El espejismo que duró una década
Todo eran felicitaciones y parabienes. Con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética la Guerra Fría había llegado a su fin. Ya no íbamos a vivir bajo la amenaza de una hecatombe nuclear, habíamos alcanzado el estadio final de la historia, una humanidad viviendo bajo regímenes liberales y cada vez más interconectada y global. El sueño progresista de Kant era ya una realidad.
Aquel espejismo duró apenas una década. Los ataques yihadistas que destruyeron las Torres Gemelas de Washington nos despertaron del sueño de Fukuyama. Aún hubo quienes siguieron sosteniendo que aquello era sólo un pequeño detalle, molesto pero sin mayor trascendencia, la agresión a la desesperada de un mundo abocado a la ex[1]tinción frente al imparable avance de un globalismo invencible. Desde entonces, la situación no ha dejado de empeorar y ya no son unas de[1]cenas de terroristas islámicos escondidos en las montañas afganas quienes desafían al Occidente liberal, sino que ahora son estados más o menos poderosos, como China, Rusia o Irán, quienes lo hacen, y además propugnando modelos políticos alternativos que van del islamismo al nacionalismo autoritario.
Aparece así una guerra con múltiples y nuevos rostros, asimétrica y que aprovecha todas y cada una de las fisuras del resquebraja[1]do sistema internacional. Para el teórico de la guerra clásico, Carl von Clausewitz, ésta se definía por una unidad de tiempo, de espacio y de acción. Así, la guerra se iniciaba con una declaración de guerra y se acababa con un alto el fuego, era la unidad de tiempo. La guerra se desarrollaba en un campo de batalla preciso, era la unidad de espacio. Por último, la guerra era llevada a cabo por militares, era la unidad de acción. Es éste marco el que ha saltado por los aires. Ya la «guerra contra el terrorismo» lanzada como reacción a los ataques del 11-S fueron exactamente lo contrario: sin unidad de tiempo, no finaliza nunca, sin unidad de espacio, no reconoce frentes ni fronteras, sin unidad de acción, no distingue entre civiles y militares.
Caen, una tras otra, todas las líneas rojas
Asistimos así a la aceleración del colapso del sistema de equilibrios internacional edificado tras el final de la segunda guerra mundial, el enésimo intento de erradicar el recurso a la guerra por las solas fuerzas humanas. Un programa que ya intentó el presidente estadounidense Woodrow Wilson al impulsar la creación de la Sociedad de Naciones en 1918, bautizando aquel conflicto como la «guerra para acabar con todas las guerras». Un cuarto de siglo después era su sucesor, Franklin D. Roosevelt, quien invocaba la misma idea en 1945 durante la conferencia de San Francisco que dio lugar a la creación de la ONU. Una organización, ésta, que supuestamente iba a evitar la repetición de la guerra, pero que se ha mostrado en todo momento completamente impotente para lo que fue su misión original (por el contrario, ha demostrado su eficacia a la hora de difundir a lo largo y ancho del planeta el aborto, las esterilizaciones masi[1]vas o la ideología de género).
Las líneas rojas que ayer considerábamos infranqueables son traspasadas impunemente mientras, atónitos, nos adentramos en territorio desconocido. ¿Una guerra en territorio europeo? Eso era propio de un pasado ya superado… pero la guerra estalló en Ucrania. ¿Un pogrom que provoca la matanza de más de mil judíos en territorio israelí? Inconcebible… pero Hamás lo hizo. ¿El ejército israelí lanzando una invasión terrestre sobre la Franja de Gaza? Imposible… pero ya controla la mayor parte de ese territorio. ¿El Irán de los ayatolás lanzando más de 300 drones y misiles contra Israel desde su pro[1]pio país? Una locura… pero es lo que ha sucedido. Una tras otra han ido cayendo todas las más asentadas convicciones y lo único que tienen que temer los agentes implicados, más allá de la reacción de los otros actores, es una condena de papel mojado de algún comité de la ONU. La única incógnita es cuándo y dónde se quebrará una vez más el ya fatalmente erosionado sistema de equilibrios internacional.
