Espejo del alma» es llamada a menudo la literatura, pues en sus obras se refleja y sale a la luz lo más íntimo del hombre en todos los tiempos. Así como el estudio de la historia nos habla de los acontecimientos que han forjado nuestro presente, y el estudio de la filosofía nos muestra la evolución del pensamiento, también el estudio de la literatura nos revela las inquietudes de los hombres a lo largo del tiempo.
Como las demás artes, también la obra literaria pone de manifiesto una determinada visión del hombre: la del autor que la compuso y la de la época en que vivió. Pero la literatura es capaz de revelar también otra concepción del ser humano: la del público que lee o escucha la obra y la interpreta.
Así ocurre, por ejemplo, en la novela culminante de la literatura española: por una parte, se refleja la particular genialidad de Cervantes, gran admirador y a la vez detractor de la literatura caballeresca, imbuido de la visión cristiana y del panorama barroco propios de su tiempo. Por otra parte, según la perspectiva de cada época, don Quijote es visto como un loco idealista, un héroe paródico o el último gran caballero cristiano.
Por tanto, la diversidad de lecturas posibles es inabarcable. En este artículo, sin embargo, nos limitaremos a reseñar algunos autores y obras que reflejan visiones contrapuestas del ser humano, y esto en los dos ámbitos que son quizá el objeto fundamental de la literatura: el amor y la muerte.
En efecto, casi todas las obras literarias podemos decir que acaban tratando uno de estos dos temas, a menudo ambos: cómo el hombre desea amar y ser amado, y cómo se enfrenta a la muerte. Y es también en estas encrucijadas donde se revelan más claramente las dos concepciones opuestas del hombre: la visión cristiana en la que Dios crea al hombre por amor a su imagen y semejanza y lo llama a la eterna bienaventuranza, frente a los humanismos ateos en los que predomina una visión pesimista del hombre, arrojado a una existencia sin esperanza de plenitud y salvación.
Aunque generalizando, se puede decir que estas dos concepciones ofrecen su propio ars amandi, pero también su propio ars moriendi. Sobre estos dos tópicos universales, cada época, corriente artística y autor ha tomado postura. Por eso, resulta siempre interesante contraponer algunas de las obras más significativas sobre el amor divino y humano, sobre el destino del hombre y sobre su actitud ante la muerte.
Ars amandi en la literatura: el amor divino
No podríamos iniciar esta comparación sino partiendo de la más alta cumbre de la poesía: la obra mística de san Juan de la Cruz. Toda la lírica amorosa occidental apunta como a su ideal al amor perfectamente correspondido que expresa el carmelita en toda su obra: desde el Cántico espiritual hasta los más sencillos poemillas «vueltos a lo divino», como el popular El pastorcico. Admirado por todos los autores posteriores, su poesía mística es reconocida como la más excelsa expresión estética del amor divino y humano. Precisamente por esto, resulta significativo comparar sus versos con los de Juan Ramón Jiménez, otro poeta que en pleno siglo xx intenta escribir también su propia poesía mística.
Así, la poesía de san Juan de la Cruz describe el camino de ascesis espiritual que emprende el alma cuando
«En una noche oscura
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada» ;
sigue sin errar su ascenso guiada por la luz del amor de Dios, pues
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía, adonde
me esperaba quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía»;
y alcanza finalmente la unión mística, una gracia inefable que anticipa ya la eterna bienaventuranza:
Amado con amada,
amada en el Amado transformada.»
Frente al gozo de este encuentro pleno entre el alma y Dios, Juan Ramón Jiménez expresa el ansia de la búsqueda:
«Partimos de Dios
en busca de Dios,
sin saber qué buscamos.
El dios con minúscula,
el dios bajo cielo,
el cielo que es mar,
sobre aire que es cielo,
¡entre aire y marcielo,
y que es pleamar, y que es pleacielo!»
En la poesía mística de Juan Ramón, el alma no es elevada hasta Dios, sino que se proyecta en un «dios con minúscula»:
«El dios deseante,
el dios deseado,
– ¡el dios deseado y deseante! –
me trae este Dios,
un dios Dios tan DIOS,
¡un dios: DIOS DIOS DIOS!
… que al cabo de todos los cabos,
que al borde de todos los bordes
un día encontramos.
