CIENTO veinte años fue el tiempo que costó levantar la actual basílica de San Pedro del Vaticano. No está mal para el edificio que alberga la sede pontificia. Sin embargo, no deja de sorprender el hecho de que, en tan solo la mitad de tiempo, un reino que recientemente acababa de recuperar la totalidad de sus dominios venciendo al último reducto musulmán de la Península, incorporase a su corona todo un nuevo mundo. «¿Por qué un inmenso continente fue conquistado en tan breve tiempo?», se pregunta el P. Antonio Pérez-Mosso en sus Apuntes de Historia de la Iglesia. Responde diciendo: «solo en pequeña parte es atribuible a la superior tecnología europea. Las armas no eran tan desemejantes». Entonces, ¿cómo es posible que Cortés o Pizarro y sus escasos soldados derrotaran a todo un imperio como el azteca o el inca? La respuesta es sencilla: porque no estaban solos, contaban con la ayuda activa de una gran parte de los propios nativos, aquellos que durante tiempo habían estado sometidos a la opresión idolátrica azteca o al totalitarismo quechua. «La conquista la hicieron los indios», dice Marcelo Gullo parafraseando al mexicano José Vasconcelos, y es que frente a lo que la leyenda negra ha difundido acerca de la conquista, las Indias no eran la tierra que mana leche y miel y no conoce el ocaso. Al contrario, vivían en tinieblas y una Luz grande vino a ellos.
Paraíso indígena
ANTE todo, no debemos olvidar que los indios que habitaban América a finales del siglo XV no eran cavernícolas. Existía en estas sociedades precolombinas una realidad material y espiritual que sorprendió positivamente incluso a los propios españoles.
Los aztecas tejieron importantes redes de caminos, puentes y acueductos, practicaban el comercio en pequeños mercados y cultivaban empleando el sistema de terrazas. Además, eran grandes astrónomos y por la observación de los astros llegaron a crear un calendario de una gran exactitud. A su vez, los mayas levantaron formidables edificaciones como el templo de Kukulkán, construido sin recursos tan básicos como la polea. Y los incas se caracterizaron por desarrollar un práctico sistema de correo. Este se basaba en la colocación de puestos de relevo o tambos cada pocos kilómetros en los que vivían dos chaskis. Así, los documentos o mercancías podían viajar rápidamente por el imperio a unos diez kilómetros por hora.
En cuanto a la educación, a los niños se les enseñaban disciplinadamente virtudes como la castidad o la cortesía. También adquirían conocimientos de oratoria, con los que narrar grandes leyendas de tradición oral, y de higiene personal. Se les educaba en la religiosidad y veneración a las divinidades, llevaban a cabo prácticas de confesión de las propias culpas, mortificación y ayuno y eran verdaderamente austeros, hasta el punto de que el franciscano Motolinía decía que «su vida se contenta con muy poco».
Además, en Los hechos de los apóstoles de América, el P. José María Iraburu muestra los “valores espirituales indios” que tanto fascinaron a los españoles: «el trabajo y la paciencia, la abnegación familiar y el amor a los mayores y a los hijos, la capacidad de silencio contemplativo, el sentido de la gratuidad y de la fiesta».
Y lo más impresionante es que, con la llegada de los españoles, todo lo bueno que gozaba la América precolombina se vio mejorado: la agricultura produjo mayores frutos por la introducción de herramientas como el arado, las construcciones indias se vieron enaltecidas gracias al arco de medio punto y las cubiertas abovedadas, las comunicaciones y el transporte se agilizaron por medio la rueda, la educación alcanzó en muy poco tiempo niveles insospechados por la llegada de los libros, la imprenta y las universidades y los “valores indios” fueron elevados gracias al cristianismo.
Infierno pagano
NO obstante, a pesar de todo lo bueno que había y que, sin duda, sorprendió gratamente a los españoles, no debemos olvidar que en la América precolombina existía una realidad nefasta que causó, al menos, la misma sorpresa: la idolatría. De ella derivaban numerosos males que, durante tiempo, gran parte de los nativos padecieron.
Los dioses a los que los indios adoraban precisaban de sacrificios humanos para obrar su “providencia” y estos no eran un hecho aislado que ocurría cada solsticio de invierno, sino que eran un acontecimiento diario. En concreto, dentro del culto azteca, el sacrificio era fundamental para la supervivencia tanto de la humanidad como de la deidad. Así lo explica Marcelo Gullo, autor de Madre patria, afirmando que «si los hombres no han podido existir sin la creación de los dioses, estos a su vez necesitan que el hombre los mantenga con su propio sacrificio y les proporcione como alimento la sustancia mágica, la vida que se encuentra en la sangre y el corazón humanos».
