La visión que los Estados Unidos han tenido de su propio papel en el mundo ha estado teñida de colores mesiánicos desde sus orígenes: los puritanos que llegaron a las costas de Norteamérica estaban convencidos de que aquellas tierras les habían sido entregadas por la Providencia para poder edificar, en palabras de John Winthorp una «ciudad en la colina», sobre la que estarán puestos los ojos de todos
los pueblos de la Tierra, en abierta alusión a las palabras de Jesucristo: «Vosotros sois la luz del mundo.
No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo
de un celemín».
Esta concepción, en la que los Estados Unidos están llamados a jugar un papel singular en la historia
mundial y destinados a liderar el mundo hacia un reino de paz y armonía, se ha mantenido muy vivo,
incluso en su versión secularizada en la que la Biblia ha sido sustituida por la democracia liberal.
Escuchamos ecos de esta visión mesiánica en Thomas Jefferson, cuando afirmaba que «sentimos que estamos actuando por obligaciones no confinadas a los límites de nuestra propia sociedad. Es imposible no comprender que estamos actuando por toda la humanidad ». También aparece, en 1845, en la doctrina del Destino Manifi esto y llega a su paroxismo con Woodrow Wilson, quien defendió la entrada de los Estados Unidos en la primera guerra mundial, la «guerra para acabar con todas las guerras», no para restaurar ningún equilibrio de poder, sino para «hacer un mundo seguro para la democracia».
Ciertamente esta visión no ha sido unánimemente sostenida por todos los estadounidenses. Ya George
Washington, en su discurso de despedida al abandonar la presidencia en 1796, advertía de que «Europa
tiene un conjunto de intereses que para nosotros no tienen ninguna o una muy remota relación… Por lo
tanto, es imprudente para nosotros implicarnos en las vicisitudes ordinarias de su política, o en las combinaciones y colisiones ordinarias de sus amistades o enemistades». Y a finales del siglo XIX, el presidente Groover Cleveland, en 1885, afirmaba su adhesión a «la política de neutralidad, que rechaza cualquier participación en las contiendas y ambiciones extranjeras en otros continentes».
Pero el mesianismo secularizado de Woodrow Wilson se convierte en hegemónico desde el fi n de
la segunda guerra mundial y constituye la visión, con más o menos matices, de todos los presidentes estadounidenses durante la Guerra Fría. El hundimiento de la Unión Soviética es visto como el momento de triunfo de este modo de comprender el orden mundial.
George H. Bush hablará del liderazgo de los Estados Unidos en la nueva comunidad de la libertad y Bill
Clinton, hablando ante la ONU en 1993, declarará que «es un momento de milagros», un mundo en el
que solo hay un camino: cada vez más «democracias prósperas que cooperen entre sí y vivan en paz». Es lo que Francis Fukuyama teorizará bajo la fórmula del fin de la historia.
La realidad pronto demostró que el entierro de la historia era prematuro. Los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2011 simbolizaron el fin del fin de la historia. Pero no solo ha sido la aparición de nuevos y peligrosos agentes no estatales: el creciente poder de China, la recuperación de una Rusia celosa de su área de influencia, los desafíos de Corea del Norte e Irán o el fracaso en la «construcción » de democracias liberales en Afganistán e Iraq ponen en evidencia que no existe un orden mundial con una autoridad aceptada y un sistema de reglas compartido. La utopía de un mundo liberal bajo el liderazgo y la autoridad natural de los Estados Unidos se esfumó con la llegada del siglo XIX.
Tras la agitada presidencia de George W. Bush, Obama se propuso recuperar la visión de unos Estados
Unidos liderando al mundo entero, ahora en una versión más progresista. Frente a las armas de Bush,
el fl amante premio Nobel de la Paz Barack Obama apostaba por el poder de la persuasión, pero pronto
quedó en evidencia el abismo que separaba sus floridos discursos de una realidad que se resistía a encajar en el escenario del fi n de la historia bajo la pax americana. Así, las buenas intenciones del inicio de su mandato acabaron convirtiéndose en numerosos conflictos que sumieron en el caos y la violencia a
lugares como Siria, Libia o Ucrania.
La llegada de Trump significó una ruptura radical con esta visión mesiánica, el primer intento de regresar al antiguo realismo desde los tiempos de Woodrow Wilson. Así, la administración de Trump declaró no estar interesada en establecer el reino de la democracia y la libertad en el mundo entero sino que afirmó actuar exclusivamente movida por la defensa de los intereses de los Estados Unidos. Esta actitud
se tradujo en el abandono de pactos e instituciones multilaterales (abandono del Acuerdo Trans Pacífico
[TTP] en 2016, retirada de la UNESCO y del Acuerdo de París sobre el clima en 2017, salida del acuerdo
de Viena sobre armas nucleares con Irán en 2018) y la recuperación de una diplomacia basada en medidas unilaterales y en negociaciones bilaterales. La llegada ahora del que fuera vicepresidente de
Obama, Joseph Biden, a la Casa Blanca ha sido anunciada como la cancelación del enfoque realista de
Trump y la reanudación de las políticas que han sido hegemónicas en los Estados Unidos desde hace casi
un siglo. Presentando a sus colaboradores en política internacional, Biden afirmó que «este es un equipo
que refleja que Estados Unidos está de vuelta, listo para liderar el mundo». Pero más allá de los discursos, aparece la duda bien fundada de si los Estados Unidos tienen capacidad para imponer un orden
mundial basado en su visión de la vida política a las potencias emergentes y a los otros actores que
no le reconocen autoridad alguna. ¿Es creíble que la China de 2021 acepte el marco político impuesto por
los Estados Unidos? ¿Hay alguna posibilidad de que la Rusia de Putin acepte las condiciones que Estados
Unidos plantea? La misma pregunta podría hacerse en relación a Irán o Corea del Norte, ambos en actitud
de abierto desafío, al seguir adelante con su programa de desarrollo de armamento nuclear. Si en tiempos de Barack Obama la capacidad de Estados Unidos para imponer su criterio en el mundo se reveló muy erosionada, su situación actual es incluso de mayor debilidad.
A su incapacidad material, se une ahora un mayor desprestigio a la luz de las fracturas internas que ponen en cuestión su propio modelo. En este contexto, Biden podrá dar pomposos discursos sobre la importancia de actuar contra el cambio climático o para expandir la perspectiva de género en el mundo entero, pero va a tener pocos instrumentos en su mano para enfrentar las crisis y conflictos reales que se presentan en el horizonte.
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