Para fijar la atención de los lectores en este hermoso asunto, nos hemos propuesto considerar tres ocasiones, en las cuales la adoración de la Señora a su divino Hijo resulta más intensa, y atrae más a quien la medita: es a saber, la Encarnación y la gestación del Niño Dios, la institución del Santísimo Sacramento, y la estación de María al pie de la cruz.
La relación de la Virgen María con su hijo en la Encarnación
No se trata en el primero solamente del momento preciso de la Encarnación, sino también del tiempo en que el Salvador del mundo permaneció en el seno materno, que fue la primera custodia en que Jesús-Hostia se hospedó durante nueve meses, practicando allí una verdadera comunión de vida espiritual y de coexistencia material con la Virgen desde el 25 de marzo hasta el 25 de diciembre. Porque la Encarnación del Verbo es, por otra parte, una relación íntima de Jesús con la naturaleza humana, y más especialmente con su purísima Madre.
Hemos querido examinarlo ahora por los efectos que el misterio debió ocasionar a la inmaculada Señora.
La comunión intrauterina del Hijo de Dios con la Señora no los ha fundido en uno, pues continuaron personalmente diversos. Pero la unión de afectos, la de pensamientos, la de almas y la de cuerpo, y en fin, la consanguinidad, produjo la coexistencia armónica de la Madre y el Hijo, que sólo conjeturarse puede, y que es lo que nos proponemos demostrar, porque el Verbo divino, al tomar carne de María, mediante la sombra del Espíritu Santo, quiso depender de ella en su humanidad, viviendo de la propia sangre de la Virgen Santísima, durante los nueve meses a que nos referimos. Se mantuvieron por tanto tan reunidos como el continente y el contenido y tuvieron cierta material identidad en la sustancia corporal según se infiere durante la permanencia del Verbo divino hecho hombre, en el claustro materno.
Ante tal colección de maravillas que produjo este orden natural, no pudo haber mayor milagro que el de someterse el autor de la naturaleza a sus leyes, encerrándose en ellas el autor del universo y ciertamente pudiera exclamarse con el profeta: ¡Quedaos estupefactos! ¡oh, cielos! Y puertas del cielo desolaos vehementemente. ¿Qué criatura, a excepción de María alcanzó jamás tal favor? ¿Quién es ésta que procede y se adelanta desde el Oriente de su creación especial, como la aurora delante del sol? ¿Qué clase de belleza interior tuvo esta Señora para atraer al Rey de los siglos a su seno virginal, encerrándose por nueve meses en este tabernáculo? Y si el misterio se explica por el amor de Dios al hombre, y singularmente a su madre, dada esta maravilla, y el mar de gracias que supone ¿cómo correspondería, cómo amaría, cómo adoraría la Virgen Purísima a su Dios que era su Hijo, en retorno de tanta merced?…
María, adoradora del Santísimo Sacramento
Cuanto más se trata de penetrar, o mejor de vislumbrar este misterio inefable de la adoración de María Santísima al Santísimo Sacramento, más lejos se ve el propósito de comprenderlo.
Si para todos los que le reciben dijo el Señor en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él», ¿Qué sería en la Santísima Virgen? ¿Cómo puede formarse idea de los quilates y de la profundidad de aquella unión? Y esto supuesto, ¿a qué grado de humildad, de reverencia, de gratitud, de santidad, de unificación, habrá llegado María en esta comunión?
Recibió como hermana nuestra y de nuestra carne la visita eucarística de su divino Hijo; recibió para dar y comunicar por su intercesión a sus congéneres los hombres; agradeció por sí misma y por nosotros cuanto puede ser en una criatura mortal; retribuyó a Dios lo que del mismo Dios recibía; fue nuestro modelo y nuestra verdadera Reina en aquel momento felicísimo de su comunión; y bajo este concepto fue su comunión un abismo de gracia, un portento de liberalidad, un milagro de humildad, un monte elevadísimo de perfección, un hogar incandescente de amor divino y una beatitud anticipada, que era en alguna manera congruente a sus merecimientos; y en fin, se realizó en María literalmente la vida de Dios en ella y de ella en Dios anunciada en los Evangelios.
Todas esas someras indicaciones son propias para formar como un bosquejo del suceso que ponderamos. ¡Qué comunión!, ¡qué adoración!, ¡qué efectos habrá producido en la Hija del Rey!, ¡qué beneficio podremos reportar de semejante acontecimiento!
