Si hay algo insoslayable es que todos moriremos. ¿Cómo encarar este momento decisivo y fatal? Diat, al que conocíamos de sus sensacionales libros escritos junto a su amigo el cardenal Sarah, emprende un camino por ocho monasterios y pregunta a los monjes cómo viven la muerte, cómo se preparan, cómo la conciben, cómo han muerto quienes les han precedido. El resultado, lejos de ser tétrico, es luminoso.
Pero tampoco se piense que estamos ante un libro donde todo es color de rosa y los monjes mueren entre perfumes y tránsitos en brazos de los ángeles. Los monjes son muchos y muy diversos, las situaciones son también muchas e incluso hay tragedias devastadoras, como la del monje que se suicida (sí, también la depresión severa puede afectar a estos hombres de carne y hueso). Eso sí, cada uno con su particularidad propia, si algo sobresale en la manera de encarar la muerte de estos religiosos es su consideración de que ésta no es más que la puerta hacia la vida eterna. La vida es, pues, noviciado, escuela, preparación para poder llegar al cielo. Esta visión lo cambia todo y llena de esperanza un momento que, sin el don de la fe, fácilmente se torna terrorífico. Y es que, como explica el hermano Philippe, de la abadía del Císter, «pensar en la muerte no es morboso: de hecho permite comprender el sentido de la vida». O como señala el cartujo dom Innocent, «la vida sería un desastre si no supiéramos que algún día vendrá a buscarnos la muerte. ¿Cómo podrían quedarse para siempre los hombres en este valle de lágrimas? Hemos nacido para encontrarnos con Dios».
Las vivencias que nos presenta Diat impresionan. Historias múltiples que tocan, cada una, alguna tecla distinta. Como también impresiona la obediencia de estos monjes, capaces de esperar a su superior para expirar y así cumplir la orden recibida (no se trata de decidir cuándo entregamos el alma, algo que solo Dios conoce, sino de la capacidad humana de luchar, y arañar unas horas, o de abandonarse). Pero si de algo impresionante estamos hablando, esperen al último capítulo, dedicado a la Gran Cartuja, donde encontramos a hombres que, a lo largo de los años han ido uniéndose a Dios en medio del silencio y la soledad, cada vez con mayor intensidad, y que acaban apagándose también a solas para unirse definitivamente con su Amado. Como explica el padre Jean-Phillipe de Solesmes, «tenemos que alegrarnos por los hermanos que llegan a las puertas del Paraíso. El único gran deseo de un monje es subir al Cielo». También debería ser el nuestro.
Lo que nos explica Diat no se trata, pues, de algo solo para aquellos que han abrazado la vida religiosa, sino que es lo propio de cada cristiano. Empezando porque, como recuerda el padre abad de En-Calcat, la profesión religiosa consiste en saber que la vida se la debemos a Otro ¿O es que vivir para merecer ir al Cielo tras traspasar el umbral de la muerte no es la misión de cada uno de nosotros? Lo que ocurre es que en un mundo que hace todo lo posible por mantenernos alejados de la muerte, porque vivamos, olvidándola, como si nunca fuera a llegar, incluso los cristianos perdemos de vista que la vida es peregrinación y que la meta es el Cielo. La radicalidad de estos monjes al abrazar la vida cristiana nos sirve para recordar a qué estamos llamados: no para deprimirnos ante la certeza de que moriremos, sino para alimentar nuestra esperanza en la vida eterna.
Es mérito de Diat, además, haber escrito un libro que se devora, escrito con una voz muy natural, que reproduce la conversación con un amigo que nos quiere explicar algo muy interesante que ha descubierto. Escritura muy fluida, pues, pero jalonada por profundas reflexiones que nos ayudan a penetrar más en el misterio de la vida y de la muerte, en nuestra vocación, a lo que hemos sido llamados, que en definitiva es a ir a nuestro Padre, a alcanzar la patria celestial, a ser ciudadanos del Cielo.
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