La actual situación internacional, especialmente como consecuencia de la guerra
entre Rusia y Ucrania y el renovado y permanente conflicto entre palestinos y el Estado de Israel,
últimamente en la versión de Hamás por el territorio de Gaza, ha dado lugar a que numerosas voces procedentes de ambientes y países muy diversos de encontradas ideologías hagan oír su voz con un mensaje urgente y al mismo tiempo patético: podemos estar en vísperas de una nueva guerra mundial.
Con el fin de que este presagio no se haga realidad se ha difundido una consigna generalizada para los estados del mundo occidental: hay que destinar más presupuesto a la fabricación de armas, porque se cree que las armas pueden ser el único medio disuasorio provocado por el miedo a una nueva guerra cuyas consecuencias destructivas sin precedentes alcanzarían a todos los bandos beligerantes.
Esta situación nos invita a una breve reflexión histórica sobre los últimos treinta años.
Al caer el Muro de Berlín e iniciarse el proceso político que daría lugar a la desintegración de la URSS, cambió radicalmente el panorama internacional que había estado vigente desde finales de la segunda guerra mundial. Parecía que una vez desaparecida la causa principal de la tensión política de los últimos decenios se abría en el horizonte político internacional un período de paz. Se anunciaba un nuevo orden político internacional, garantía de una paz consolidada y estable, se afirmaba que la superioridad del sistema político y económico vigente, es decir de la democracia y de un renovado liberalismo económico, había quedado patente y se auguraba su rápida difusión y aceptación por la práctica totalidad de los países que forman la comunidad mundial.
Los hechos desmintieron de forma rápida y demasiado contundente estos buenos presagios. Los conflictos de todo tipo pronto vinieron a caracterizar el panorama internacional, Oriente Medio, Guerra del Golfo, persistencia del conflicto árabe-israelí, conflictos culturales, étnicos y religiosos en Bosnia, conflictos también étnicos en el centro de África, y otros muchos focos de tensión entre estados o en el seno de las mismas naciones cuestionando sus actuales fronteras. Parece, por tanto, indiscutible que no se había logrado una paz estable y consolidada sino al contrario, la precariedad es la característica mas notable de la situación internacional. Precariedad que es manifiesta tanto por la situación existente en los lugares en que ha habido un conflicto abierto como por los motivos de fricción que existen en el panorama internacional a los que antes hacíamos alusión.
La paz, el bien social más preciado por los hombres, el más universalmente deseado no parece garantizarse con el rumbo emprendido por el mundo actual. Tantas iniciativas fracasadas, tantos deseos inalcanzados, tantas expectativas frustradas nos invitan a reflexionar sobre las condiciones y exigencias de la paz. La importancia y el deseo profundo de paz ha sido subrayado de forma elocuente por san Agustín en La Ciudad de Dios.
Tan estimable es la paz, que incluso en las realidades terrenas y transitorias normalmente nada suena con un nombre más agradable, nada atrae con fuerza más irresistible; nada, en fin, mejor se puede descubrir. Voy a hablar con cierto detenimiento de este tesoro que es la paz.
Cualquiera que observe un poco las realidades humanas y nuestra común naturaleza reconocerá conmigo que no existe quien no ame la alegría, así como tampoco quien se niegue a vivir en paz. Incluso aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que vencer, por tanto lo que ansían es llegar a una paz cubierta de gloria… «todos desean vivir en paz, incluso aquellos que declaran la guerra». (La Ciudad de Dios XIX, 11)
Se ha dicho, y es verdad, que la paz es fruto de la justicia. No puede ser fundamento de la paz, la ambición, el egoísmo, el equilibrio de intereses entre los estados o la ley del más poderoso, solo un orden justo es garantía de paz, si no hay por tanto, principio ordenador de las relaciones entre los hombres y los pueblos que garantice la justicia no puede haber paz. Este planteamiento de las relaciones entre la paz y el orden justo es el expresado en la conocida definición de la paz de san Agustín.
«La paz de la ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de los ciudadanos… La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos asignándoles a cada uno su lugar…»
El concepto de orden preside esta definición. Orden que hace referencia especialmente al fin y a la elección de los medios conducentes al fin, fin y medios, dados por la naturaleza del hombre y de la sociedad (a esto se refiere cuando afirma que a cada uno su lugar). No son fines arbitrariamente fijados por la voluntad humana sino derivados del mismo dinamismo o inclinación que nos muestra la naturaleza misma de las cosas. Y todos, súbditos y gobernantes , deben obediencia al orden justo. La negación de tales presupuestos da lugar a lo que san Agustín dice que no merece el nombre de paz «la paz de los malvados no merece el nombre de la paz porque antepone la perversión a la rectitud y el caos al orden».
Esta situación de falsa paz, así como sus causas era lo que denunciaba Pío XI en 1922 en su encíclica Ubi arcano al iniciar su pontificado: «Una cosa es segura hoy. Desde el fin de la Gran Guerra, los individuos, las diferentes clases de la sociedad y las naciones de la tierra aún no han encontrado la verdadera paz. No disfrutan, por tanto, de esa tranquilidad activa y fructífera que es la aspiración y la necesidad de la humanidad. Esta es una triste verdad que se nos impone por todos lados». Ante esta situación recordaba las palabras de los profetas como si hubieran sido escritas expresamente para nuestros tiempos «Esperábamos la paz, y nada bueno vino: un tiempo de curación, y he aquí temor» (Jer 8, 15) «el tiempo de curación, y he aquí angustia» (Jeremías 14, 19) «Esperábamos la luz, y he aquí las tinieblas… esperábamos el juicio, y no lo hay: la salvación, y está lejos de nosotros.» (Isaías 49, 9-11)
Las causas radicales de aquella y de la actual situación son las mismas: «Debido a que los hombres han abandonado a Dios y a Jesucristo, se han hundido en las profundidades del mal. Desperdician sus energías y consumen su tiempo y esfuerzos en vanos y estériles intentos de encontrar un remedio a estos males, pero sin siquiera lograr salvar lo poco que queda de la ruina existente. Era un deseo bastante general que tanto nuestras leyes como nuestros gobiernos existieran sin reconocer a Dios ni a Jesucristo, sobre la teoría de que toda autoridad proviene de los hombres, no de Dios. (…) La sociedad, lógica e inevitablemente, se vio sacudida hasta lo más profundo e incluso amenazada de destrucción, ya que ya no le quedaban bases estables y todo se redujo a una serie de conflictos, a la dominación de la mayoría o a la la supremacía de los intereses especiales. (Ubi arcano, 28)
El Concilio Vaticano II recordaba que la paz no puede estar fundada en una falsa esperanza: «si no se establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación (Gaudium et spes, 82). Es una llamada urgente a pedir insistentemente con nuestra oración el don de la paz que Dios ha prometido a la humanidad cuando reconozca a Cristo como el Rey de la Paz». Esto queda resumido en la conocida afirmación de Pío XI: «La paz de Cristo en el Reino de Cristo».