Mary Harrington es (o era) una destacada feminista que acaba de publicar en el Daily Mail un texto que probablemente enfurecerá a sus antiguas correligionarias: «Viví durante años en una comuna de lesbianas sexualmente liberadas, pero sólo encontré la paz y la igualdad verdaderas cuando me casé con un hombre y me convertí en madre abnegada. Hasta el momento en que me quedé embarazada, había dado por sentado que los hombres y las mujeres éramos sustancialmente iguales, salvo por pequeñas diferencias. La experiencia de ser madre me hizo cambiar de opinión. Hasta entonces, me había creído a pies juntillas la idea de que la libertad individual es el bien supremo, que los vínculos u obligaciones sólo son aceptables en la medida en que son opcionales, y que hombres y mujeres pueden y deben perseguirlos por igual. Luego pasé por la maravillosa y desorientadora experiencia de encontrar
el sentido de mí misma parcialmente fusionada con un bebé dependiente. La clase de libertad absoluta que había aceptado como un bien sin paliativos me resultó de repente mucho menos atractiva porque disfrutaba activamente de pertenecer a mi hija. Obviamente no tenía sentido seguir insistiendo en que mis obligaciones para con ella eran opcionales.
Mientras que antes de tener a mi hija podía hacer más o menos lo que quisiera, como madre no podía
negarme a levantarme a las 3.30 de la mañana para dar de comer a mi recién nacida que lloraba, sólo porque no me apetecía. Sus intereses importaban más que mi antaño preciada autonomía. Esto supuso una ruptura fundamental con mi forma de pensar anterior.
[…] Intenté vivir mi vida adulta de acuerdo con esos ideales, persiguiendo una vida baja en carbono,
formas sociales no jerárquicas y la máxima libertad sexual, en una cultura donde reinaba el individualismo y las relaciones fluidas. Sin embargo, cuando me acercaba a la trentena, me di cuenta de que esa opción me suponía un gran esfuerzo emocional e intelectual a cambio de unos benefi cios cuestionables. Llegué a la conclusión de que la libertad sexual conlleva alienación y que muy poca interdependencia, en lugar de demasiada, es lo que nos está llevando al colapso de la vida social.
También descubrí que la comunidad de lesbianas supuestamente igualitaria y sexualmente liberada en la que vivía era en realidad jerárquica y estaba corroída por la competencia entre nosotras. Tanto si se
trataba de quién limpiaba la cocina como de quién se acostaba con quién, excluir a los hombres del hogar no acababa con la rivalidad y la explotación.
Mientras luchaba con estos descubrimientos, conocí al hombre que se convirtió en mi marido. Mientras
mi vida se desmoronaba, empecé a reconstruirla de otra forma. Después de algunos años de vida
en común, he encontrado más paz e igualdad, por no hablar de más libertad frente a los fútiles juegos de poder, en las innumerables formas en que cooperamos construyendo un hogar y una familia de lo que jamás logré en mi progresista juventud, tratando de huir del compromiso y las limitaciones.
Resulta que aceptar algunos límites es liberador, no restrictivo. Y entender cómo dividimos las innumerables tareas que hacen que un hogar funcione no me ha metido en una jaula patriarcal. Más bien ha dado lugar a una organización que parece bastante convencional pero que se adapta bien a cada uno de nosotros y a nuestros objetivos comunes.
A medida que he ido tratando de cuadrar estos descubrimientos con mis creencias previas, he llegado a
replantearme mi creencia anterior de que el patriarcado es una conspiración masiva para oprimir a las
mujeres. Por el contrario, he llegado a verlo como el resultado de los esfuerzos humanos históricos por
equilibrar los intereses contrapuestos de ambos sexos.
Es cierto que el resultado no siempre ha sido perfecto. Se pueden señalar muchos abusos e injusticias,
muchos de ellos dirigidos especialmente contra las mujeres. Son condenables, y con razón. Pero la solución no está en una simetría perfecta entre los sexos, porque no es posible. Los sexos no son intercambiables.
Tomemos como ejemplo las relaciones prematrimoniales. La verdad es que conlleva muchos más
riesgos para las mujeres que para los hombres. El matrimonio como condición previa para las relaciones
sexuales benefi cia a las mujeres (y a los niños), y no tengo claro que los esfuerzos feministas por acabar con las normas al respecto hayan proporcionado mayor felicidad a las mujeres.
Afortunadamente, ya existe una «tecnología social» probada que podemos utilizar, aunque sólo sea para adaptarla al siglo XXI: el matrimonio.
No es una solución mágica para todos los problemas. Nada lo hará jamás. Tampoco, como dirán incluso
las personas felizmente casadas, todos los matrimonios son perfectos.
Pero el hecho es que las mujeres que son madres prosperan en una sociedad en la que su papel está más claramente defi nido y las unidades familiares basadas en un matrimonio son esenciales para crear estabilidad.
Reconozco que esto me pone en desacuerdo con la cultura feminista imperante en nuestra sociedad.
Pero no soy la única que piensa así. Muchas de las que crecieron en el mundo de la autonomía y la autorrealización posterior a los años 60 se rebelan ahora contra la cultura del egocentrismo absoluto y buscan y mantienen el matrimonio como una especie de solidaridad radical».
«Muchas de las que crecieron en el mundo de la autonomía y la autorrealización posterior a los años 60 se rebelan ahora contra la cultura del egocentrismo absoluto y buscan y mantienen el matrimonio como una especie de solidaridad radical»
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