Figurémonos a la Santísima Virgen como sagrario transparente en que se volvió a aposentar el Hijo de Dios hecho hombre; conmemoremos las afinidades espirituales y aun corporales que la Madre consanguínea atesoraba hacia el Hijo de sus entrañas, en su ser como disposición del recibimiento que le hizo en esta primera comunión eucarística y segundo advenimiento del Verbo al seno virginal, y por este camino será asequible el intento de conjeturar lo que sea inconjeturable, el venturoso misterio.
María, adoradora al pie de la cruz
Una de las más bellas figuras del cristianismo es María Santísima, Madre de Dios, al pie de la cruz, de su divino Hijo. Y podemos añadir que es la más relevante situación en que pudo hallarse para nuestro asunto.
Por otra parte, de la llaga del costado y del Corazón de Jesucristo nació la santa Iglesia, esposa de sangre del Señor, y su Madre debía asistir a esta maravillosa producción en que también fue parte la Santísima Virgen María, testigo de aquella cruenta e infinitamente trascendental escena.
No venimos, por tanto, a considerar sólo los dolores de María Santísima en tan aflictiva situación, y a avalorar sus penas como mujer y como madre, y Madre de Dios, si no a buscar en esta pasión dolorosísima por inmediación, y en el eco que aquella tuvo en el corazón maternal, la fuente, digamos así, del don eucarístico del que fue moralmente cooperadora de voluntad María, aceptando resignada y paciente los tormentos y la muerte de Jesús, su Hijo, que aumentaron los quilates del Sacramento augusto de nuestros altares, pues que la Pasión viene engarzada como preciosísima perla en la sacrosanta Hostia, y a la Pasión cooperó la Señora de un modo sublime y superior a todo encomio.
Hay aquí un martirio del Corazón purísimo de María, una sublime resignación de la mujer y de la madre, una voluntad animosa que acepta y una representación de la humanidad que celebra, por decirlo de algún modo, el desposorio sangriento del Salvador con la Santa Iglesia y con el alma humana, a cuyas bodas asiste y en ella funciona. Como parte la Madre de Dios, ya como coeficiente, ya como aceptante, ya como redimida, ya como co-redentora.
Se trata de un haz de maravillas de amor que hacen un ramo de flores místicas, cuyo aroma se puede percibir en una detenida meditación. Hay allí, en el monte de mirra de la Pasión, una espada para el corazón de la Madre, sobre quien repercuten los tormentos del Hijo de un modo a la vez sublime y glorioso, y en el seno materno se opera una concepción de dolores en que la Señora nos adoptó por un doble ministerio maternal, como Madre de Dios, y como madre nuestra por adopción. Este arcano de dolor y de amor se recomienda a nuestro afecto.
Pero hay todavía otro arcano en esta solemne ocasión, arcano que Dios nos permita expresar de algún modo. Aludimos a la adoración sublime que la Madre de Dios hizo en aquella oportunidad, dando gracias al Señor del inapreciable beneficio de la Redención a que concurría, de la parte que en ella la daba, de los frutos copiosos y sobre abundantísimo rescate que su divino Hijo pagaba en aquel momento por los pecados de los hombres. Tanto merecían la gloria que a Dios resultaba de la muerte y Pasión del Salvador, por el honor a su divina Majestad, que el sacrificio de su Hijo unigénito Jesucristo sobre la cruz le daba, y en fin, los frutos de aquel inefable suceso, en la suerte eterna de los elegidos, que sin la Redención no hubieran podido jamás ver a Dios ni eximirse de las tristes consecuencias del pecado original.
Hay más, porque la misericordiosa Madre de Dios hubo de tener la ciencia infusa de las gloriosas conquistas del Señor crucificado contra las malas artes y asechanzas del diablo.
A partir de esta consideración se produce otra consecuencia, y es que María debió comprender y conocer las legiones de hombres que debían salvarse, y que debían utilizar, por tanto, el beneficio de la Redención y de ello debió dar gracias al Señor.
En punto a nuestro objeto, y procediendo lógicamente, se descubre todavía un horizonte más grande.
