También ha sido éste del 2024 un verano caliente en Inglaterra. El pasado 29 de julio un chico de 17 años, hijo de inmigrantes ruandeses, asesinaba a puñaladas a tres niñas de seis, siete y nueve años y hería a ocho personas más en Southport, cerca de Liverpool. Era la chispa que hizo estallar violentas protestas contra el imparable crecimiento de la violencia relacionada con población inmigrante o con sus descendientes y que se saldaron con decenas de policías y manifestantes heridos. Unos disturbios que han sacado a la luz las profundas divisiones de la sociedad británica en torno a la cuestión de la inmigración y de la incapacidad de la clase política para dar respuestas a los problemas que ésta genera. Y es que, a pesar de la promesa del Brexit de «retomar el control» de las fronteras para limitar la inmigración, fue en 2023, bajo un gobierno conservador, cuando se batió el récord de entradas de inmigrantes legales en el Reino Unido, que alcanzaron la cifra de 700.000. Esta inmigración masiva no contaba con el apoyo de la mayoría del pueblo británico, pero cualquiera que se opusiera a ella era tachado de racista.
La realidad se ha encargado de poner las cosas en su sitio. Quienes viven en Londres saben que los apuñalamientos son una amenaza diaria, que la delincuencia campa a sus anchas y que si se oyen gritos hay que correr lo más rápido posible, sin volverse para mirar atrás. En Londres, en sólo un año, los delitos con arma blanca han aumentado un 20%, una cifra similar al aumento experimentado en el resto del país, superando la cifra de 50.000 ataques al año. Estos delitos suelen estar relacionados con el terrorismo islámico, las bandas de inmigrantes y las pandillas juveniles.
Durante mucho tiempo el Reino Unido experimentó altos niveles de inmigración sin, al parecer, pagar las consecuencias. A diferencia de Francia, el país ofrecía una imagen de multiculturalismo feliz, con sus comunidades de inmigrantes visibles pero integradas. Algunos advertían de que aquello era pura fachada y acabaría por estallar. Eran denostados pero tenían razón: estamos asistiendo ahora al fracaso del proyecto social denominado «multiculturalismo». Desde los años 60 el Reino Unido había adoptado una visión de la sociedad basada en «la búsqueda de una coexistencia pacífica entre las diferentes comunidades que componen el país». Se pretendía construir una sociedad basada en la suma de culturas, historias, religiones e identidades extremadamente diversas. Se trataba de un proyecto político en el que el peso de lo colectivo pretendía no imponerse nunca a la individualidad, una idea de sociedad en la que la dinámica de la tolerancia se elevaba a la categoría de valor primordial y la esperanza en el «enriquecimiento mutuo» pretendía ser la única garantía de armonía social. Ya en 2011, el primer ministro británico David Cameron señaló el innegable fracaso del multiculturalismo, generador de una sociedad que ya no comparte nada que la pueda unir, compuesta por comunidades que conviven indiferentes las unas a las otras y acaban enfrentadas, de un mundo en el que la tolerancia a toda costa llega a tolerar atrocidades con tal de no aparecer como racista o xenófobo.
Estos disturbios ocurren en una Inglaterra agobiada por la superpoblación en las cárceles, lo que llevó al nuevo primer ministro laborista, Keir Starmer, a aprobar a principios de julio una medida «vacía cárceles» que prevé la excarcelación de los presos que hayan cumplido al menos el 40% de su condena, bajando así el requisito que ahora está en el 50%. Las cárceles se vacían, sí, pero para dejar espacio a los nuevos reclusos, más de mil, relacionados con los disturbios de este agosto. Pero entre estos últimos no sólo están los autores materiales de actos vandálicos, incendios y destrucción de bienes. También están los acusados de «incitación al odio», ese elástico concepto que puede llegar hasta extremos insospechados. El ejemplo de David Spring es muy significativo: ferroviario jubilado de 61 años, ha sido condenado a 18 meses de cárcel por blasfemar contra Alá en una de las primeras protestas en Londres, cerca de Downing Street, el pasado 31 de julio. Al menos no va a ser ejecutado, como le habría sucedido en Paquistán. Los crímenes de odio, además, no se limitan a lo expresado en la calle durante las manifestaciones que acabaron en graves disturbios, también se extienden a todo aquello que se publique en redes sociales. Keir Starmer advirtió de que «no sólo quienes están personalmente implicados [en los disturbios], sino también quienes lo están remotamente, son culpables». En Inglaterra basta un tweet equivocado para acabar en la cárcel; el Ministerio del Interior lo dice explícitamente en su campaña de sensibilización «Think before you post» (piensa antes de publicar). El gobierno se muestra incapaz de devolver la seguridad a la población británica