Un espectáculo sublime en un mundo en ruinas
El fallecimiento de la reina Isabel II de Inglaterra ha provocado una reacción de una amplitud que a primera vista parece desmesurada. Estamos ante un personaje fuera de lo común, especialmente por su larga trayectoria como jefe de Estado, pero debe de existir algún otro elemento para explicar que el mundo entero se haya mantenido durante una semana atento y como encandilado ante los preparativos y el funeral de la reina.
En un mundo en el que el principio de autoridad se ha desvanecido, sumido en la descristianización y la deconstrucción antropológica, Isabel II ha sido contemplada (con independencia de lo fundado de ese juicio) como la última encarnación, un lejano eco de lo que fue la monarquía cristiana.
Así, la ceremonia de su funeral, un precioso despliegue de la fuerza del rito y la tradición, deslumbró a gentes de todo lugar y condición. Una ceremonia de una «iglesia» cismática, roída por la herejía protestante y la sumisión a las modas que el mundo impone, sí, pero que supo ese día hablar al mundo, pendiente de lo que ocurría en Westminster, de la vida eterna que solo Jesucristo nos da; con palabras, pero sobre todo a través de una bella y cuidada liturgia.
Cuando todo es pasajero, de usar y tirar, cuando las tradiciones son sistemáticamente ridiculizadas, el mundo reconoció la belleza objetiva de la ceremonia, a través de una liturgia que casi habíamos olvidado… y el mundo quedó admirado.
Diego Torre, escribiendo en Il Cammino dei Tre Sentieri, profundiza en este hecho, cuando «la gente, angustiada y temerosa, se olvida de sus preocupaciones y se sumerge… en los rituales funerarios de la monarquía británica»:
«Himnos y procesiones, uniformes antiguos y modernos, adornos, faldones y gaitas, estandartes multicolores con leones que se remontan al rey Enrique I (+1135), liturgias solemnes como la del coro de la abadía de Westminster y la de la Capilla Real de Su Majestad, que entona el salmo 139 al entrar el féretro en la iglesia. Todo ello con la compostura absolutamente británica que supera el dolor y la contrariedad por la pérdida del soberano, con una elegancia que consigue ser sobria y solemne al mismo tiempo. Este es el espectáculo que tantos en el mundo reciben de la vieja Inglaterra.
»Es la luz de la Edad Media, que reverbera sus orígenes sagrados y trascendentes y que golpea al hombre posmoderno, que a pesar de ignorar o despreciar esos orígenes, queda deslumbrado por este espectáculo de belleza. El espejismo de una autoridad superior, que deriva de la autoridad divina, aparece en las manifestaciones externas e infunde un sentido de estabilidad, seguridad y continuidad.
No hay muchas razones para apreciar a la monarquía británica, que ha producido un doloroso cisma en
la Iglesia, persiguiendo a muerte a los fi eles católicos, marginándolos en la vida pública hasta el siglo pasado, y que asiste, inerte si no cómplice, a la degradación moral y a la secularización de sus pueblos. E incluso como modelos de moralidad… desde Enrique VIII a Eduardo VIII hasta los últimos vástagos de la casa real, no es que haya mucho que sea ejemplar. Además, allí nació la masonería.
Pero la fascinación por ese antiguo ceremonial, su observancia por parte de la familia real, el pueblo
y el Estado, son un espectáculo de belleza que sigue encantando al hombre posmoderno y le hace sentir nostalgia de un pasado que no ha vivido, pero del que encuentra ecos en lo más profundo de su corazón, por muy secularizado que esté.
»¿Cómo es posible? Infl uye, sin duda, el comportamiento de la soberana fallecida, que a lo largo de
su vida antepuso sus obligaciones no sólo a su persona, sino también a su familia. Pero aún más fascinante es la imagen de un mundo elegante y ordenado, estable y seguro, disciplinado y austero, arraigado en una tradición incancelable y dirigido hacia un futuro próspero y digno, en continuidad con su pasado. Un mundo de ensueño que ha sido realidad durante siglos y que podría volver a serlo si se redescubrieran sus raíces espirituales y culturales.
»El espectáculo que Gran Bretaña está dando al mundo es una visión exterior de aquellas raíces que
hicieron grande a Europa. Tal vez Carlos III, el pueblo británico y los millones de espectadores no sean
conscientes de ello; pero es así».
Antonio María Claret, santo fundador que quiso ser mártir
Inaguramos una nueva sección «Mártires del siglo XX en España» con el propósito de dar a conocer la vida de los mártires reciente beatifiacados. Pertenecientes a diferentes congregaciones religiosas, también algunos laicos, todos ellos derramaron su sangre por Cristo...