Porque María hubo de conocer los quilates de merecimientos y de eficacia que la sagrada Eucaristía recibió de la Pasión, los que habían de utilizar tan alta merced, y en una palabra, hubo de conocer cuánto Dios se lo otorgó, las pléyades de los comulgantes, sus adelantamientos y los progresos en la virtud que se harían en todos los siglos en virtud del santísimo Sacramento, y en fin, la progenie espiritual del banquete eucarístico, elevando la Señora gracias a Dios por esta su gran gloria y por los esplendores de los santos mártires, los confesores, los doctores y las vírgenes, que en todos los siglos habían de honrar este sacramento de amor y adelantar en la perfección a beneficio de este alimento sobre sustancial.
A esta segunda y misteriosa Encarnación hecha en el altar por la pronunciación de las palabras, asistió María en espíritu y en profecía desde el pie de la cruz, y en nombre propio, como Madre en segundo grado de la sacratísima Hostia, y en nombre nuestro como Madre de adopción, hubo de dirigir al Cielo fervientes homenajes por tan inmerecida liberalidad, congratulándose de haber dado a luz y concebido por obra del Espíritu Santo aquel pan vivo que permanecerá hasta la consumación de los siglos, y que en segundo término es producto de María, nació de ella para darse, y llegó en el Santísimo Sacramento al último punto del amor, ofreciéndosenos para la comunión.
María, Madre del Salvador y madre de la Eucaristía
Sin la Santísima Virgen, dado el plan divino, no se puede suponer el misterio eucarístico, porque si era persona indispensable para la Encarnación del Verbo divino, dado el caso que debía nacer de una mujer, lo cual es dogmático e innegable, sin la Encarnación primera, digamos así, no se pudo verificar la segunda sobre el altar. Desde la Concepción Inmaculada de María, que es el primer fundamento de la Encarnación del Verbo divino, hasta el descenso al altar de Jesús, no hay solución de continuidad. De la carne y sangre de la Señora, concebida sin pecado original, fue tomada la xarne y sangre de su santísimo Hijo por la sombra del Espíritu Santo, mediante el consentimiento de la gloriosísima Madre de Dios; y de esta carne y sangre de Jesús crucificado y exangüe en el Calvario, se origina el misterio del altar en donde se halla real y sustancialmente la misma carne y la misma sangre; la primera en la Hostia, la segunda en el cáliz.
Con esta sola observación hay datos para inferir que la Madre venturosa de Jesús, lo es de Jesús-Hostia, ultimo estado del Hijo consustancial al Eterno Padre como Dios, y consustancial a María en cuanto hombre porque los diversos estados del Hijo no le quitan su filiación y su consanguinidad con su Madre.
Dedúcese, por lo tanto, que la Madre de Jesús conserva, por decirlo de alguna manera, sus fueros de Madre en el estado eucarístico, y puede bajo diversos aspectos llamarse la Madre del Salvador y la Eucaristía.
Por otra parte, María no fue solo causa física sino también espiritual; pues como dice un Santo Padre, concibió a su Hijo antes en su mente que en su cuerpo virginal; ni fue tampoco causa inconsciente, pues asintió libremente al misterio de la Encarnación del Verbo divino, y no fue ajena tampoco al misterio de la Redención, sino que concurrió a él con perfecto conocimiento, y con plena voluntad allá en la alta esfera del espíritu, a donde fue llevada por la divina gracia, y coadyuvó a los trances todos de la Pasión y muerte del Salvador, guardando con solicitud viva en su corazón todo lo que oía y presenciaba de su santísimo Hijo que también lo era de Dios vivo.
Ni aun tampoco se limitó saber y hacer, sino que quiso adherirse y se adhirió a todos y cada uno de los trascendentales actos del Dios-Hombre, encaminados a aquel óptimo fruto del advenimiento de Dios al mundo, inmolándose la Señora con su Hijo divino en el Pretorio, en la calle de la Amargura y sobre el santo leño de la cruz. Y si en el Cenáculo asistió a la institución del Santísimo Sacramento, y al pie de la cruz contribuyó a encarecer y realzar los méritos de Jesús, engastados hoy en la Hostia, ayudando la Señora a confeccionar el vino que engendra vírgenes, como auxiliar de la confección del exquisito manjar, es colaboradora del Sacrificio, y hay algo de ella en el augusto misterio del altar.
Y no es esto todo, pues en el corazón de la purísima Madre se consumó el Sacrificio, y en su mente ayudada por el espíritu de Dios, previó las generaciones de los santos que habían de apacentarse con el Pan celestial.
(Textos escogidos de Luis de Trelles, La lámpara del santuario, 1882, p. 260; 1883, p. 487 y 128.)