El auge del ecologismo tanto en las agendas políticas como en la significación de las vidas de los hombres es, sin lugar a dudas, uno de los fenómenos más extraños que se ha producido en las últimas décadas. Lo que había empezado en los años 70 como un movimiento social y político minoritario y con una componente melancólica y tragedista es ahora uno de los elementos que dominan el debate público y da forma a una serie de dogmas tales como la teoría del calentamiento global y la transición ecológica o el debate sobre la reproducción humana y la explicación de fenómenos naturales violentos. Convertido en imperativo ético y también legal cabe preguntarse el significado más profundo de dicho fenómeno. Aquí no abordaremos tanto su preeminencia en las agendas globalistas y de los poderes transnacionales, sino más bien se pretende dar una explicación del ecologismo como una secularización religiosa de carácter panteísta. Como paso previo se dará razón de cómo el ecologismo ha llegado a llenar una carencia de significado en las vidas de las personas tras haberse trastocado su relación con la naturaleza.
Una nueva relación con la naturaleza
La relación del hombre moderno con la naturaleza puede analizarse por lo menos a través de tres grandes ejes: la domesticación de la naturaleza a través de la ciencia, la desmitificación del mundo y una nueva posición de lo humano en el cosmos.
Con respecto a lo primero, el desarrollo de la ciencia al principio de la Edad moderna y de su método para investigar al orden natural a través del experimento se orientaba a extraer el secreto de la misma naturaleza para así replicarlo, por lo menos teóricamente, infinitas veces sin cambio alguno. De este modo la naturaleza se convertía en una inmensa res extensa a descubrir para un fin objetivo y pragmático. Consecuencia de este enfoque racionalista, el universo y su orden perdían su carácter armónico y misterioso, portador de significados más profundos que la mera lógica física o química. El mismo hombre dejaba de participar de este orden, siendo ahora res cogitans, separado del orden natural ya mecanizado y objetivizado. La técnica era el instrumento para escudriñar más profundamente las leyes naturales pero cada vez más éstas se hacían incapaces de revelar un orden superior que no fuera meramente procedimental. El coste de este cambio fue inmenso para el hombre y en los siglos venideros y entroncaría con el fenómeno social de la migración masiva desde el entorno rural al urbano. En el mismo surco de la ciencia, este enorme movimiento poblacional, ensanchará la brecha entre el hombre y la naturaleza. Ya incapacitado para entender el orden de la naturaleza y acostumbado a una mirada hacia la naturaleza orientada a la operación sobre ella a través de la técnica, el hombre perdió su capacidad para recibir de la naturaleza una comprensión mínima del orden en el cual el mismo participa. La magnitud del universo conocido que llegó hasta las estrellas más lejanas (a distancias inconcebibles para nuestra capacidad de movimiento) y los enorme avances científicos en todos los ámbitos, lejos de aumentar la comprensión de la naturaleza y su significado, han dejado al ser humano sin capacidad alguna para entender su entorno y su misma participación en el orden natural. Este punto de llegada se resume muy bien en el concepto de «naturaleza muda» indicado por Sartre y expresado por tantos filósofos modernos. Este silencio es una incapacidad de la naturaleza para comunicar algo a los hombres, pues no participan más vivencialmente de ella. La emancipación moderna, que la ciencia ha promovido y desarrollado, es también una liberación de la naturaleza como constricción a nuestra libertad. Pero al mismo tiempo que se produce esta emancipación, el hombre se ve impedido de tener una relación armónica con la misma naturaleza y consigo mismos. Por esta razón, desmitificar la naturaleza despojándola de significados y valores que son expresión de un mundo superior, ha privado a los hombres de un acceso natural al orden universal y ha trastocado la misma relación hombre-naturaleza.
La consecuencia religiosa de la nueva relación hombre-naturaleza
La nueva incomunicabilidad entre el hombre y la naturaleza supuso una pérdida de significado que se reveló bien pronto insoportable para el hombre. El silenciamiento de la naturaleza como esfera de resonancia (Hartmut Rosa) y su reducción a medio de producción generó una angustia creciente acerca del lugar del hombre en el cosmos y de su acción. Vivir en un mundo desencantado que no tiene nada que compartir o comunicar al hombre que no sea la mera magnitud mecánica es una experiencia que inquieta y deshumaniza. El sacrificio de la naturaleza como fuente de significado en la vida de los hombres, su capacidad para orientar y comprender la propia existencia, es una laguna de sentido que difícilmente es asumible.
Este vacío existencial no tardó en generar una reacción religiosa, aunque de naturaleza secularizada. La relación del hombre con la naturaleza, ahora desprovista de significado trascendental, fue reconfigurada en términos de una nueva sacralización, donde la naturaleza dejó de ser un ente creado para convertirse en un absoluto, un «dios» inmanente que reclama reverencia y protección. Por esta razón, un nuevo sentido de naturaleza ya resignificado por este proceso de emancipación y reapropiación se asoma en la misma modernidad y tardomodernidad. Es una naturaleza a la cual «hay que volver» y que debe ser defendida, recuperada, escuchada. Se le dota de una personalidad, de un carácter, de una acción propia que asume cada vez más rasgos de venganza y rechazo de lo humano. El proceso antropomórfico de la naturaleza y su nueva capacidad de obrar y castigar se sintetizan en su divinización. La naturaleza, antes dominada y domesticada, se erige ahora como una nueva divinidad que inspira tanto reverencia como temor. Hartmut Rosa lo explica así: «estoy firmemente convencido de que la mala conciencia (poco articulada, pero eficaz en la práctica) de estar desoyendo la voz de la naturaleza con nuestro comportamiento productivista y orientado a la competencia genera un deseo colectivo inexpresado de hacerla nuevamente audible, de que vuelva a hablarnos».
