborar en la obra de Dios y ser también ellas causas del bien. Como gustaba citar a un comentador del Aquinate, «no hay nada más divino que ser hecho cooperador de Dios» (In Iam q. 44, a. 4, n. iv).
La contemplación ignaciana se ordena a una respuesta de amor por parte de la criatura
La contemplación ignaciana acaba invitando a «mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba» (EE 237), es decir, participan de Dios. La bondad de las criaturas no es una bondad absoluta, sino que apunta siempre al Creador. Como dice santo Tomás, «aquellas cosas que son por participación se reducen a aquello que es por esencia como en su causa; en efecto, todo aquello que está inflamado tiene la causa de su inflamación de algún modo en el fuego. Por tanto, puesto que sólo Dios es bueno por esencia […] todas las otras cosas obtienen la compleción de su bondad por cierta participación» (Comp. theol., I, c. 123). De algún modo, en este último punto se resumen y condensan todos los demás. Las criaturas no sólo son dones de Dios, sino que son bienes porque participan de Dios. Todo lo que podamos encontrar en la tierra no es sino un pálido reflejo del único bueno. En este sentido, la contemplación de la criatura manifiesta el origen de toda bondad en Dios y, por lo mismo, es un llamamiento a remitir siempre todo el bien a su fuente.
Ahora bien, la contemplación ignaciana no termina en el reconocimiento de la bondad divina, sino que por su misma dinámica se ordena a una respuesta de amor por parte de la criatura. «El amor consiste en comunicación de las dos partes» y justamente por eso nosotros debemos devolver a Dios amor por amor. Esta es la lógica de la comunicación: Él nos ha dado todo (se ha dado todo) y de algún modo también espera nuestro todo. No porque lo necesite, sino porque así podrá seguir colmándonos de bienes. Esta es la perspectiva de la última contemplación de los ejercicios, porque se sobreentiende que la creación entera, como manifestación de la bondad divina, no es término de nuestra actividad. Los múltiples dones que Dios nos ofrece no son para que nos quedemos en ellos, sino para que comprendamos que Él quiere establecer una relación de amistad con cada uno de nosotros.