Los sacrificios aztecas eran de lo más horrendos: los condenados, arrastrados de los pelos por sus verdugos, subían las altas pirámides bañadas por la sangre de aquellos que antes habían corrido su misma suerte. Una vez arriba, si no se los desollaba, se les aplicaba directamente el castigo: decapitación, golpe mortal en la cabeza o la “cardiectomía” —extirpación y ofrenda a los dioses del corazón aún palpitante—. La escena era todavía más espantosa si se sacrificaban niños, pues «si lloraban y echaban lágrimas, más alegrábanse los que los llevaban porque tomaban pronóstico que habían de tener muchas aguas en aquel año», cuenta Gullo citando a Zorrilla de San Martín. Entre todos, hay que destacar los sacrificios llevados a cabo en 1487 para celebrar la finalización de la construcción del templo de Tenochtitlán. Solo en los cuatro días de festejos perecieron más de veinte mil personas. Por su parte, los incas, si bien es cierto que no eran tan sanguinarios, igualaban a los aztecas en crueldad. Sus sacrificios humanos eran especialmente de niños. Estos perecían estrangulados, enterrados vivos o incluso atados y fulminados por un rayo en lo alto de una montaña.
Al servicio de la muerte
LOS sacrificios humanos no eran el único mal que los indios vivían, sino que entorno a él existían otros “males satélite” que estaban a su servicio.
El territorio precolombino estaba internamente fragmentado por numerosas guerras civiles. El caso de los incas es paradigmático, pues dentro del imperio se dieron numerosas rebeliones contra el poder totalitario quechua. Aimaras, chachapoyas, punaeños o cayambis fueron solo algunos de los protagonistas de las grandes rebeliones contra el imperio inca. Y es que la expansión territorial de imperios como el inca o, sobre todo, el azteca tenía como fin conseguir víctimas humanas para sus holocaustos. Así, por medio de la guerra, los grandes imperios conseguían prisioneros-ofrendas.
Otro de los más sorprendentes descubrimientos para los españoles fue que los indios practicaban la antropofagia. Escribe el P. Iraburu, citando a Salvador de Madariaga, que el canibalismo en las Indias estaba «unas veces limitado a ceremonias religiosas, otras veces revestido de religión para cubrir usos más amplios, y otras franco y abierto, sin relación necesaria con sacrificio alguno a los dioses». Tanto dentro como fuera del ámbito religioso, la abominación era terrible. Gullo describe cómo los aztecas asesinaban y comían diariamente a un gran número de hombres, mujeres y niños procedentes de los pueblos esclavizados y explica que, dentro del culto azteca, el propio banquete de las víctimas estaba reglado: el muslo derecho correspondía al emperador. A su vez, Fray Bernardino de Sahagún, contemporáneo de los conquistadores, se sorprendía de hasta dónde podía llegar la crueldad: «es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses».
Por último, la falta de una antropología que reconozca en el ser humano su verdadera dignidad hacía que a muchos indios se los tratase como a objetos. Lo hemos visto en los prisioneros, pero era igual de patente en el caso de las mujeres. Unas veces eran tratadas como bienes del Estado, siendo este el que las distribuía entre los hombres del imperio, y otras veces pertenecían a grandes reservas femeninas de personajes ilustres como Moctezuma.
Conclusión
SE dice que los indios, al ver las naves españolas, creyeron que se encontraban ante el retorno de los dioses. Y se dice bien: el único Dios verdadero viene a América por medio de sus ministros, está presente en su Esposa, la Iglesia, y se queda con ellos hasta el fin de los tiempos en la Eucaristía. 1492 fue el año de la llegada de Cristo a América. Con Él, la idolatría y todos los males que de ella derivaban vieron su muerte. La división tribal dio paso a la unidad de los indianos en el seno de la Iglesia, el canibalismo fue combatido por la dignificación del ser humano, el matrimonio hizo que hombres y mujeres se unieran y formaran una sola carne y los sacrificios humanos fueron sustituidos por el único sacrificio vivo y verdadero. Por eso, la llegada de los españoles a América, lejos de ser el infierno que nos han contado, fue el resonar de una frase: ¡indios! «Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación» (Lc 21, 28).