UN dualismo estéril impide a menudo plantear en los términos adecuados la cuestión acerca de la cualidad moral de la naturaleza humana. No hace mucho recibí a unos jóvenes que participaban en un club de debate cuya pregunta era ¿es bueno o malo el ser humano? Ya se sabe que en esos ejercicios de retórica y persuasión poco importa la verdad de las cosas, pero en este caso el planteamiento dialéctico resultaba especialmente desorientador. En los manuales de filosofía y en la opinión pública «culta», por decirlo así, se da por supuesto que la pregunta tiene dos únicas y antitéticas respuestas, la de Hobbes y la de Rousseau. Hasta qué punto sea cierto lo de Hobbes lo veremos enseguida. Pero desde luego el buen salvaje de Rousseau no es bueno en sentido moral y ni siquiera se puede decir que sea propiamente hombre, puesto que también en Rousseau, como en todo el pensamiento político moderno, el hombre fuera del Estado no es nada.
Antes de que Hobbes desplegara todo su artificial sistema filosófico, había sido necesario que Maquiavelo descubriera –o más bien inventara– un nuevo continente: «comparaba su éxito con los de hombres como Colón. Reclamaba para sí la gloria de haber descubierto un nuevo continente moral. Su pretensión tenía fundamentos suficientes: sus enseñanzas políticas eran “completamente nuevas”. El único punto que quedaba por aclarar era si el nuevo continente era humanamente habitable» (Leo Strauss, Qué es filosofía política). Maquiavelo se presenta a sí mismo como un innovador y hace alarde constantemente de estar diciendo cosas que no se han dicho nunca. Tal es un rasgo común, por cierto, a todo el pensamiento moderno. Además, presume de realismo. Pero ¿qué tipo de realidad es la que él afirma revelar? Veamos lo que dice en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. La realidad es en tal obra, por ejemplo, que «todos los hombres son malos», o que «la naturaleza de los hombres es ambiciosa y suspicaz y no sabe poner límite a la fortuna» o incluso que los hombres ni siquiera «saben ser del todo malvados ni del todo buenos». Más famosa, pero igual de infame, es esta cita de El príncipe: «No puede, por tanto, un señor prudente –ni debe– guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero –puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra– tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya». La posición de Maquiavelo resulta en definitiva un puro cinismo donde no hay más bien y mal que el propio éxito, entendido como la capacidad de hacer la propia voluntad por encima de la de los demás.
Thomas Hobbes, principal heredero de Maquiavelo, nos presenta al hombre movido principalmente por sus pasiones, y de éstas, sobre todo por el miedo y en especial el miedo a la muerte violenta. No hay un bien en el horizonte, no hay un fin último, solo hay causalidad eficiente. El miedo nos mueve como empujándonos, es un resorte psicológico que nos lleva siempre a desear aquellas situaciones en que nos sintamos a salvo. No hay nada atractivo en el vivir. Antes de la vida civil, la vida del hombre es pura lucha por la supervivencia, sin sentido de lo justo ni de lo injusto. El miedo a la violencia ajena conduce al famoso pacto social por el que es instituido la persona artificial que es el Estado. Las leyes establecidas por el Estado serán las que determinen qué es justo y bueno, qué es injusto y malo. No hay moralidad fuera de las coordenadas fijadas por el Estado, que, por supuesto, no se guía por un orden natural que le ilumine, sino más bien al contrario, se presenta como artífice de aquello que la naturaleza, y por tanto Dios, no ha sabido hacer eficazmente. El Estado-Leviatán hobbessiano, aquel en el que todos los ciudadanos cumplen escrupulosamente las órdenes del soberano, aquel en el que nadie recurre a la violencia, del que tal persona artificial es único velador, es el modo perfecto de existencia humana. Los hombres así ya no necesitarán de un dios inmortal, les bastará con ese dios mortal, ese monstruo bajo el cual todo el poder en la tierra se le ha sometido. De ahí que Hobbes afirme, en el De cive, lo siguiente: «Por cierto que con razón se han dicho estas dos cosas: el hombre es un dios para el hombre [Homo homini Deus], y el hombre es un lobo para el hombre [Homo homini lupus]. El primer dicho se aplica a la conducta de los ciudadanos; el segundo, a la de los estados entre sí. En el primer caso, por la justicia, la caridad y las virtudes de la paz, se aproximan a la semejanza con Dios; en el segundo, por la depravación de los malos, incluso los buenos tienen que recurrir, si quieren protegerse, a las virtudes de la guerra y el engaño, esto es, a la rapacidad animal». De modo que, si bien el pacto por el que se instituye el Estado parece sacarnos de la guerra de todos contra todos, resulta que la existencia misma de los Estados es inseparable de nuevas guerras, exteriores e interiores, por las que siguen aflorando tarde o temprano el engaño y la violencia. Y no vayamos a pensar que eso le parece mal a Hobbes, sino que eso es en lo que consiste, según él, el verdadero derecho natural: «Y es el derecho natural que surge de la necesidad de propia conservación el que impide que esa rapacidad sea un vicio, aunque los hombres se la reprochen mutuamente por su inclinación innata a proyectar en los demás sus acciones, viéndolas como en un espejo: la derecha a la izquierda y viceversa». Para Hobbes no hay posibilidad de distinguir objetivamente la bondad y la maldad moral. De ahí que tampoco sea posible distinguir entre un gobernante recto y un tirano. Lo justo y lo injusto resultarán meramente de la concurrencia de voluntades en parte enfrentadas y en parte concordes con capacidad para gestionar exitosamente el Estado. En la línea de Hobbes, otros pensadores británicos posteriores como David Hume contribuyeron a crear el mito de que en la vida política no hay principio moral que valga y hay que legislar desde el presupuesto de que todos los hombres son malos y, si pudieran, harían todo el mal que estuviera en sus manos: «Al elaborar un sistema de gobierno y fi jar los diversos contrapesos de la constitución, debe suponerse que todo hombre es un sinvergüenza y no tiene otro fi n en sus acciones que el interés privado. Mediante este interés hemos de gobernarlo y, por medio de él, hacerle cooperar al bien público, a pesar de su insaciable avaricia y ambición» (De la independencia del Parlamento). También el utilitarismo de Bentham y Stuart Mill consagra el principio de que solo el placer y el dolor son los soberanos de nuestra voluntad.