Cada vez más suelto, y más desasido;
cada vez más libre, más ¡y más! ¡y más!
a una libertad de puertas de Dios.
Y entonces la puerta se abre… y ¡más libertad!
[…]
¡Se me está viniendo Dios
en inminencia del alma!
¡Se me está acercando Dios
en inminencia de amor!
¡Se me está llegando Dios
en inminencia de Dios!»
Esta concepción de Dios entre el panteísmo y el intelectualismo manifiesta la profunda crisis espiritual del autor y de su época. Pero las consecuencias de esta crisis alcanzan también al otro amor en que se refleja el amor divino: el amor humano. Esto es, el deseo de ser mirado, perdonado y deseado por otro en quien de algún modo se encarna también el amor de Dios.
Ars amandi en la literatura: el amor humano
A lo largo de la historia de la literatura, la temática fundamental ha sido el amor, y especialmente el sufrimiento por un amor que siempre es inevitablemente limitado e imperfecto. Pero precisamente por ser tan universal la expresión de este sentimiento, es menos evidente la contraposición entre estas dos visiones a las que nos venimos refiriendo. El dolor que provoca un amor desordenado está presente en toda la historia literaria: desde el «loco amor» del Arcipreste de Hita al amor neoplatónico de Garcilaso («Yo no nací sino para quereros» ), el cual está también en la raíz del Romanticismo, que es a su vez origen de la concepción del amor en nuestros días.
Por eso, más que comparar dos momentos históricos distintos, resulta significativo confrontar a dos autores contemporáneos entre sí: Dulce María Loynaz (1902-1997), escritora cubana católica, y Luis Cernuda (1902-1963), poeta español de la Generación del 27. Como tantos otros antes y después de ellos, estos dos autores exponen en su poesía su propio ars amandi, describiendo cómo es el amor al que aspiran.
Para Cernuda, el amor es
«…este afán que exige un
dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente»
por eso, ante el sufrimiento sólo desea hallarse
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los
siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel
terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras
crece el tormento.»
Mientras que para Dulce María Loynaz,
«Amor es ponerse de almohada
para el cansancio de cada día;
es ponerse de sol vivo
en el ansia de la semilla ciega
que perdió el rumbo de la luz
aprisionada por su tierra,
vencida por su misma tierra…
Amor es desenredar marañas
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Amor es este amar lo que nos duele,
lo que nos sangra bien dentro…
Es entrarse en la entraña de la noche
y adivinarle la estrella en germen…
¡La esperanza de la estrella!..
Amor es amar desde la raíz negra.
Amor es perdonar;
y lo que es más que perdonar,
es comprender…
Amor es apretarse a la cruz,
y clavarse a la cruz,
y morir y resucitar…
¡Amor es resucitar!»
El contraste no puede ser mayor: frente al aniquilamiento de un amor que es posesión, sacrificio sin redención, estéril y letal, encontramos otro amor que buscando el bien de otro se hace oblativo y vivifica, inspirado en el amor de Cristo. Se trata de dos poetas contemporáneos y que se encuentran en un panorama literario similar, por lo que esta diferencia debe atribuirse a sus diversas experiencias vitales tanto como a su educación.
Algo semejante ocurre si comparamos las obras de otros autores de la misma época pero con visiones opuestas del ser humano: Jorge Manrique, autor de las Coplas a la muerte de su padre (1476), y Fernando de Rojas, autor anónimo de La Celestina (1499). A través de estas dos obras, publicadas con pocos años de diferencia, nos adentramos en el otro gran tema de la literatura: la muerte – y el arte de prepararse para morir.
Ars moriendi en la literatura
Aunque tan conocidos, siempre es bueno repetir los versos de Manrique para despertar nuestras almas:
«Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.»
Aún emocionado por la reciente muerte de su padre, el poeta nos muestra cómo debemos vivir preparándonos para la muerte:
«Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Sólo unos años más tarde, la alcahueta Celestina propone un modo de vida totalmente distinto: «A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo». Este afán de poseer y gozar los placeres y bienes materiales resuena, a pesar de la distancia de siglos, como un eco en nuestro mundo moderno. Pero cuando llega el instante supremo de enfrentarse a la muerte, estos dos modos de vivir dictan también la actitud al morir. En La Celestina, la desesperación de Pleberio ante el suicidio de su hija no encuentra consuelo, pues aunque consciente de ello, sigue fiándose sólo de los engaños del mundo:
«¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! […] Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar. […] Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti conociendo tus falacias, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas 12 Fernando de Rojas, La Celestina (1499) nuestras flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién tendrá en regalos mis años, que caducan? ¡Oh amor, amor!, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos. […] ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? […] ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?»
