La Divina Providencia quiso que fuera España el pueblo que conquistara y evangelizara la mayor parte de América y otras regiones del mundo como las Filipinas. La corona española impulsó, gracias a la fortaleza y valentía de un pueblo con una tradición multisecular de defensa de la fe católica, la mayor expansión misionera de la Iglesia desde la época de los Apóstoles.
En poco más de cincuenta años desde la llegada de Colón al nuevo Mundo, España descubrió, exploró, conquistó y en buena parte pobló un territorio veinte veces mayor que la península Ibérica. En este período, un país que en aquel entonces tenía alrededor de 7 millones de habitantes, que además libraba una guerra en Europa, derrotó a dos imperios en América y creó el más longevo de los imperios ultramarinos manteniéndolo durante casi tres siglos frente al permanente acoso de Francia e Inglaterra.[1]
Este proceso excepcional en la historia de las colonizaciones estuvo claramente marcado por un espíritu de cruzada que supuso que uno de los principales objetivos de los conquistadores y pobladores fuera la evangelización de aquellos pueblos que no conocían a Cristo. Por ese motivo, en la historia de la conquista de las Indias encontramos hechos que no sucedieron en colonizaciones realizadas por otros países; como el mestizaje, la protección legal de los indígenas, la prohibición de la esclavitud o la rápida multiplicación de catedrales, universidades y hospitales a lo largo de todo el territorio conquistado.
El modelo virreinal del imperio español
El estilo imperial de España siguió un modelo virreinal fuertemente marcado por la tradición histórica de los siglos anteriores. España se trasplantó al nuevo mundo con la idea de fundar otra España. Como aquella tierra estaba habitada por pueblos cuya singularidad reconoció desde el principio la legislación española, el resultado del trasplante no fue un calco de la metrópoli, sino una realidad nueva que pronto adquirió sus propios rasgos singulares.[2]
Lo que España creó a través de sus virreinatos fue un verdadero imperio, diferente del colonialismo llevado a cabo por otros pueblos. Tal y como explica la escritora Elvira Roca Barea: “El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través de mestizaje cultural y de sangres. Con lo dicho, el colonialismo no tiene en común más que el movimiento de expansión inicial. No produjo ni mestizaje ni estabilidad. Es excluyente y basa su estructura en una diferencia radical entre colonia y metrópoli. Roma replica a Roma, como España replica a España…pero ni el colonialismo inglés ni el francés hicieron florecer otras Francias y otras Inglaterras”.[3]
Por lo tanto, lo que diferencia a la acción imperial de la colonialista es que, en el primer caso, una vez efectuada la conquista, el territorio y el pueblo conquistado no son considerados un botín. En el segundo caso, efectuada la conquista, el territorio y el pueblo conquistados serán siempre considerados un botín. La acción imperial produce mestizaje de sangre y de cultura; la acción colonialista segregación y/o exterminio. [4]
En este sentido, la historia demuestra que los métodos colonizadores españoles del siglo XVI-XVIII fueron distintos de las empresas colonizadoras europeas realizadas en los siglos XIX-XX, fuertemente marcadas por el imperialismo económico y la revolución industrial de la época. La misma colonización inglesa en América, cercana en el tiempo a la española, es diferente. Así aprecia las diferencias el historiador chileno Enrique Zorrilla: “Los objetivos propios de la Reforma y el sentido práctico de los ingleses contribuirán a diferenciar sustancialmente la actitud del clero puritano de la acción fervorosa de los frailes españoles y portugueses. La empresa espiritual hispana gira alrededor de la conversión, evangelización, y aculturación del indio, mientras el rígido idealismo intransigente de las sectas anglosajonas se desentiende del aborigen, atento a mantener la pureza de costumbres de los colonos blancos.
