La llama del conflicto en Israel volvió a prender, y con intensidad. Tras el paréntesis que ha supuesto la pandemia, en un país donde la vacunación es casi completa, la recuperación de la vida normal ha supuesto también la reanudación de los ataques terroristas por parte de los islamistas de Hamas.
La tensión se palpaba en el ambiente desde hacía días. A las causas habituales se sumaba la disputa por la propiedad de unos inmuebles habitados por árabes en el barrio de Sheikh Jarrah en Jerusalén y el disgusto palestino ante los varios países árabes que, dentro del plan impulsado por el ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, están normalizando sus relaciones con Israel. Desde el comienzo del Ramadán, Jerusalén se encontraba en estado de agitación y, a diario, la ruptura nocturna del ayuno daba lugar a enfrentamientos callejeros. El cierre al público de la plaza de la Puerta de Damasco, lugar de encuentro de numerosos musulmanes en las noches del mes de Ramadán, aumentó la temperatura.
Poco después el gobierno israelí anunció que no permitiría la entrada en la explanada del Templo a los judíos participantes en la «Marcha de Jerusalén». Sin embargo, los musulmanes no dejaron de lanzar piedras desde la explanada sobre los judíos concentrados en el Muro de las Lamentaciones para celebrar la conquista de la Ciudad Vieja en 1967, durante la Guerra de los Seis Días. Finalmente la policía israelí tuvo que entrar en la explanada para detener esos ataques: el lanzamiento de piedras fue contestado con gases lacrimógenos y balas de goma. En los enfrentamientos más de trescientas personas resultaron heridas, entre ellas nueve policías.
Desde lo alto de los minaretes se empezó entonces a clamar contra «la agresión a Al-Aqsa» (la mezquita construida en la explanada del Templo) y se oyeron gritos de «Allah Akbar». La situación fue aprovechada por la organización terrorista islámica Hamas, que controla Gaza y que ha visto reducirse su peso e influencia. Hamas y la Yihad Islámica iniciaron el lanzamiento de cohetes sobre diversas poblaciones de Israel, incluidas Jerusalén y Tel Aviv. En total, en poco más de una semana, se lanzaron más de 4.000 cohetes contra territorio israelí, de los cuales aproximadamente el 90% fueron interceptados por el sistema antimisiles conocido como «cúpula de hierro». Las víctimas mortales en Israel ascienden a trece. Por su parte, el ejército israelí, respondió a los ataques, destruyendo aproximadamente 100 kilómetros de la red de túneles que ha construido Hamas en Gaza y causando más de 200 muertes entre sus militantes. A pesar de su clara derrota militar, Hamas no ha actuado irracionalmente: en primer lugar, ha recuperado peso entre los palestinos, presentándose como la organización que recoge los anhelos de los palestinos, y además ha frenado el acercamiento a Israel de sus nuevos aliados árabes (Emiratos Árabes Unidos, Imagen del reciente conflicto entre Israel y Gaza
Bahrein y Marruecos), que no quieren que se les acuse de no apoyar a la población árabe.
Mientras esto sucedía, continuaban las negociaciones para formar un gobierno en el enormemente fragmentado parlamento israelí. El ganador y primer ministro desde 2009, Benjamín Netanyahu, no consiguió los suficientes apoyos, que en cambio sí ha conseguido una coalición heterogénea que contiene a izquierdistas, nacionalistas judíos y árabes unidos por su animadversión, no sólo política sino en muchas ocasiones personal, hacia Netanyahu. Un acuerdo que pondrá al antiguo brazo derecho de Netanyahu, Naftalí Bennett, a la cabeza del gobierno durante dos años, momento en que la cederá a su aliado Yair Lapid. Aunque la duración del gobierno es incierta, el nombramiento de Bennett es un hito histórico, pues es la primera vez que se nombra para este puesto a un judío practicante y ortodoxo, signo del creciente peso demográfico de los judíos ortodoxos y ultraortodoxos (haredim) en Israel.
También es histórico que en la coalición que sostiene el nuevo gobierno participen partidos árabes, que recogen el voto de los árabes que viven en Israel. En este caso también se refleja un hecho demográfico: por ejemplo, en Jerusalén, el porcentaje de población árabe ha pasado de poco más del 25% en 1967 a casi el 40% en la actualidad.
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