En fuerte contraste, el hijo poeta que es Manrique admira en su padre la serena aceptación cristiana con que se enfrenta al último instante de su vida, cuando don Rodrigo responde a la muerte que viene a llamarlo:
-«No tengamos tiempo ya
en esta vida mezquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera,
es locura.»
Junto a este, el otro gran ejemplo de una buena muerte en la literatura castellana es la de don Quijote:
«En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu.»15
El ejemplo del Quijote: la vocación a la eternidad.
Pero no sólo en el momento de su muerte es ejemplar don Quijote, sino que todo su camino como caballero loco acaba resultando digno de admiración. A pesar de la locura del protagonista y de la intención paródica de la novela, concebida como un ataque a los libros de caballerías, El Quijote no deja de ser un reflejo genial de la visión cristiana del ser humano. Desde su crítica al amor cortés –raíz del amor romántico– hasta su concepción del ideal y del destino del hombre, la obra de Cervantes muestra cómo incluso en la enfermedad y las adversidades, cada persona está llamada a cumplir su vocación.
En efecto, este se puede considerar uno de los grandes temas de la novela: la vocación; una vocación que don Quijote empieza a descubrir a sus cincuenta años y no acaba de entender hasta pocos días antes de su muerte. Así, frente al mal y la injusticia, el viejo hidalgo, lector apasionado de libros de caballerías, cree descubrir que su vocación es convertirse en caballero andante «así para el aumento de su honra como para el servicio de su república».
Pocos años antes, otro autor anónimo quizá más culto que Cervantes nos ofrecía una salida muy distinta ante los males de una sociedad injusta: el Lazarillo nos enseña que, ante la adversidad, el único modo de medrar es con engaño e hipocresía. Frente al pícaro Lázaro de Tormes que aprende que, sólo con mentira, los desfavorecidos «con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto», el loco don Quijote enseña a defender la verdad hasta estar dispuesto a entregar la vida. Así lo proclama con voz debilitada pero firme cuando es vencido por el Caballero de la Blanca Luna: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra».
Una enseñanza semejante nos ofrece Segismundo en La vida es sueño, cuando despierta encerrado tras entregarse al libertinaje y al vicio en la corte. La experiencia le enseña que «aun en sueños / no se pierde el hacer bien».
Por tanto, ambos personajes, el caballero loco y el príncipe encerrado, nos enseñan un modo de vivir en todo opuesto al hedonismo de nuestro mundo: ejercitar la virtud y el dominio de sí para alcanzar la gloria.
Esta regla de vida, sin embargo, aún resulta imperfecta y, de hecho, representa sólo un primer paso en la vida cristiana. No se trata únicamente de ejercitarse en las virtudes cardinales: la prudencia y la templanza que adquiere Segismundo mediante la reflexión y la renuncia a Rosaura; la fortaleza y la justicia que son los mayores atributos de don Quijote. Ambos protagonistas descubren que para cumplir de verdad su vocación es necesario aspirar más allá de la gloria humana: «Acudamos a lo eterno»20, dice Segismundo. Y don Quijote reconoce hablando con Sancho:
«Los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».
Es por eso que estas dos obras barrocas –junto con otras grandes obras de la literatura– encarnan una antropología verdaderamente cristiana: a pesar de su debilidad y sus pecados, los personajes descubren que están llamados a un destino más alto que el éxito terrenal o el vacío existencial. Al contrario que el poeta que tres siglos más tarde cantará «Caminante, no hay camino, /se hace camino al andar», Cervantes y Calderón reconocen un camino que les guía al Cielo.
Cada obra literaria, en la que el autor colabora con Dios Creador al producir belleza en el mundo, contribuye a reflejar la gracia o el pecado que habita en el alma del hombre. Por eso, siguiendo el consejo de Alonso Quijano el Bueno en su lecho de muerte, conviene huir de aquellos libros que puedan turbarnos, «leyendo otros que sean luz del alma».