Apreciado lector:
Quisiera compartir contigo unos hechos que han permanecido olvidados en el baúl de la historia desde hace ya casi un siglo. Es la vida de un personaje admirable cuyo recuerdo ha pasado inadvertido, por diferentes circunstancias. Te lo cuento para que sea conocido, y edifique al pueblo cristiano para mayor gloria de Dios.
Fernando Molins Orra nació en Sant Celoni el 3 de agosto de 1875 en el seno de una humilde familia
cristiana. Poco se sabe de su temprana infancia y de su adolescencia; sí sabemos, en todo caso, que
fue ordenado presbítero. Ejerció en Fontrubí (Alt Penedès) como párroco rural y, posteriormente, fue
destinado a la parroquia de San José-Santa Mónica de la Rambla (Barcelona). Allí pasó quince años de
una vida plenamente apostólica. La parroquia de San José era también conocida como Santa Mónica, nombre heredado de la anterior congregación de agustinos, situada en el distrito de Atarazanas. Cuando llegó don Fernando (1921) la situación de las Ramblas era muy desfavorable. Era un barrio marginal, habitado mayoritariamente por inmigrantes, donde reinaba la pobreza y la corrupción moral. –«Hay gentes de todas las partes del mundo»–, –«todo el bajo fondo social de Barcelona vive en estos barrios»– describe el archivo diocesano. Lugar de encuentro de comités obreros, revolucionarios y hasta grupos de pistoleros; donde se promovía de modo organizado la perniciosa doctrina del marxismo.
Según el dietario, unas dieciséis mil almas estaban asignadas a su parroquia, de las cuales unas 600 frecuentaban los sacramentos. Nada más llegar don Fernando se puso a trabajar ardientemente por todas ellas, dispuesto a amarlas a todas, sin despreciar ni una.
Según un gran número de testigos era una persona bondadosa y cariñosa que se ganó el corazón de
sus fi eles y también el de los más alejados. Ejercía su ministerio con gran celo y se dedicaba a practicar las obras de misericordia con los más desfavorecidos del barrio. Su magnanimidad para con los necesitados alcanzó tal fama que muchos católicos de la aristocracia barcelonesa acudían a ayudarle con limosnas.
Un colaborador suyo dejó escritas las siguientes palabras: «Fue divulgándose la fama que en el
padre Fernando hallaban acogida los humildes, los náufragos morales… Cuando peligraban los hijos,
o la miseria incitaba al pecado, o los enfermos quedaban sin asistencia, o las carnes desnudas temblaban de frío y no había ni pan en la casa, la negrura del cielo dejaba siempre un claro a la esperanza. Se consolaban diciendo: “Iremos a ver al Padre Fernando”».
La propaganda marxista acusaba a los empresarios de explotar a los obreros y, a la Iglesia, de ser su cómplice. El distrito de Atarazanas contaba con un gran número de peones obreros que sufrían esta
situación y que ignoraban la denuncia pública que desde la Iglesia se realizaba. La violencia que tal
doctrina promovía, unida a la situación de hambre y descontento popular, fueron preparando el terreno.
Tras quince años de ejemplar entrega, sus enemigos odiaban profundamente a don Fernando. Su entrega y amor a los pobres desmentía las difamaciones que ellos se esforzaban por difundir; y también por su gran popularidad: millares sentían un profundo agradecimiento hacia él. Lo calumniaron diciendo haberlo visto, desde el sindicato metalúrgico, disparando contra los obreros desde el campanario. Después de organizar un comité, fueron a buscarlo. El 19 de julio de 1936, lo prendieron a él y a su
vicario, don Javier Nogueras. Fue por la tarde, después de la siesta. Un grupo armado asaltó la iglesia.
Estaba todo preparado: al entrar algunos dispararon, para simular una ficticia resistencia. Cogieron a don Fernando con la excusa de que tenía que declarar ante el comité. Dócilmente los siguió, y lo sacaron afuera. En este punto las fuentes divergen: algunos dicen que a la salida una muchedumbre les
aguardaba, y que recibieron una descarga. El reverendo don Juan Guilera Solé, por otro lado, testificó
bajo juramento que don Fernando fue apuñalado. Sea como sea, don Fernando y su vicario, se desangraron ante la iglesia en la que habían consagrado su vida. La iglesia fue asaltada y demolida; no quedó piedra sobre piedra.
Más tarde, algunos vieron a don Fernando, ya muerto, con el brazo desgarrado y la mano ensangrentada, con el crucifijo en la mano. El mismo crucifijo que él daba a besar en sus visitas a enfermos.
Ese crucifijo revela el modo admirable como había muerto el buen párroco. «Pasó por el mundo haciendo bien, tuvo gran celo por la gloria de Dios y gran amor por los pobres. Destacó por el sacrificio y la abnegación y por sus obras de misericordia, buscando consolar a los afligidos y menesterosos. Su casa y su corazón siempre estuvieron abiertos para todos, a él acudían buscando consuelo en los momentos de tribulación. Enfermos, inválidos, huérfanos, viudas, almas en peligro, obreros sin trabajo conocieron la inagotable bondad de aquel a quien filialmente llamaban “Padre Fernando”. Gran amigo de los obreros y de los pobres». Así reza la esquela de su funeral. No fue el único. Además de don Fernando Molins Orra y de su vicario don Javier, el reverendo Eugenio Carcavilla. También don Rafael Ferran y otros dos laicos, fueron asesinados por su acendrado catolicismo en el distrito parroquial.
En este artículo hemos querido destacar la fi gura de don Fernando, por su vida ejemplar, por su carácter amable y pacífico, por su caridad incansable y su empeño por practicar las obras de misericordia. Porque ante las contrariedades supo mantenerse firme en la fe hasta el postrer instante, dando un heroico testimonio para la Iglesia.
También lo consideramos importante por lo que dice Rucabado (1959), comentando el fenómeno acaecido en la diócesis de Barcelona durante la Guerra Civil: entre las 898 víctimas del clero secular
(o 930 según los cómputos) fue la primera en la ciudad de Barcelona (sin contar al reverendo Ballart
que murió en la madrugada, pero en los suburbios). Don Fernando fue, por tanto, protomártir de
Barcelona.
Así lo explica Pío XII: «las víctimas más predilectas de la revolución satánica fueron los sacerdotes
más amigos del pueblo y que más cerca de él estaban». (Hoja diocesana, 11 junio 1939).
Si alguna vez, estimado lector, tienes la oportunidad de pasear por las Ramblas de Barcelona,
escucha bien lo que te voy a decir. Bajando, poco antes de llegar a la plaza de Colón junto al puerto, a
mano derecha, podrás observar un edifico moderno, una iglesia dedicada a Santa Mónica. Es, aunque no lo parezca, la iglesia que se edificó posteriormente sobre sus ruinas. Recuerda que allí delante se vertió la sangre de un cura, amigo de los más pobres; quien se desvivió por los últimos, en uno de los barrios más complicados de Barcelona. Si alguna vez estás allí y te acuerdas, levanta los ojos al Cielo y
reza para que, si Dios quiere, algún día pueda ser contado entre sus santos.
Tú eres el orgullo de nuestro pueblo
Virgen Santa e Inmaculada, a ti, que eres el orgullo de nuestro pueblo y el amparo maternal de nuestra ciudad, nos acogemos con confianza y amor. Eres toda belleza, María. En ti no hay mancha de pecado. Renueva en...