Una misericordia atea: Spinoza, Tratado teológico politico, cap XIV
Finalmente, Dios perdona los pecados a los que se arrepienten. En efecto, no hay nadie que no peque. Por tanto, si no se admitiera esto, todos desesperarían de su salvación y no habría motivo alguno para que creyeran que Dios es misericordioso. En cambio, quien cree firmemente esto, a saber, que Dios perdona los pecados de los hombres por la misericordia y la gracia con que lo dirige todo, y se inflama más, por eso mismo, en el amor de Dios, ése conoció realmente a Cristo según el Espíritu, y Cristo está en él «Nadie puede ignorar que es necesario, ante todo, conocer todas estas cosas para que los hombres, sin excepción, puedan obedecer a Dios según el precepto de la ley antes explicado, pues, si se suprime alguna de ellas, se suprime la obediencia». En cuanto a saber qué es Dios o aquel modelo de verdadera vida: si es fuego, espíritu, luz, pensamiento, etcétera, no concierne en nada a la fe; como tampoco, en qué sentido es el modelo de verdadera vida: si porque tiene un espíritu justo y misericordioso o porque todas las cosas son y actúan por él, y, por consiguiente, también nosotros entendemos por él y por él conocemos lo que es verdaderamente justo y La misericordia atea frente a la misericordia divina Proclamar la misericordia divina siempre ha sido totalmente necesario para la vida cristiana, pero en esto tiempos de gran miseria espiritual esta necesidad se ha hecho más patente. Por ello la Iglesia en los últimos pontificado ha reiterado esta enseñanza. Algunos documentos son prueba de ello, podemos recordar la encíclica de Juan Pablo II «Dives in misericordia» o la mas reciente carta apostólica del papa Francisco «Misericordia et misera» convocando el año jubilar de la misericordia en el 2016. Creemos que es muy necesario en esta situación distinguir con claridad lo que es la enseñanza de la Iglesia, de algunas simuladas proclamaciones de la primacía de la misericordia, que van unidas a un desprecio de la fe que profesamos considerada esta última, como irrelevante para la vida cristiana. Un ejemplo de ello expresado con toda radicalidad lo encontramos en el texto de Spinoza que transcribimos. El lector pondrá comprobarlo al compararlo con lo que afirmaba Juan Pablo II en su encíclica sobre la misericordia. bueno. No importa qué defienda cada uno sobre todo esto. Tampoco concierne en nada a la fe si uno cree que Dios está en todas partes según la esencia o según el poder; que dirige las cosas por su libertad o por la necesidad de su naturaleza; que prescribe las leyes como un príncipe o las enseña como verdades eternas; que el hombre obedece a Dios por la libertad de su arbitrio o por la necesidad del divino decreto; que, finalmente, el premio de los buenos y la pena de los malos es natural o sobrenatural. Estas cosas y otras mil, repito, no importa, para la fe, cómo las entienda cada uno, a condición de que no saque de ahí ninguna conclusión que le dé mayor licencia para pecar o que le haga menos obediente a Dios. Más aún, cada uno está obligado, como ya antes hemos dicho, a adaptar estos dogmas de fe a su propia capacidad e interpretarlos para sí del modo que, a su juicio, pueda aceptarlos más fácilmente, es decir, sin titubeos y con pleno asentimiento interno, de suerte que obedezca a Dios de todo corazón. Pues, como ya hemos señalado, así como en otro tiempo la fe fue revelada y escrita según la capacidad y las opiniones de los profetas y del vulgo de aquella época, así también ahora cada uno está obligado a adaptarla a sus opiniones para abrazarla sin repugnancia ni duda alguna de la mente. Hemos probado, en efecto, que la fe no exige tanto la verdad cuanto la piedad y sólo es piadosa o salvífica en razón de la obediencia, y que, por consiguiente, nadie es fi el más que por la obediencia. Por tanto, quien muestra la mejor fe no es necesariamente quien muestra las mejores razones, sino quien muestra las mejores obras de justicia y caridad. Cuán saludable y necesaria sea esta doctrina en el Estado para que los hombres vivan pacíficamente y en concordia, y cuántas y cuán grandes causas de perturbaciones y crímenes evite, lo dejo al juicio de todos.
La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama (Juan Pablo II, Dives in Misericordia n 13)
«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en Él, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma la «visión » de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la « visión del Padre » en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto –en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano humano– de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del Redentor– y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, «cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz», no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria. El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Se ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis; convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema fundamental.
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto… que le dio su Hijo unigénito», Dios que «es amor» no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal.
(…)Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» es fi el hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él