Ambas civilizaciones anhelan crear una nueva sociedad, pero mientras los anglosajones buscan y logran crear esa sociedad excluyente, segregando primero al indio y después al negro de la comunidad anglosajona, el hispano se fusiona de cuerpo y alma con las masas amerindias y africanas para integrarlas al seno de una nueva sociedad mestiza occidentalizada”.[5]
De esta manera, los españoles implantaron un modelo de dominio que iba mucho más allá de la explotación colonial y la construcción de factorías. El estatuto jurídico del Nuevo Mundo fue el de la unión real con la Corona de Castilla. Los nuevos territorios no pertenecían a Castilla, sino que estaban unidos a ella a través de la persona del rey y de los órganos gubernamentales que comparten. Por lo tanto, jurídicamente hablando, el Nuevo Mundo nunca fue una colonia de España y sus habitantes indígenas fueron tan súbditos de la Corona como lo eran los españoles peninsulares. El modelo básico del imperio español no fue lo que nosotros llamamos “colonial”, sino el de reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona.[6]
El uso de la palabra colonia utilizado en relación a otros países europeos implica estatutos jurídicos diferenciados con respecto al país europeo y la conciencia de ser dos realidades por completo distintas. Ese expansionismo se basa en la diferencia entre colonia y metrópoli y es totalmente diferente del español que, al ser imperial, avanza replicándose a si mismo e integrando territorios y poblaciones.[7]
La tradición de los Austrias de gobernar de manera descentralizada territorios muy diversos, respetando los usos y leyes de cada lugar, facilitó la organización posterior a la conquista. Esto permitió que las Indias fueran incorporadas a la corona de Castilla como verdaderos reinos, con derecho, instituciones y gobierno propio.
Los nuevos territorios fueron incorporados y organizados en forma de virreinatos. El primero, fue el de Nueva España que, fundado en 1535, abarcaba las Antillas, México y la América Central excepto Panamá, parte de los actuales Estados Unidos y después las Filipinas. En 1542 se creó el virreinato del Perú, que comprendía el subcontinente suramericano excepto la franja portuguesa más Panamá. En 1717 surgió el virreinato de Nueva Granada que incluía todo el territorio de las actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá. Finalmente, hubo un cuarto virreinato en América, el del Río de la Plata, creado en 1777, que separó del virreinato peruano territorios de las actuales Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay.[8]
La estructura política en los nuevos territorios se parecía mucho a la empleada en tiempos de la Reconquista, que se concretaba en instituciones como el cabildo, el municipio, la audiencia, la gobernación o el virreinato. El virrey respondía únicamente ante el rey y hacía las veces de éste en el territorio de su competencia. No era una figura nueva, ya que en la monarquía hispánica había virreyes en muchos lugares como Nápoles, Navarra, Cerdeña o Cataluña. Los virreyes tenían atribuciones amplísimas en sus territorios, pero siempre debían dar cuenta al Consejo de Indias, que dependía directamente de la corona.
El modelo virreinal funcionó bien durante tres siglos; resultado patente de su buen funcionamiento fue la gran cantidad de Universidades y Hospitales fundados a lo largo de todo el territorio.
España se preocupó de que la mejor educación en América fuera impartida a los indios y a los mestizos y no fueron pocas las Universidades que vieron la luz ya en los primeros años de funcionamiento de los virreinatos: fue a partir de 1538, con la Universidad de Santo Domingo, cuando España se lanzó a esta labor educativa. Desde entonces, se fundaron más de 30 universidades a lo largo del territorio. La mayoría de ellas seguía el modelo de la Universidad de Salamanca y gozaba de una gran autonomía y de un nivel científico similar a las europeas. En ellas estudiaron personas de todos los colores, castas y mezclas.[9]
Como referencia comparativa con otras colonias posteriores, sería necesario sumar la totalidad de las universidades creadas por Bélgica, Inglaterra, Alemania e Italia en la expansión colonial de los siglos XIX y XX para acercarse a la cifra de las universidades hispanoamericanas durante la época imperial.[10]
Asimismo, si hay algo que demuestra que América nunca fue vista como un botín para los españoles, es la decisión de sembrarla de hospitales y de desarrollar una política de protección social que abarcara a todas las razas y condiciones sociales.
El primer hospital en América lo abre Nicolás de Ovando en 1503 siguiendo instrucciones de los Reyes Católicos: “Haga en las poblaciones donde vea que fuere necesario casa para hospitales en que se acojan y curen así de los cristianos como de los indios”. Entre 1500 y 1550 se levantan en las Indias cerca de veinticinco hospitales grandes y un número mucho mayor de hospitales pequeños, muchos de las cuales siguen en pie y son patrimonio protegido. En el periodo imperial, era raro encontrar población de más de quinientos habitantes que no tuvieran su propio establecimiento hospitalario. Llama especialmente la atención el caso de Lima que por aquella época disponía de un sistema de protección social de referencia mundial con una cama por cada 101 habitantes.[11]
El espíritu de cruzada del pueblo español.
Como indicábamos al inicio del artículo, quiso la Divina Providencia que fuera España quien conquistara y evangelizara la mayor parte del continente americano y las Indias. No por casualidad el mismo año que se descubrió el nuevo continente fue en el que se llevó a término la Reconquista que durante ocho siglos marcó profundamente el carácter español.
