EL hombre de hoy, sobre todo si es europeo, debe tener la impresión de vivir en un museo o en un plató de cine. Imaginémosle deambulando por una gran ciudad, topándose con grandes y bellas iglesias, o incluso
con una catedral: de vez en cuando las observará, quizá incluso llegue a admirarlas, pero le seguirán resultando fundamentalmente extrañas. Las encontrará seguramente inspiradoras, si es que no está ya demasiado acostumbrado al paisaje urbano, pero nunca entenderá realmente el nervio espiritual que hay detrás de su construcción.
En alguna rara ocasión se preguntará, también, quiénes son esos santos que han dado nombre a las calles y avenidas de su ciudad. Ve por todas partes huellas de una civilización cristiana que no comprende, pero a la que sabe, no obstante, que pertenece. En otras palabras, está inmerso en un universo de sentido que se le escapa, aunque se sienta ligado a él por las fibras más íntimas de su ser, lo que puede llevarle a sentirse desgarrado cuando ve arder una catedral que ha resistido el paso del tiempo o cuando ve derrumbarse
la iglesia de su pueblo. Está ligado a lo que Pierre Manent llama «la propuesta cristiana», que ha marcado tan profundamente a Europa que se ha confundido con ella durante siglos, de modo que hoy no podemos negar la primera sin sacrificar la segunda. La extraña paradoja de la modernidad Esta disociación, sin embargo, se halla en el corazón de la modernidad. Con el tiempo hemos llegado a olvidarlo, pero la Revolución Francesa fue fundamentalmente anticatólica. Se trataba de arrancar la matriz de una civilización y sustituirla por otra, portadora de la promesa de un nuevo gran comienzo, de un nuevo año cero. El hombre iba a renacer liberado de toda trascendencia, capaz por fin de autoengendrarse. Pero para ello, el mundo de ayer debía ser arrasado
con furia iconoclasta: el hombre moderno se sentía humillado por la grandeza del pasado y quería conseguir plenos poderes sobre el mismo, deconstruyéndolo piedra a piedra, confiscando sus obras, profanando sus tumbas, arrancando la cruz de la faz del mundo.
La hipnosis nihilista duró evidentemente poco tiempo, pero algo quedó de ella, en particular una aversión a la religión católica, que el moderno militante sigue considerando, en el fondo, como el último obstáculo a su tentación demiúrgica. Resulta, no obstante, menos importante saber si el hombre cree en Dios que saber si
se cree Dios. Pues esta pretensión es el origen de muchos desastres. A la inversa, el escepticismo frente a la modernidad no es, contrariamente a lo que se podría creer, otra manera de llamar a la nostalgia reaccionaria, sino la toma de conciencia de los límites de una antropología desencarnada y sin filiación, acompañada de un cielo vacío y de un cosmos sin rostro.
Esta es la extraña paradoja de la modernidad: el hombre creyó crecer reduciéndolo todo a su medida… y al final se descubrió minúsculo. Sin Dios, o al menos sin la posibilidad o la búsqueda de un Dios cuya posible existencia
escruta por todas partes, el hombre tiende a perder la conciencia de su singularidad y acaba fundiéndose en el magma indiferenciado de lo vivo. De vez en cuando, incluso llegamos a creer que estamos de más. El fantasma de la omnipotencia y el paradójico orgullo de la reivindicación de una insignificancia ontológica son inseparables. Incluso podría decirse que son anverso y reverso.
Al común de los mortales no le atormenta el vacío a todas horas. Las faenas ordinarias le mantienen ocupado y la sociedad le entretiene. Pero lo que banalmente llamamos la cuestión del sentido le interpelará inevitablemente.
Las grandes etapas de la vida, nacimiento, matrimonio, muerte, necesitan ser ritualizadas, y los rituales de cartón-piedra asociados a la espiritualidad new age no acaban de convencerle. Creer en cualquier cosa tiene sus límites. Es entonces cuando puede sentir el deseo de reconectar con su propia civilización, de convertirse. El
catolicismo identitario, denostado por algunos, representa a menudo la primera etapa de un camino espiritual más exigente. No es, respecto de sí mismo, su propio fin, pero no es tampoco una «muleta» insignificante.
La humanidad sólo puede acceder a sí misma a través de mediaciones vitales, y nada es más ajeno a su constitución mental que una inmersión directa, bajo el signo de un éxtasis enloquecido, en lo sagrado. Y aquí volvemos a nuestro punto de partida: el cristianismo, en Europa, no es sólo una fe, no es sólo un encuentro personal, sino que es una civilización, estructurada en torno a una propuesta que ha permitido al hombre desplegar plenamente su genio. Pero, ¿puede una cultura sobrevivir al culto que la engendró? Puede ser que
el hombre que busca un rastro de Dios lo encuentre en la grandeza de un mundo que otros muchos han construido mientras le buscaban o le rendían culto
Un consejo infalible para dar vida a una nueva religión
John Beaumont, en un artículo aparecido en Saint Austin Review, se hace eco de una jugosa anécdota: se trata de «una anécdota sobre el comentario que Talleyrand, el obispo secularizado de Autun, político y diplomático, habría dirigido a alguien...