QUIEN a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta». Estos conocidos versos de santa Teresa de Jesús (1515-1582), que tan verdaderos son para la vida personal, también lo son para la vida social. Porque quien tiene a Dios lo tiene todo, y quien carece de Dios, carece de todo. Aquel «todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo», del apóstol Pablo, expresa esta honda convicción: en Dios está la Vida, fuera de Él solo hay muerte.
Esto, que podemos ver en la vida personal, también es perceptible en la vida social: cuando las realidades temporales se ordenan a Dios, éstas se hacen fecundas y luminosas; cuando, por el contrario, se alejan de Él, se tornan estériles y oscuras. Así lo observamos en la política, la economía, la cultura…
Diversos han sido los autores que, de una forma u otra, lo han señalado. Un buen ejemplo fue, ya hace décadas, Hans Graf Huyn, autor del libro Seréis como dioses (cuya lectura recomendamos vivamente). En él, este autor marca cuatro momentos históricos en los que el hombre se ha ido alejando de Dios, y ello ha tenido consecuencias en todas las esferas de la vida personal y social, hasta llegar a nuestra época. Estos cuatro momentos fueron el Renacimiento italiano, la Ilustración, la Revolución francesa y los comienzos del siglo XX. Veámoslo de forma sintética en el arte, centrándonos en la arquitectura, la música y la pintura. Cuando el arte mira a Dios, se eleva y engrandece; cuando le da la espalda, se degrada y envilece. Cuando el arte mira a Dios aflora la belleza, y el hombre encuentra su plenitud; cuando el arte se aparta de Dios se marchita la belleza, y también la imagen que el hombre tiene de sí mismo.
En concreto, la ruptura del hombre moderno con Dios ha traído la degradación no ya de las formas políticas, con el inicio de una época marcada por el conflicto permanente y los totalitarismos, sino también la de las formas artísticas, propiciando el paso de una era de continua búsqueda de la belleza (pensemos en el gótico y el barroco, como casos paradigmáticos) a una de confusión y fealdad como patrones del «arte» (basta echar un vistazo a la producción artística predominante del último siglo).
Arquitectura
En el origen del arte podemos ver dos motivaciones: el culto a Dios y la honra a los difuntos. Así vemos cómo la arquitectura, «el arte originario, adoración a Dios que se materializa en piedra», desde los tiempos antiguos, ha crecido con la mirada hacia Dios: pirámides en Egipto, templos en Grecia, iglesias, monasterios y catedrales en la Cristiandad… Por supuesto junto a otras manifestaciones, pero siempre teniendo a éstas como el culmen de belleza y magnitud.
Con el Renacimiento aparecen los primeros síntomas diferenciales, pero es en la Ilustración donde la ruptura se hace más evidente: a partir de entonces se tiende a lo abstracto, se impone la forma geométrica: «ya la edificación no debe ser una corporeización sensitiva –porque esto ahora es tachado de impuro y engañoso– sino un exponente del pensamiento en el sentido de una expresión abstracta» (Baumgarten).
Esta geometrización y este predominio de lo abstracto abonaron el terreno propicio para edificaciones frías y alejadas del hombre, donde podemos englobar la gran mayoría de las realizaciones en este campo, tanto en lo que atañe a viviendas como a los propios edificios públicos: pensemos en las sedes de la administración, en los centros comerciales, edificios de ofi cinas… y también, por desgracia, no pocos templos.
De igual modo, en los siglos recientes, de forma paulatina, «avanza un declinar cualitativo de las obras cuya expresión arquitectónica se ve absolutizada en cada caso y elevada a la condición de ídolo. Al principio estuvieron las iglesias, junto a los mausoleos y los palacios; siguieron los museos, teatros, recintos de la bolsa y estaciones ferroviarias, y al término de todo vendrían las salas de máquinas».
Es decir, nos encontramos con un modo de construir alejado de Dios y del propio hombre, donde la belleza ha ido menguado con el correr del tiempo, y al mismo tiempo cómo las jerarquías dentro de la propia ciudad han ido cambiando: si en una ciudad del siglo XIII, por ejemplo, quedaba clara la preeminencia del templo respecto al resto del conjunto urbano, en una del siglo XXI, por lo general, son los rascacielos y/o edificios de ocio (centros comerciales, estadios deportivos…) los que acaparan el protagonismo. Es, sin duda, una materialización de la inversión cultural que se ha producido en la modernidad con respecto a los siglos precedentes.