De algún modo, este proceso secularizador-divinizante, tiene sus raíces en el protestantismo que, al haber desdivinizado el mundo a través de una lejanía insanable de Dios y al encontrarse así sin signos visibles de la salvación, ha dotado otros ámbitos de valor salvífico. Es conocida la interpretación de Max Weber sobre la vocación intramundana al trabajo y la acumulación del capital. Se podría usar el mismo patrón para explicar la nueva divinización de la naturaleza que se convierte así en un modo de comprensión de lo divino y de su voluntad. La falta de espacio simbólico y místico del protestantismo abrió las puertas a comprender a la naturaleza como un sustituto de lo divino para orientar al hombre. Y a la vez un nuevo espacio de comprensión de lo humano como un elemento a la vez ajeno y sometido a lo natural. Como si una nueva culpabilidad reconfigurara la relación de lo humano con lo natural: por haberlo desmitificado y reducido a mera mecánica ahora se representa como vengativo e implacable. La naturaleza, despojada de su dimensión sacra y transformada en objeto de explotación, retorna como juez severo, cargada de consecuencias que el hombre percibe como castigo. Esta nueva culpabilidad no solo redefine al ser humano como un invasor o intruso en el mundo natural, sino que también le asigna un papel subordinado, casi penitencial, en un universo donde la naturaleza ha recobrado un aura de sacralidad perdida.
En este contexto, la crisis ecológica actual actúa como un catalizador de esta visión. Las catástrofes naturales, el cambio climático y la degradación del medio ambiente se perciben no sólo como consecuencias de la acción humana, sino como indicios de una culpa moral colectiva que exige expiación. De este modo, se configura una narrativa donde el ecologismo, influido por esta secularización promovida por el protestantismo, no es sólo una respuesta práctica o política, sino también una respuesta espiritual.
Algunos rasgos religiosos del ecologismo
El ecologismo contemporáneo, aunque se presenta como un movimiento pragmático y científico, está profundamente marcado por sucedáneos religiosos que le confieren una dimensión espiritual secularizada. Diversos autores han contribuido a esta configuración con conceptos que dotan al discurso ecológico de elementos propios de una religión moderna. En general, se plantea una relación con el medioambiente como si se tratase de un ser vivo autónomo dotado de una acción propia. Por ejemplo, James Lovelock, a través de su conocida Hipótesis de Gaia, plantea que la Tierra es un organismo vivo, autorregulado y capaz de mantener el equilibrio del sistema planetario. Esta visión, como señala Lovelock, otorga a la naturaleza una capacidad de acción propia, casi divina, en la que el ser humano aparece como un elemento perturbador que debe ser controlado. Según Lovelock, «hay solo un contaminante: la gente» y el planeta, en su proceso de autorregulación, podría eventualmente seleccionar los elementos más aptos para su supervivencia, incluyendo la eliminación de aquellos que lo dañan. Después de que la ciencia moderna haya reducido la naturaleza a mero equilibrio de leyes y fuerzas, la ausencia de significados de este desencantamiento del mundo produce, como si fuera un péndulo, la aparición de una nueva divinidad que desafía al hombre y lo culpabiliza. De modo parecido, en la conocida Deep Ecology de Arne Naess se aboga por considerar lo humano como una parte de la red de la vida que para su realización debe identificarse con la naturaleza causando el menor impacto posible. El ecologismo genera sí una culpabilidad del hombre que solamente puede subsanarse a través de algún sacrificio: el decrecimiento feliz, la frugalidad auto-impuesta y la descarbonización manifiestan esta tendencia.
El recurso apocalíptico es también una constante. El padre del partido ecologista francés «Les Verts», René Dumont profetizaba seguro en el 1977 que los minerales se acabarían en un máximo de 50 años, el déficit de energía obligaría bien pronto a limitar nuestro crecimiento y que la humanidad estaría condenada a muerte en breve plazo si persiste en sus errores. Solamente la eliminación de los enemigos, los hombres en general, podría hacer tomar conciencia de la gravedad. Para este fin, se auspician «catástrofes a nivel mundial (…) con algunos centenares de muertos». El elemento malthusiano, con sus profecías apocalípticas acerca del futuro del mundo y de la humanidad, y que aboga por una reducción de la población humana en la tierra, se encuentra siempre muy vivo en el ecologismo. La muerte del hombre es el sacrificio salvífico que restaura la divinidad dañada.
En esta misma línea, otro importante teórico del ecologismo moderno, Robert Ardrey, afirma que la desaparición del hombre no debe lamentarse desde la visión de un mono erguido que somos.
Para poder encajar mejor con esta nueva visión religiosa, el que inventó la palabra «ecología», Ernst Haeckel (1834-1919) rechazó su antiguo catolicismo para abrazar la fe budista que mejor compatibilizaría la unidad de todos los seres vivos, destronando así al hombre.
También con otros medios culturales se vehicula la nueva relación hombre-naturaleza. La película Avatar, con su enorme potencial escénico, plantea una nueva fusión con la naturaleza a modo panteístico en la cual una red neuronal natural conecta a todos los seres vivos en una fusión mística con la totalidad de la vida y la energía del planeta.
En definitiva, el ecologismo es una respuesta a la secularización moderna causada por el nuevo método científico que desacralizaba la naturaleza. Frente al silencio cósmico que impide al hombre conocer su vinculación con Dios, consigo mismo y con el medio que habita, el ecologismo busca sacralizar la naturaleza a través de un panteísmo que oscila de modo ambivalente entre culto y castigo, entusiasmo naturalista y miedo ecológico. Este movimiento intenta resignificar la realidad y expiar la culpa de haber «silenciado [la naturaleza] como esfera de resonancia» y reducido su esencia a lo puramente utilitario y disponible, como señala Hartmut Rosa.