Sorprende en gran medida a quienes se acercan a estudiar este periodo de la historia la rapidez con la que una pequeña minoría de soldados, colonos y frailes conquistaron, colonizaron y cristianizaron el continente americano. El historiados Claudio Sanchez Albornoz explica la clave de este hecho extraordinario refiriéndose a la singular historia medieval de España: “No, no fueron casuales ni el descubrimiento ni la conquista ni la colonización de América. (…) Es muy dudoso que otro pueblo con otra histórica tradición que el castellano a fines del siglo XV hubiese secundado esa empresa. (…) Difícilmente otro pueblo hubiese arriesgado las sumas que la aventuradisima empresa requería. Solo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero tras siglos de batallas y de empresas arriesgadas y con una hipersensibilidad religiosa extrema podía acometer la aventura.
“A través de ocho siglos, toda la historia de la monarquía castellana es también un tejido de conquistas, de fundaciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias ganadas, de expansión de la Iglesia: el trasplante de una raza, una lengua, una fe y una civilización. Al comenzar la Edad Moderna, cualquier pueblo europeo hubiera tenido que improvisar una política de expansión y de colonización, si hubiese descubierto América; cualquiera menos el pueblo castellano, rico en experiencia en empresas conquistadoras y colonizadoras.”[12]
En efecto, la empresa de la Reconquista, unitaria en cuanto al objetivo fundamental, fue una gesta eminentemente popular en la que el pueblo hizo suya la causa de ganar tierras al moro y suyo fue el principal protagonismo en el avance cristiano y en la consiguiente organización social y política. Sin este amplio protagonismo y experiencia política populares difícilmente se entiende cómo aquella minoría de hispanos, lejanísimos de la metrópoli, en un mundo nuevo en el que constantemente era necesario adaptar e improvisar, fueron capaces en pocas décadas de conquistar, organizar y asimilar un inmenso continente.[13]
Asimismo, el hondo espíritu religioso de los siglos de Reconquista marcaron profundamente el modo en el que se llevó a cabo la posterior conquista y evangelización. Tal y como explica Antonio Pérez–Mosso Nenninger: “En continuidad con la tradición multisecular de la Reconquista de avanzar predicar, bautizar en masa, levantar iglesias y, en definitiva, ganar almas a Cristo, debe situarse la rápida evangelización de América. A ello debe unirse el mestizaje sin trabas del reconquistador ibérico y el conquistador americano.
Solo desde esta perspectiva – la que contempla la inmensa transfusión de sangre, fe y cultura- puede explicarse lo que se reconoce como fenómeno único en la historia de las misiones de la Iglesia: la total conversión de los pueblos misionados. Ni en África, ni en Asia -a excepción de Filipinas-, se ha conocido algo similar. Hubo violencia, mucha violencia, codicia y rapiña, como en toda conquista, pero ello, no es ‘toda’ la historia ni la más significativa, la que alcanza a explicar el por qué de la profunda y arraigada religiosidad de los pueblos de la América actual. (…) Ninguna otra evangelización misionera emprendida por las naciones cristianas de Europa logró asimilar la totalidad de los pueblos misionados y construir una verdadera nueva cristiandad.” [14]
[1] ESPARZA, Jose Javier, La Cruzada del océano, Ed. La esfera de los libros, Madrid, 2015, p. 15.
[2] Ibid, p. 590.
[3] ROCA, Elvira, Imperiofobia y Leyenda Negra, Ed. Siruela, Madrid 2022, p. 492.
[4] GULLO, Marcelo, Madre Patria, Ed. Planeta, Barcelona, 2021, p. 78.
[5] ZORRILLA, Enrique, Gestación de Latinoamérica, Ed. Nuestramérica, Santiago de Chile, 1982, p 87s.
[6] ROCA, Elvira, Imperiofobia y Leyenda Negra, Ed. Siruela, Madrid, 2022, p. 320.
[7] Ibid., p. 321.
[8] ESPARZA, Jose Javier, La Cruzada del océano, Ed. La esfera de los libros, Madrid, 2015, p. 590s
[9] GULLO, Marcelo, Madre Patria, Ed. Planeta, Barcelona, 2021, p. 239s.
[10] ROCA, Elvira, Imperiofobia y Leyenda Negra, Ed. Siruela, Madrid, 2022, p. 330.
[11] Ibid, p. 327.
[12] SANCHEZ ALBORNOZ, Claudio, La Edad Media española y la empresa de América. Madrid, Cultura Hispánica, 1983.
[13] PEREZ-MOSSO, Antonio, Apuntes de Historia de la Iglesia, Vol. 3, Ed. Ulzama, Pamplona, 2018, p. 161.
[14] Ibid, p. 159.