HACE 75 años, la revista Cristiandad dedicaba uno de los dos números de agosto al proceso de la unificación alemana e italiana, tratando de ver en aquellos acontecimientos históricos los prolegómenos de lo que años más tarde se materializaría en la primera y segunda guerra mundial. Y es que, en la historia, las causas y las consecuencias no son inmediatas, sino que transcurre mucho tiempo entre el origen y las consecuencias posteriores en las que desembocan.
La aparente disparidad entre estos dos procesos de unificación está más en las formas que en el fondo o en los fi nes pues, tal y como afi rma otro de los artículos de este número: «Dos Revoluciones, en el fondo idénticas, aunque pudieran presentarse dispares en el aspecto exterior, recorren el camino de la historia en una misma época, con un mismo ideal unitario, en un siglo en que Europa entera es revolución. Una levanta por bandera el “Risorgimiento”, la otra el “Kulturkampf”. El fundamento de ambas es liberal. Una misma lucha frente a la Iglesia católica y el Papado las une. La primera estará acorde con el carácter latino y mediterráneo, que formará su idiosincrasia. La segunda se adaptará al carácter germánico y prusiano. Pero las dos son revoluciones y liberales». Los protagonistas fueron Bismark y Cavour, tras quienes años más tardes vendrían Hitler y Mussolini, quienes pasearon bajo el fi rme suelo establecido por sus antecesores.
Dos hombres, dos pueblos
NO cabe ninguna duda. El hecho político más trascendental del siglo XIX, que se ha proyectado poderosamente sobre el nuestro, dando motivo y argumento a su gran tragedia, ha sido el de la
gestación de las dos unidades: la italiana y la germánica. Ellas vinieron a destruir el «equilibrio» europeo establecido en los Tratados de Viena, y crearon un nuevo mapa de Europa, esencialmente
inestable, que había de conducir, sucesivamente, a la catástrofe de 1914 y a la segunda, inmensamente peor –pero consecuencia de la primera– de 1939.
Cuando desapareció, en 1815, de la escena mundial el Gran Corso, que tanto la había trastornado, el restablecimiento de aquel equilibrio fue la natural consecuencia y preocupación de las cancillerías. El Occidente equilibrado por el Oriente. Dos grandes potencias continentales: Francia y Rusia, neutralizándose entre sí en benefi cio de la única potencia esencialmente marítima: la Gran Bretaña.
Y entre aquellas dos grandes potencias terrestres un mosaico de estados, dietas y confederaciones en
el mundo germánico, dominados, es verdad, por un rey y por un emperador bastante poderosos: el de Prusia y el de Austria. Pero, asimismo, neutralizados entre sí por su profundo y ancestral antagonismo. Seguía el «equilibrio».
Y más al sur, en la península italiana, otro mosaico de pequeños reinos o ducados ribereños al «Mare
nostrum», surcado no por sus naves propias, sino por las de los sucesores de Nelson, felices e indisputados dueños de unas aguas que han sido siempre centro del Mundo.
Era, como hemos ponderado antes, el «equilibrio perfecto», preludio de la «pax britannica» victoriana que habrá de determinar la época clásica del liberalismo.
… Y aquí la fi esta fue turbada, en curiosa paradoja, por los propios manejos que surgían de las brumosas orillas del Támesis, de los mismos afortunados detentadores del mundial arbitraje. Por los planes de la Secta, que tenía en aquellas riberas su alto estado mayor, aprovechándose de un doble factor: el ya citado liberalismo –«romantizado» cuando era menester disimularlo– y el creciente nacionalismo que agitaba dos pueblos que sentían, como sus vecinos, y quizá en gran parte legítimamente, que también a ellos les había llegado el turno de sentirse en estado de mayoría de edad.
Y ambos pueblos se hallaban en el centro, mejor dicho, en el eje –palabra que nos trae recientes y signifi – cativas reminiscencias– de la Europa de la época que ha sido califi cada como la del «desenvolvimiento de las nacionalidades». Y ambos pueblos se agitaban y bullían, en ansias de unidad.
Unidad que, empezada en el terreno del sentimiento y de las letras, había ya tenido expresiones concretas en el de lo económico, para coronarlas, al fin, en el de lo político.