Y, de esta forma, podemos afirmar que una ciudad sin Dios es una ciudad sin belleza. Cualquiera puede apreciar la correlación, y quien tenga una mirada despierta, la causalidad.
Música
Como escribe Hans Graf Huyn, «la música es oración. En la música se expresa del modo más intenso el desenvolvimiento del espíritu occidental. La unisonancia dentro de la armonía y la polifonía funde su propia historia con la historia de Occidente (…) Así como lo fue la arquitectura y otras manifestaciones del arte, la música en su origen constituyó una forma de alabar a Dios».
De hecho, Johann Sebastian Bach ya afirmó que «el sentido y la causa final de toda música no puede consistir sino en dar gloria a Dios y recrear el ánimo. Cuando a esto no se atiende, en lugar de existir música verdadera hay solamente estridencias y murgas demoníacas».
Por su parte, recuerda el propio Hans Graf Huyn que «Goethe consideró la santidad de la música eclesiástica como uno de los ejes, junto con la alegría de los aires populares, en torno a los que gira la verdadera música».
Prueba de todo esto es una larga tradición musical que alcanzó hermosísimas cotas de belleza con el canto gregoriano, el polifónico, la obra de compositores como Bach, Mozart, Vivaldi… y un largo y aún abierto etcétera.
Frente a ello, la Ilustración comenzó a secularizar la música, de tal manera que dicha música «no ha de servir ya para dar gloria a Dios, sino para imitar a la naturaleza, despertar sentimientos y hacer una reproducción de sones y ruidos sin afectividad». Con compositores de la fama e importancia de Beethoven o Wagner se trazó una senda que conduce a la situación en la que nos encontramos hoy: una producción musical que, alejada de Dios, se ha alejado de la belleza de la armonía, y por supuesto de la belleza de las propias letras.
Con cuánta frecuencia constatamos actualmente el predominio de estilos musicales que, lejos de elevar la mirada del corazón del hombre hacia lo alto, lo conducen a excitar sus pasiones y vicios; lejos de serenarlo y centrarlo, lo dispersan, turban y aturden. Lo que en la arquitectura veíamos, también observamos en la música, en términos generales.
Pintura
Un proceso similar al de la arquitectura y la música podemos constatar en el campo de la pintura. ¿Acaso no hemos sido testigos de la belleza que han sido capaces de plasmar en sus obras numerosos pintores a lo largo de la historia? Pensemos, por ejemplo, en pintores de nuestra tierra: Murillo, Velázquez, Zurbarán, entre otros tantos. Antes de ellos tenemos los frescos anónimos del románico, las miniaturas de los códices medievales, el trabajo de los vitrales de las catedrales… Antes y después, como en paralelo, tenemos los tapices, las esculturas, la orfebrería…
Aquí, igualmente, con el Renacimiento empieza a cambiar la situación: ahora asumen un papel diverso, cobrando protagonismo, temas profanos y de mitología clásica, la mirada comienza a ser diferente. Sin duda, e igual sucede en la arquitectura y en la música, asistimos todavía a grandes realizaciones técnicas e incluso temáticas, pero se dejan entrever otras orientaciones, diferentes a la tradición previa.
Con todo, será en el XVIII cuando veamos de forma latente la ruptura: «Francisco de Goya: éste será el pintor que emprenda una revolución en la pintura». Esto lo vemos cuando en dos series de pinturas, Sueños y disparates, «hacen irrupción los componentes demoníacos». Como dice Hans Sedlmayr: «es la primera vez que un artista describe abiertamente y sin reparos el mundo de las cosas desprovistas de lógica. Sueños y disparates son las series que revelan el secreto, no sólo de su obra, sino, más ampliamente, de la esencia del arte contemporáneo».
