En el primer capítulo del libro, ya el autor está indicando qué nos va a querer demostrar a lo largo de la obra, pero no con un fi n meramente apologético frente un cristianismo protestante o modernista, sino para comprender, de un modo más profundo, todo lo que viene en las Sagradas Escrituras en lo referente a la Eucaristía. Brant Pitre se aproxima al contexto judío del siglo primero para poder profundizar en el sentido literal del texto. Para ello, usa de las tradiciones, esperanzas, escritos o interpretaciones bíblicas que se hacían en la época. Todas ellas las podemos encontrar, por ejemplo, en los manuscritos del Mar Muerto, en el Talmud o la Misná , entre otros.
Con esto, no se quiere decir que solo conociendo dicho contexto uno pueda conocer realmente lo que Cristo quiso decir, no hay que olvidar que el Evangelio está escrito para todas las gentes y todos los pueblos, pero así se pueden entender mejor las palabras del Señor. Es evidente que el Evangelio trae una originalidad propia, pero un judío como podían ser los apóstoles, podían entender que en la Última Cena estuviese ocurriendo algo nuevo a la vez que se celebraba algo viejo.
Para introducirnos en este mundo, comenzamos estudiando las esperanzas que podía tener un judío cualquiera sobre el Mesías. Contra la opinión mayoritaria de que el pueblo judío esperaba un Mesías militar que les liberase del poder romano, encontramos que, aunque esta opinión existía, se daba solo en ciertas clases judías y no era tan mayoritaria. El Mesías debía ser un nuevo Moisés, cumpliéndose así la promesa hecha por Dios en el desierto: «yo le suscitaré, de en medio de tus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y Él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18, 18). De ahí que el Mesías debía liberar, pero también mandar maná del cielo, sellar una nueva Alianza, construir un nuevo Tabernáculo (lugar dónde se encontraba el Arca de la Alianza hasta la construcción del Templo de Jerusalén) y llevar al pueblo hasta una nueva tierra prometida.
Una vez desarrolladas las esperanzas mesiánicas, nuestro autor pasa a explicar diferentes realidades del Evangelio que aparecen como culminación de las profecías y que nos hablan de Cristo como ese Mesías esperado.
En primer lugar, encontramos la nueva Pascua. La Pascua era la fiesta judía que conmemoraba el paso de la esclavitud en Egipto a la libertad, la cual se desarrolló de un modo muy concreto. Se hubo de tomar un cordero sin defecto, sacrificarlo, impregnar las jambas de las puertas con su sangre, comer la carne del cordero y guardar ese día como un día de conmemoración. En tiempos de Jesús, se seguía celebrando dicha fiesta y, para ello, se sacrifica en el templo al cordero atado a dos palos como si estuviese crucificado. En Cristo se cumple todo lo dicho cuando celebra la nueva Pascua la noche en que iba a ser entregado. Él es el «Cordero de Dios» que no cometió ningún pecado, es decir, que no tiene ningún defecto, comemos su cuerpo y pintamos las jambas de nuestro cuerpo, o sea, los labios, con su sangre. Aunque en la Última Cena, Jesús no es sacrificado, sino al día siguiente en el Calvario, nuestro autor explicará en uno de los últimos capítulos cómo la Última Cena está unida al sacrificio en la cruz como un único rito, que es así como lo vivimos cada día en la celebración de la Eucaristía.
La siguiente realidad es el maná. Es de sobra conocido que el maná fue el pan enviado por Dios al pueblo de Israel durante su travesía por el desierto. Dicho pan lo consumían a diario y tenían guardado un reservorio en el Tabernáculo para que los descendientes viesen con qué los alimentó Dios. Había la idea de que el maná era anterior a la caída de Adán y Eva, un alimento que se encontraba en el templo celestial para alimentar al pueblo y que volvería a alimentarlos a la llegada del Mesías.
Jesús, como Mesías, viene a traernos un nuevo maná. En primer lugar, nos invita en el padrenuestro a pedir por el pan de cada día, pero la palabra griega detrás de «cada día» puede traducirse por «supersubstancial», interpretación que ya había recogido san Jerónimo, y se referiría a un pan que se encuentra por encima de toda sustancia. Esto hay que unirlo al sermón de Cafarnaúm donde el Señor habla explícitamente de comer su cuerpo y beber su sangre y que Él es «el pan vivo bajado del cielo». Se identifican, de este modo, el cuerpo y la sangre del Señor con la Eucaristía, que es el nuevo maná.
Una tercera realidad que trata Pitre en este libro es el Pan de la Presencia. Seguramente que el Pan de la Proposición (o de la Presencia) es lo que menos se ha oído hablar, pero es bastante asombroso lo iluminador que puede ser para profundizar en la Eucaristía. Cuando Dios manda a Moisés construir el Tabernáculo, ordena colocar una mesa donde los sacerdotes debían ofrecer pan cada sábado y que solo podía ser comido por los sacerdotes. Este pan representaba una cierta presencia de Dios y fue el mismo que comió el rey David al huir de Saúl.
En el siglo I, encontramos la costumbre de que, en las tres fiestas de peregrinación a Jerusalén, a saber, la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos, los sacerdotes mostraban a los peregrinos el Pan de la Presencia y decían: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre». Bastante significativo si, además, leemos el mandato del Señor en el Éxodo: «Tres veces al año todos tus varones verán el rostro de Yahvé, el Señor, el Dios de Israel» (Ex 34, 23), haciéndonos ver cómo representaba dicho pan el rostro de Dios. Vemos un paralelismo entre el Pan de la Presencia y la institución de la Eucaristía, ya que Cristo escogió el pan para la celebración de la Eucaristía y, bajo la forma de pan, encontramos el Cuerpo de Cristo, la verdadera presencia de Dios.
Después de explicar estas tres realidades, pasamos a un capítulo donde podemos ver cómo la Última Cena y el Calvario fueron un único acontecimiento y no dos cosas separadas. En la cena de Pascua en tiempos de Jesús se bebían cuatro copas. Por san Lucas, sabemos que la copa de la Eucaristía era la tercera, pero no leemos cuándo es tomada la cuarta copa. Según Pitre, opinión que comparte con Scott Hahn y que podemos leer en su libro La cuarta copa, la cuarta copa es tomada en el Calvario al beber el vinagre, que no deja de ser vino agrio. Si la Pascua terminaba al beber la cuarta copa, la Última Cena termina cuando Cristo está ya crucificado y bebe el vinagre. No olvidemos que una vez bebido, escuchamos de sus labios «todo está cumplido».
En definitiva, Jesús y las raíces judías de la Eucaristía es un libro que, por experiencia y habiéndolo hablado con más gente, ayuda a profundizar en el misterio del Señor. Que realmente en Cristo se cumplen las profecías y cómo nos salva dándonos a comer su Cuerpo y su Sangre que fueron entregados en la Cruz.