Klopstock, Wieland y Lessing primero, Goethe y Schiller después, habían sido sus primeros adelantados
en Germania. Paralela y contemporáneamente a ellos, en el sur, idéntico papel: los Hugo Fóscolo, los Alfi eri, los Leopardi y los Manzoni… Entre tanto, en Konigsberg, después de «treinta años de reflexión solitaria», racialmente teutónica, un fi lósofo, que estaba destinado a ser tronco de una cadena terrible, sentaba las primeras bases de la misma. Pensamiento y acción, poesía y arte, no muchos años más tarde, pasada la convulsión napoleónica –fruto quizá, en gran parte, de la misma–, habían de convergir y plasmarse en confederaciones y en sistemas que fatalmente habían de acabar gravitando como satélites, alrededor del astro, el más fuerte y el más brutal de todos ellos:
Prusia…
En forma más agitada, como corresponde a su temperamento, así como a la cuantía de intereses y de
potencias que sobre la misma se debatían, la unidad italiana iba, asimismo, incubando. Allí también la Secta –que no reposaba tampoco en Alemania– tenía, y mejor que en parte alguna, terreno abonado, sin más que desvirtuar y prostituir el porcentaje de legitimidad que el anhelo de los pueblos atesoraba. Allí la Secta cuidaba de alimentarlo, de darle pábulo, con el odio al Papado y al austríaco,
dolosamente mancomunados en un mismo denominador de calumnia, a menudo, incluso, trompetera.
Dos pueblos. Y dos pueblos que iban a consumar su unidad por medio de dos hombres trascendentales.
Dos hombres, dos políticos. Probablemente los dos políticos más consumados y más hábiles de su siglo. Dos políticos cuyo impresionante paralelismo corresponde también al de dos reyes. Y a dos guerras. A dos crímenes. A dos liberalismos. Y a dos catástrofes, en fi n. Cavour y Bismarck fueron los dos hombres cuya política realizó, respectivamente, la unidad de Italia y la unidad de Alemania. Y a ellos correspondieron dos reyes, cuyo papel fue asimismo paralelo. Víctor Manuel y Guillermo, protectores ambos de sus astutos ministros. Y dos guerras, o, si se quiere, dos grupos de guerras.
Ingloriosas siempre las italianas – derrotas de Custozza y de Novara–, auténticas «blítz-krieg» las germánicas. Pero victoriosas en defi nitiva unas y otras. Las primeras mediante la doblez y la perfi dia; las segundas gracias a la brutalidad del «junker» pomerano y del uhtano feroz.
Y dos crímenes. Ambos, elemento precito de unión, diabólico conglomerante de designios, contra nuestra Santa Madre la Iglesia, rubricando la fatalidad de que pueblos tan conspicuos como estos del centro y del eje europeo hubiesen de seguir, determinadamente, un sentido típicamente gibelino. El crimen de la brecha de la Puerta Pía, coronación de las sucesivas y sacrílegas expoliaciones al Papado, hasta reducir al Vicario del Cristo a su cárcel del Vaticano. El crimen del «Kulturkampf» en el Reichstag y en las Dietas, y luego en las cárceles, a la vera del Spree, del Oder o del Wesser,
preludio de los campos de concentración o de las cámaras de gas de nuestra triste época. Dos crímenes que se corresponden, naturalmente, a los dos liberalismos que los inspiran.
Y dos catástrofes, en fi n. Las que tuvieron su preludio en 1918, y su coronación en 1945, cuando aquellos que también habían coronado la obra de Cavour-Bismarck, o sea Mussolini y Hitler, protagonizaron las tremendas tragedias de la plaza del Duomo o de la cancillería berlinesa…
El destino de pueblos tan conspicuos, tan cargados de esencias de la entraña misma de la cristiana
civilización, es tema apasionante cuya relación con la teología de la historia es obvio ponderar. Modesta
y humildemente, nuestra Revista, siguiendo en este número la marcha cronológica establecida en los
anteriores, plantea el problema que estos dos hombres, al ser los actores de un gran drama del que no habían sido ciertamente los creadores, sino los coronadores, legaron a la Europa bajo un doble factor de desequilibrio: el de su profunda descristianización en lo espiritual, y el que determinó, en lo físico, queremos decir, en lo geopolítico, la desaparición del viejo sistema de Viena, con el surgimiento, en pleno centro europeo, de un gran imperio y de una gran nación que, forzosamente, habían de resquebrajar al Continente por su mismo eje.