Y así, Hetzer nos hace ver cómo Goya nos muestra al hombre, «brutalmente, no ya como una imagen de Dios, sino desposeído de lo humano; y, si es un hombre muerto, como cuerpo cadavérico del que hay que deshacerse». Después de Goya van sucediéndose diversos pintores que, en su rechazo a Dios, confieren al arte y al artista (a los que divinizan), una misión salvadora. Pero el resultado de la «muerte de Dios» será la «muerte del arte»: «cuando el expresionismo trastorne la realidad, vendrá el cubismo a desarticular la forma; el dadaísmo a constituirse como el arte del absurdo, y el surrealismo a perforar las capas de lo abisal y lo inconsciente». Por solo mencionar algunas de las principales corrientes artísticas del siglo xx.
Son iluminadoras las palabras de Othmar Spann: «El haberse perdido la fe en la inmortalidad [en los tiempos recientes] es en la historia un hecho espiritual de cuya trascendencia no podemos hacer un aprecio suficiente. En ello está la clave que permite comprender todo el decurso cultural de la Ilustración; especialmente la historia del arte del siglo y medio precedente, y más en particular de los cincuenta últimos años, que han visto el hegemónico dominio del llamado «modernismo» en el arte: interna vaciedad; rudeza y a la vez marrullería en las producciones; ahogamiento de lo bello con la estimulación de los sentidos y apetitos, y, en fi n y sobre todo, irrupción de lo morboso… Pero hay que decir algo todavía, y es que, con lo morboso, aparece a menudo lo siniestro. Con esto se descubre por completo la postrera estación del desmoronamiento del arte: el satanismo». De un modo u otro, todos tendremos presente hasta qué punto se ha degradado la pintura actual, oscureciéndose, no ya la imagen de Dios, sino la del propio hombre, siendo ausentes el rostro, la belleza, la armonía… Y así, como causa y consecuencia de esta degradación, ha venido acompañada una degradación del propio hombre, convertido en mercancía artística en no pocas ocasiones (body-painting, performances, pornografía…).
Volver a Cristo, volver al arte
Lo que constatamos en los ámbitos mencionados, y en otros también, es un olvido de Dios de funestas consecuencias. Dicho esto, ¿hay razones para la esperanza? En primer lugar, quede claro que, gracias a Dios, a pesar de las tendencias predominantes, se han ido realizando verdaderas obras artísticas en estos últimos siglos que merecen dicho calificativo de forma plena. En segundo lugar, hay que añadir que sí hay razones para la esperanza. ¿Cuáles? La vuelta a Cristo. En la medida en que los hombres reconduzcan su mirada y contemplen el rostro de Jesús, y su Corazón que ama a los hombres, redescubrirán, junto con la verdad y el bien, la belleza.
Así, es hermoso y acertado pensar que, junto a una restauración de Cristo en los corazones de los hombres, las familias y las naciones, se producirá, en efecto, un renacer de los diversos ámbitos de la vida personal y social. ¿Cómo podría ser de otro modo? Si por el olvido de Dios vino la muerte del arte, por el reconocimiento del Creador y Redentor vendrá un renacimiento de las manifestaciones artísticas, de tal modo que éstas transmitan, de forma genial, toda la grandeza que están llamadas a comunicar.
En términos parecidos se expresa Othmar Spann: «La pérdida de la fe en la inmortalidad, en cuanto es para el arte perder la ligazón con lo anterior, nos instruye no sólo acerca del pasado, sino también y aún más respecto a los deberes del presente. La reconstitución del arte se nos muestra tarea infinitamente ardua, que no podrá empezar directamente en el mundo de lo artístico, sino que partirá desde sus presupuestos espirituales. Se ve con claridad dónde hay que disponer la palanca. Sin una conversión profunda, sin una orientación metafísica de todas las labores formativas, sin un restablecimiento del hombre nunca se logrará una remodelación del arte.
El hombre necesita volver a pensar en su grandeza. Tan sólo por virtud de esa grandiosa realidad que el hombre es, como ser enraizado en lo divino y portador de una misión en la tierra, podrá también el arte elevarse al nivel del ideal».
Contemplando a Cristo, Camino, Verdad y Vida, el más bello de los hombres, podrá el arte resurgir con nuevo esplendor, y así podremos admirar una nueva belleza en nuestras ciudades, en la música que acompña nuestro día a día, en la pintura que plasma la realidad que, de un modo u otro, podemos contemplar, y en el resto de esferas de la producción artística