Una era mariana y josefina
Con el pontificado del beato Pío IX se inicia en la Iglesia una era mariana y josefina. Dos hechos relacionados cronológicamente de un modo muy revelador e intencionado marcan este inicio: la definición del dogma de la Inmaculada con la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854 y la proclamación de san José como patrono universal de la Iglesia, justamente en la festividad de la Inmaculada el 8 de diciembre de 1870, ahora hace 150 años. Cada uno de estos dos actos estuvieron rodeados de circunstancias muy especiales que acentúan significativamente su importancia.
La petición de la definición de la Inmaculada Concepción de la Virgen María tiene una larga historia: los debates teológicos se habían sucedido durante años y en la defensa fervorosa y entusiasta del privilegio mariano había destacado España, como así lo acredita una abundantísima iconografía en torno a la Inmaculada. Universidades, reyes y otras muchas instituciones habían dirigido sus peticiones a Roma solicitando la proclamación del dogma mariano, y a pesar de que formaba parte del magisterio de la Iglesia desde hacía tiempo.
Dios tenía dispuesto providencialmente para este siglo XIX el momento adecuado para la definición dogmática. Europa vivía tiempos de especial turbación política y religiosa, el naturalismo antropológico y el laicismo en la vida social se había ido extendiendo por todas partes. Parecía como si el hombre pudiera vivir al margen de la Redención como si el pecado y la gracia, no constituían el obstáculo y el medio adecuado para su felicidad. Ante esta desalentadora y difícil situación el Papa quiso proclamar ante el mundo un mensaje de esperanza: con la Encarnación el mal había sido vencido hasta sus raíces y prueba de ello es que la Madre del Verbo encarnado había sido concebida sin la culpa original. Por ello Pío IX afirma en la bula de proclamación del dogma que contemplando la obra redentora realizada por Dios en la Virgen María, puede afirmar la esperanza de que a pesar de las dificultades y errores que con- forman el mundo actual «se forme un solo redil y un solo pastor». Siguiendo la doctrina del gran santo mariano san Luis Mª Grignion de Montfort podemos entender estas palabras del Papa como el anuncio de que tras la proclamación del triunfo de María vendrá al mundo el reinado de su Hijo, reconociéndolo los pueblos como único Dios y Señor..
El segundo hecho a que hemos aludido hace referencia a san José. Durante el concilio Vaticano I la mayor parte de los padres conciliares pidieron al Papa la proclamación del patrocinio universal de san José. Pío IX aceptó la petición, pero no pudo llevarse a cabo el acto de proclamación durante el Concilio como estaba previsto, al quedar interrumpido por la invasión de los Estado Pontificios. Sólo tres meses después se publica el decreto «Quemadmodum Deus» de proclamación del patrocinio universal de san José sobre toda la Iglesia justamente en la fiesta de la Inmaculada, queriendo señalar la íntima conexión de los privilegios marianos con la santidad de san José. Jesús es el Mesías prometido descendiente de David porque su madre, María «estaba desposada con un varón que se llamaba José de la casa de David» (Lc 1, 27). La proclamación josefina era también una respuesta esperanzada, como indica el citado decreto a: «estos tiempos tristísimos en que la Iglesia es atacada por doquier por sus enemigos y es oprimida por tantas calamidades que parece que los impíos hacen prevalecer sobre ella las puertas del Infierno».
Durante los pontificados que han ido sucediéndose hasta nuestros días se han multiplicado los documentos doctrinales y los actos religiosos en honor a la Virgen María y a san José: dogma de la Asunción, encíclicas, consagraciones, años marianos, inclusión de san José en el canon de la Misa patrocinio sobre el Concilio Vaticano II etc. y hay que destacar de un modo muy especial la reciente proclamación por el Papa Francisco, por primera vez en la historia de la Iglesia, del año jubilar josefino que se inicia y termina en la festividad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Como ha subrayado el Magisterio pontificio en repetidas ocasiones esta enseñanza y celebración josefina ha estado precedida y acompañada por una creciente devoción popular, peregrinaciones, romerías a santuarios, fiestas marianas, difusión del rezo del santo Rosario en familia, culto a la Sagrada Familia, puesto de manifiesto en la catedral de nuestro tiempo: el templo de la Sagrada Familia de Barcelona. Todo este movimiento eclesial mariano y josefino hay que verlo providencialmente como el camino que Dios ha dispuesto en estos tiempos tan complejos, saturados de ansia de riqueza y bienestar material, para que de un modo sencillo, ordinario y pobre, José y María nos sirvan de ejemplo para acercarnos a su Hijo Jesús como único remedio a los males de una humanidad tan des- orientada por la frustración del incumplimiento de las falsas esperanzas y atrapada por los temores ante un futuro incierto, pero colmado de malos presagios.
Finalmente, en la vida cristiana la devoción mariana y josefina tiene que ser el medio providencial para recuperar en el seno de la Iglesia la fidelidad a la fe recibida y la obediencia a la enseñanza salvífica permanente proclamada en su magisterio a través de los siglos. El ejemplo de obediencia de la esclava del Señor que con su «hágase en mi según tu palabra» (Lc 38) aceptaba lo que el ángel le anunciaba de parte del Señor, y la actitud de confianza del que hizo «lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María como su esposa» (Mt 1, 24) nos muestran el camino que Dios suscita para poder llevar a cabo su planes de redención del mundo.