La actualidad nos ha traído un nuevo titular sobre el aborto: Francia se ha convertido en el primer país del mundo en incluir en su constitución el derecho de la mujer a la «interrupción voluntaria del embarazo». Y es que el aborto es un tema de actualidad, un tema político y social de primer orden, y una batalla actual… con la que ya ha amenazado el primer ministro francés: «Hoy no es el fin de una historia, es el principio de un combate […] Y nosotros no descansaremos hasta que esta promesa [de que se reconozca universalmente el derecho fundamental al aborto] se cumpla en todo el mundo».
Algunos contratiempos a esta «conjura contra la vida, que ve implicadas incluso instituciones internacionales», han hecho recrudecerse medios, políticas y leyes, porque en todos los países –también en España, donde parece prohibido siquiera mencionarlo– hay una guerra abierta por el «derecho al aborto», una oscura presión por manifestarlo e imponerlo, una guerra diabólica que no cesa, una sed insaciable que clama sangre de vidas humanas.
50 años: de derrota a victoria
Hace 50 años se votó por primera vez la despenalización del aborto en Francia. No era ni mucho menos el primer país en hacerlo: mucho antes todo el bloque de países de la órbita soviética lo había hecho, también lo habían hecho Inglaterra (Abortion act, 1967) y los Estados Unidos (Roe vs Wade, 1973), entre otros. En la tribuna de oradores del parlamento francés se presentó Simone Veil, una judía francesa superviviente al holocausto nazi, entonces ministra de Sanidad, Seguridad Social y Salud del gobierno «conservador» de Jacques Chirac. Aquel gobierno, por boca de su única mujer, propugnó la despenalización del aborto aun considerando que «nunca nadie ha negado, y la ministra de Salud menos que nadie, que el aborto es una derrota, cuando no un drama» e incluso «de que no se trata de un acto normal o banal, sino de una decisión grave que no puede ser tomada sin haber pesado antes las consecuencias, y que conviene evitar a toda costa.»
50 años es el tiempo que ha necesitado el crimen abominable del aborto para pasar de ser considerado una derrota legal y tolerada a una victoria, que inscrita en su constitución «pone el broche final a una larga lucha por la libertad.»
Entendemos por su responsabilidad y sus consecuencias terribles la gravedad del acto que ha llevado a cabo la cámara legislativa francesa consagrando como derecho fundamental el aborto; pero no debería sorprendernos ni siquiera parecernos una aberración mayor que la arrogación del Estado de poder establecer todo lo que es o no derecho, todo lo que está bien o mal.
Pero es que esto estaba ya en aquel discurso de Simone Veil proclamando con Montesquieu que «la naturaleza de las leyes humanas es estar sometidas a todos los accidentes posibles y variar de acuerdo a la voluntad cambiante de los hombres»; la voluntad cambiante y absoluta, quería decir, esto es, la que se arroga el derecho a «decidir sobre lo que está bien», la que prepara el camino que va de una prohibición a un derecho.
De este modo, asistimos de nuevo a aquel estado tirano que denunciaba san Juan Pablo II, que ya no reconoce el derecho originario e inalienable a la vida sino que lo pone en discusión o lo niega sobre la base de un voto; de ese modo el Estado deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos.
El aborto tiene un doble fundamento: la proclamación de una libertad que es voluntad soberana sin trabas ni límites y el desprecio de la vida humana. Por el contrario, debemos proclamar «que no hay libertad fuera o contra la verdad [y] que la defensa categórica –esto es, sin concesiones o compromisos– de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad.»
Tristemente, a día de hoy, la Iglesia sea la única institución que se alza como baluarte ante las «colonizaciones ideológicas» que anteponen a la realidad de la vida conceptos reductivos de libertad presumiendo como conquista un insensato «derecho al aborto», que es siempre una trágica derrota; porque «la firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre.»