Ya no existe ninguna autoridad internacional
Esta dinámica no es más que el reflejo de la ausencia de una autoridad capaz de preservar un orden. No hace tanto, eran los Estados Unidos quienes pretendían poseerla, y por un momento pareció incluso que así era. Ya no. Ni su prestigio e influencia (lo que llaman el poder blando), ni su capacidad de castigar económica y militarmente a los países díscolos son hoy en día suficientes para sostener la hegemonía que se le supone a la primera potencia mundial. Quien recibió el título de «sheriff del mundo» no puede ya acudir a todos los lugares en los que el sistema internacional es desafiado y cada vez son más quienes toman nota de ello. Ocurre así no sólo en los frentes con guerra abierta, sino a lo largo principalmente de toda África y en la región del Pacífico, donde una pujante China apoya y se aprovecha al mismo tiempo de las reiteradas trasgresiones del sistema internacional.
Y ya no se trata sólo de poder y prestigio: es la misma comprensión del mundo y de la historia la que se fragmenta. En la era del victimismo, se disputa sobre cuál es el crimen fundante a partir del cual comprender el presente. Si para el mundo occidental la respuesta es la Shoa, el holocausto judío, en África se extiende la convicción de que es el colonialismo y, de su mano, el rechazo a Occidente. Sólo desde este cambio de perspectiva se entiende el reflujo mundial de la occidentalización, la creciente influencia internacional de China y Rusia o la asimilación de sionismo y colonialismo.
El problema es Occidente
Pero a pesar de la erosión de la influencia occidental, es innegable que el mundo tal y como lo conocemos ha sido conformado en gran medida por Occidente, cuyas ideas e influencia se extienden por todo el orbe, hasta el punto de ser incluso utilizadas por aquellos que se oponen a ese proceso de occidentalización. Resulta pues evidente que la voladura del sistema internacional es, ante todo, un efecto del suicidio del propio Occidente. Una civilización, nacida como ninguna otra al calor de la religión cristiana, ha llegado en nuestros días a la conclusión del proceso de apostasía y autodemolición que inició hace ya unos siglos. La renuncia generalizada a reproducirse, la fascinación ante los miles de muertos provocados por el aborto que carcomen sus fundamentos, la pulsión de muerte que traslucen las últimas «conquistas» eutanásicas, son el reflejo de este renegar de lo que nos ha configurado, de un autodio que bien puede calificarse de oikofobia, un odio visceral hacia todo lo propio. No es de extrañar que quienes asumen estos planteamientos estén llamados a fracasar estrepitosamente a la hora de instaurar un orden en el plano internacional. Los desafíos (islámicos, nacionalistas, totalitarios…) son múltiples, pero sólo se entiende su expansión desde la constatación de nuestra extrema debilidad.
Necesidad de regresar a Dios
Quizás aquí esté la clave, en que ya no creemos en la misma posibilidad de que exista un orden y aspiramos, como mucho, al mantenimiento de un precario y cada vez más frágil equilibrio fundado en intereses contrapuestos, que supuestamente se compensarían mutuamente. Nada de principios, nada de fundamentos, conceptos todos ellos considerados dogmáticos e impositivos, y por tanto merecedores del más radical de los rechazos. Pero sin esos principios, el sistema acaba saltando por los aires.
Es lo que advertía ya Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris, donde recordaba que «la paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se res[1]peta fielmente el orden establecido por Dios». Por ello podía también escribir que «la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad». En efecto, el orden, también el internacional, no surge de cálculos, transacciones y equilibrios, sino de la aceptación de esa verdad que tiene su origen en Dios. No es tarea fácil, reconocía el Papa, y de hecho «su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más perfecto posible del Reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural del Cielo». Ese Cielo, precisamente, que es rechazado con rabia por un ensoberbecido hombre occidental que ha hecho de la imposible tarea de reemplazar a Dios su absorbente y condenada al fracaso obsesión existencial. Las consecuencias están a la vista: el mundo es cada vez más caótico, frágil y peligroso, la paz se nos escapa de las manos y la guerra se extiende por doquier. Acertaban los papas: sólo un Occidente que tenga la humildad de reconocer su ya secular desvarío y regrese a aquel que es fuente de todo orden podría revertir las actuales dinámicas y llevar al mundo a esa paz que no es otra cosa que aquel orden establecido por Dios.