Quien ingenuamente cree luchar por ideales más altos, se está engañando: «La naturaleza ha situado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos.
Por un lado, la medida de lo correcto y lo incorrecto y, por otro lado, la cadena de causas y efectos están atadas a su trono. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos y en todo lo que pensamos: todos los esfuerzos que podamos hacer para librarnos de esta sujeción sólo servirán para demostrarla y confirmarla. Un hombre podrá abjurar con palabras de su imperio, pero en realidad permanecerá igualmente sujeto a él.
El principio de la utilidad reconoce esta sujeción y la asume para el establecimiento de este sistema, cuyo objeto es erigir la construcción de la felicidad por medio de la razón y la ley. Los sistemas que intentan cuestionarlo tratan con sonidos en vez de sentidos, con caprichos en vez de razón, con oscuridad en vez de luz» (Sobre el principio de utilidad). También en la filosofía continental, la imagen del hombre malvado por naturaleza se desarrolló con cada vez más fuerza. Arthur Schopenhauer, con un tono transgresor y provocador, se burlaba así de toda inocencia: «Por naturaleza, el egoísmo carece de límites. El hombre no tiene más que un deseo absoluto: conservar su existencia, librarse de todo dolor y hasta de toda privación. Lo que quiere es la mayor suma posible de bienestar, la posesión de todos los goces que es capaz de imaginar, los cuales se ingenia por variar y desarrollar incesantemente. Todo obstáculo que se alza entre su egoísmo y sus concupiscencias excita su mal humor, su cólera, su odio; es un enemigo a quien hay que aplastar. Quisiera en lo posible gozar de todo, poseerlo todo, y cuando no, querría por lo menos dominarlo todo. “Todo para mí, nada para los demás”, es su divisa». (El amor, las mujeres y la muerte).
Para quien todavía piense que la filosofía moderna es optimista, veamos para finalizar lo que dice acerca del tema uno de los grandes mitos del mundo contemporáneo: Sigmund Freud. En una de sus obras de madurez, El malestar en la cultura, renueva explícitamente la fe en el homo homini lupus hobbessiano. En realidad, el verdadero objetivo de Freud es la imagen cristiana del hombre. De ahí que encontremos la reflexión sobre la maldad intrínseca del hombre en el contexto de una a uno mismo: «¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? (…) Merecería mi amor [el prójimo] si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva, entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo». Se ve cómo Freud confunde el amor de caridad cristiano con la falsa filantropía moderna, de modo semejante a lo que le ocurrió antes a Friedrich Nietzsche. Pero lo más llamativo de Freud viene a continuación, cuando afirma: «Existe un segundo mandamiento que me parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta: “Amarás a tus enemigos”. Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al rechazarlo como pretensión aún menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo mismo que el primero». Es decir, el otro es siempre un enemigo o, como diría más tarde Sartre, «el Infierno es el otro». Por eso todo mandato del amor al prójimo es antinatural e imposible de cumplir. Por todo ello concluye Freud: «el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este dicho, después de todas las experiencias de la vida y de la historia?». Para Freud el monstruo que hay en el hombre a menudo está oculto, pero no por eso deja de estar operativo. E incluso a veces se manifiesta en toda su crudeza. Queda así ofrecida una panorámica sucinta de cómo la filosofía moderna alberga una concepción tremendamente negativa del ser humano. Se trata de una antropología en la que no solo ha desaparecido la posibilidad de la gracia redentora, sino que el fondo mismo de la naturaleza humana se juzga malvado, despreciable y peligroso.