Aunque tu madre te olvide, yo no te olvidaré (Is 19,15)
También decía Veil en aquel discurso que el gran ausente en aquella ley «¿no es acaso esa promesa de vida que la mujer lleva dentro de ella? […] una posibilidad futura, un frágil eslabón de la transmisión de la vida que tendrá que vencer muchos obstáculos antes de llegar a término.» ¡Qué hipocresía! No es el ausente, sino el objeto de aquella ley: su víctima; no es tampoco una promesa de vida, sino una vida. No es una posibilidad futura, sino una realidad presente en el seno materno. No es un frágil eslabón en la transmisión de la vida, sino su término. «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad» (Is 5, 20).
En cambio, ya proclamó la Madre Teresa que «Dios lo dice claramente: Incluso si una madre puede olvidar a su hijo, Yo no te olvidaré, te llevo grabado en la palma de mi mano. Estamos grabados en la palma de su mano, tan cerca de Él que el niño todavía no nacido ha sido tallado en la palma de la mano de Dios.»
Porque aquí de lo que se trata no es de un olvido o de un derecho, sino de una guerra, según santa Teresa de Calcuta: «realmente es una guerra contra los niños matar directamente a un niño inocente, asesinado por su propia madre. Si aceptamos que una madre puede asesinar a su propio hijo, ¿cómo podemos decirle a los demás que no se maten unos a otros? ¿Cómo podemos convencer a una mujer de no tener un aborto? Como en todo, debemos persuadirla con amor y recordemos que amar significa dar hasta que duela. Jesús dio hasta su vida por amarnos. Así que la madre que esté pensando en abortar, debe ser ayudada a amar, o sea, a dar hasta que le duelan sus planes, o su tiempo libre, para que respete la vida de su hijo. Porque el niño es el mayor regalo de Dios a la familia, porque ha sido creado para amar y ser amado.»
El gran enemigo del amor y de la paz
Aquella ley que pretendía ser aplicable, disuasiva y protectora, que prometía que «ningún médico o auxiliar médico se verá jamás obligado a realizar un aborto», que decía «que si bien ya no prohíbe, no por eso crea un derecho al aborto»–según las palabras de Simone Veil–, ha demostrado ser todo lo contrario, porque hay una realidad inapelable que todos hemos experimentado y que ya la Madre Teresa anunciaba: «el aborto sólo lleva a más abortos.» Aquella ley, como cualquier otra promulgada siempre con los mismos falaces argumentos, solo ha servido para fomentar el aborto, para imponer la cultura del descarte –en expresión del papa Francisco– o la cultura de la muerte –en expresión de san Juan Pablo II–.
Conviene recordar de nuevo aquella frase que pronunció santa Teresa de Calcuta en 1979, en el discurso de entrega del Premio Nobel de la Paz: «El más grande destructor de la paz es el aborto».
Es destructor de la paz la eliminación deliberada y directa de un ser humano en la fase inicial de su existencia; es destructor de la paz lo que degrada la civilización humana, deshonra más a sus autores que a sus víctimas y es totalmente contrario al honor debido al Creador; es destructora de la paz la legislación abortista en cualquiera de sus manifestaciones; es destructora de la paz la cultura de la muerte; es destructor de la paz el feminismo que lo considera «sagrado»; es destructora de la paz la actitud social que ve en el aborto una solución ante el contratiempo de un embarazo; es destructor de la paz el acoso al que es sometida la mujer para que acabe con esa vida inoportuna; es destructor de la paz que cada vez que se anuncia un embarazo haya que justificar si es o no deseado; es destructora de la paz la estructura de «abortorios» que abundan en nuestras ciudades; es destructor de la paz que se le obligue a las madres por «protocolo médico» a decidir sobre la vida de su hijo; es destructora de la paz la ley que convierte a la madre en juez inicuo, a los vecinos en acusadores y a los médicos en verdugos… «porque el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores, […] una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización.»
Porque «cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social».
Y es que «un país que acepta el aborto, no le enseña a su gente a amar, sino a utilizar violencia para conseguir lo que quieran. Es por esto que el mayor destructor del amor y de la paz es el aborto».