Cualquier estudio serio de la historia de la educación en todo el ámbito de la civilización occidental tiene que reconocer que ha sido la Iglesia a través de las distintas instituciones, quien ha tenido la principal iniciativa en promoverla en todos los niveles educativos. Por ello se puede afirmar con propiedad que la Iglesia ha sido «la madre de las escuelas».
En una primera etapa que abarca hasta finales de la Edad Media, la enseñanza necesaria para la vida
cotidiana de la mayor parte de la población era competencia de la familia o de instituciones que tenían
un carácter familiar, como eran los gremios. Fue en el ámbito que podemos calificar de enseñanza superior, donde surgirán los «Studium generalia » o universidades, creados bajo los auspicios de papas o reyes. Su organización, que fue desarrollándose durante siglos y que permaneció en muchos lugares hasta principios del siglo XX, estaba presidida por la facultad de Teología y comprendía además de los estudios filosóficos, aquello que era fundamental para la vida social: el Derecho y la medicina…
Mediante este tipo de estudios se pretendía que la fe impregnara toda la vida, no solo los conocimientos
y de un modo especial la cultura y el Derecho. Será con la llegada de los inicios de la modernidad cuando empiezan a surgir las órdenes religiosas con un propósito evangelizador, consagradas
exclusivamente a la enseñanza especialmente de niños y adolescentes.
San José de Calasanz, san Juan Bautista de la Salle y santa Juana de Lestonnac, los dos primeros dedicados a la enseñanza de niños y esta última de niñas, fueron los pioneros más importantes en fundar órdenes religiosas de esta índole. Su necesidad se debía en parte a las consecuencias de la Reforma: ya no se vive en una sociedad conformada por la misma fe, y es necesario evangelizar
desde la escuela y prepararse para vivir en un ambiente, en muchos casos, de confrontación religiosa. El siglo XVII, en el que se fundaron estas congregaciones es también el siglo de las guerras de religión en Europa.
A partir del siglo XIX se multiplican las fundaciones de congregaciones religiosas dedicadas preferentemente a la enseñanza. Nos encontramos en una sociedad que, como consecuencia, de los cambios sociales que ha habido, se hacía necesario la extensión de la educación y además el triunfo de las ideas revolucionarias, ha dado lugar a que el Estado pretenda ser la principal o exclusiva instancia
educadora. Desde entonces hasta nuestros días la extensión de la educación impulsada por el Estado,
no busca solo preparar para la vida profesional que presenta nuevas exigencias, sino que asume la función de crear una nueva conciencia social que permita ir cambiando la mentalidad popular para ponerla de acuerdo con las nuevas ideas revolucionarias o, en todo caso, secularizadoras.
Esto significará partir de nuevos conceptos antropológicos, alejados de la visión cristiana del hombre, propios de esta nueva cultura en la que el Estado se erige como responsable primario sino exclusivo
de la educación. La Iglesia en su tarea educadora queda como algo residual y en todo caso subsidiario.
La Iglesia reiteradamente, viendo la importancia de la educación en la vida cristiana, ha insistido en la defensa en la libertad de elección de los padres del centro educativo, libertad que para que sea efectiva tiene que ir acompañada de la libertad de erigir y dirigir colegios en los que sus enseñanzas estén todas ellas penetradas por la fe cristiana. Desgraciadamente hay que constatar que además de las dificultades externas, muchos colegios católicos han perdido su identidad religiosa a pesar de su origen y nombre. La razón de esta crisis son las difi cultades legales existentes en muchos países, pero la causa determinante es el olvido de aquel espíritu, normas y métodos pedagógicos que caracterizaron a los colegios en sus momentos fundacionales.
Al reflexionar sobre las causas de este desconcierto y crisis es oportuno recordar lo que hace ya muchos años (1941) afirmaba Maritain al tratar de la crisis de la educación: «La causa fundamental de la crisis: no es una crisis pedagógica sino antropológica. Si se desconocen las cuestiones básicas sobre la naturaleza del ser humano, el educador se pierde. La educación es un arte, pero el error más grave es olvidar su fin. Si no sé quién es el hombre, a lo más que puedo tender es a ofrecerle una instrucción técnica».
Este el gran error en el mundo educativo, si no se tiene muy presente, o mejor dicho, se niega el fin
de la tarea educadora no se puede educar. En toda actividad humana el principio que nos impulsa a llevarla a cabo es el fi n que perseguimos: hoy día se discute de temas pedagógicos que no son más que medios necesarios para la educación, marginando totalmente la refl exión sobre el fin que queremos alcanzar. Si no sabemos cuál es el fi n de la vida humana no se puede ayudar a los niños
a que crezcan cultural, psicológica y espiritualmente: toda educación tiene que ser un camino para llegar a la perfección. Pero si desconocemos en que consiste la perfección humana estamos en un camino que no tiene destino. En un mundo en que las antropologías vigentes están inspiradas en fi losofías relativistas y nihilistas se hace imposible un debate serio sobre las exigencias de la
educación. Pío XI en la encíclica «Divini Illius Magistri» se hacía eco de esta situación y por ello mismo podía afirmar algo que a algunos les puede parecer de una audacia exagerada: solo es educación completa y perfecta la educación cristiana.
«Es, por tanto, de la mayor importancia no errar en materia de educación, de la misma manera que es
de la mayor trascendencia no errar en la dirección personal hacia el fin último, con el cual está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la educación».
El maestro que procura que su enseñanza y educación esté inspirada en la verdad, será capaz de ayudar a sus alumnos a descubrir la belleza de la realidad que ha salido de las manos de Dios, de una historia en la que se manifiesta la Providencia divina que da sentido al curso de los acontecimientos y podrá contemplar una realidad social que, a pesar de todo, nos deja entrever al hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Ante un mundo que se hunde en el pesimismo fruto de una radical falta de esperanza porque no ve remedio a los males que por todas partes acechan al hombre, constituye, como decía Benedicto XVI, una emergencia educativa, una enseñanza guiada por la fe cristiana y unos maestros que, igual que aquellos santos fundadores, sientan la «necesidad» de comunicar estas verdades a los niños que les han confiado. Esta es la razón de su tarea profesional y su vocación
al ejercicio de un santo ministerio como es el de la enseñanza.
Los últimos tiempos
Como ya anunciamos en el número anterior, continuamos la reflexión sobre algunos aspectos de los que trata san Pablo en la segunda carta dirigida a la comunidad de Tesalónica referentes a los últimos tiempos. Hemos elegido dos cuestiones, no...