Si la campaña electoral estadounidense ha sido agitada, las elecciones no lo han sido menos.
Cuando escribimos estas líneas aún no sabemos quién será el presidente de los Estados Unidos durante los próximos cuatro años: aunque el demócrata Joe Biden se ha autoproclamado vencedor, Donald Trump parece decidido a llegar hasta los tribunales argumentando que ha existido fraude masivo.
Lo que sí sabemos es que la «ola azul» demócrata que iba a barrer el país ni ha llegado ni se divisa en el
horizonte. Las encuestas han vuelto a fallar estrepitosamente, y dónde nos anunciaban cómodas ventajas
para Biden, con incluso más de diez puntos porcentuales de diferencia, nos hemos encontrado con victorias de Trump o resultados muy ajustados.
La cuestión del posible fraude electoral flotaba en el ambiente desde hacía tiempo: un sistema electoral como el estadounidense, con indiscutibles carencias en lo que se refiere a la certificación de la validez del voto, se había convertido este año en el entorno ideal para cualquiera interesado en cometer fraude masivo. Si el sistema ya era deficiente, el envío indiscriminado de papeletas de voto por correo con la excusa de favorecer la participación en tiempos de pandemia, significaba miles y miles de votos enviados a direcciones incorrectas, a personas ya fallecidas… votos que los «cosechadores» profesionales (en Estados Unidos el voto por correo no es personal, sino que puede ser entregado a una tercera persona y hay organizaciones activistas dedicadas a esta tarea) podían recolectar y utilizar para sus fines. Algunas medidas, como las aprobadas en Pensilvania, para alargar la fecha de recepción de votos por correo sin verificar que el sello fuera anterior al día de las elecciones y dando por buenas las firmas dudosas, hicieron saltar todas las señales de alarma. No estábamos en 2016 y nadie iba a ser pillado por sorpresa en esta ocasión.
Y entonces, durante la noche electoral, en los estados decisivos se detuvieron los recuentos sin motivos solventes (en el mejor de los casos se dieron explicaciones con credibilidad limitada, como las recurrentes faltas de tinta para las impresoras o incluso la avería de una cañería), y al reanudarse el recuento el patrón de voto cambio a favor de Biden de manera asombrosa. Por ejemplo, en Michigan se contabilizaron de repente 138.339 votos y ni uno de ellos fue para Trump. Concediendo que en el voto por correo había una mayor proporción de voto demócrata, la probabilidad de que ni un solo voto de esos más de cien mil fuera para el candidato republicano es remota.
Mientras los grandes medios otorgaban la victoria a Biden y cortaban en directo los discursos del aún presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, la batalla judicial sigue su curso. Para ganarla, Trump no solo necesita pruebas, sino también apoyos para una apuesta en la que la estabilidad de todo el país está en juego. Un contexto en el que muchos republicanos prefieren no ir a lo que supondría una guerra sin cuartel. El establishment del Partido Republicano, derrotado hace cuatro años contra todo pronóstico por Trump (y que el presidente ha despreciado a menudo), no parece dispuesto a ir a una guerra institucional de consecuencias imprevisibles.
Mientras se resuelve la batalla judicial anunciada por Trump, sí podemos avanzar algunas impresiones. Empezando por el Senado, el otro gran objetivo demócrata en estas elecciones, pues capturar el Senado era clave para poder avanzar en los planes demócratas de reconfiguración del sistema político estadounidense, empezando por el aumento del número de jueces en el Supremo que permitiría neutralizar la entrada de la juez católica Amy Coney Barrett. A la espera del recuento final, parece
que los demócratas no van a conseguirlo. En cuanto a los gobernadores en juego, los ocho gobernadores republicanos que se presentaban a la reelección lo han conseguido, y además los republicanos han
arrebatado Montana a los demócratas.
Pero quizás quienes han cosechado un mayor descrédito son las empresas encuestadoras, que han
vuelto a errar en proporciones escandalosas, minusvalorando de mucho los votos a Trump. Tras este
nuevo fiasco, la sospecha de que las encuestas no pretenden reflejar la realidad sino que son un arma
de propaganda política es bastante sólida. Aunque quizás también exista otro factor para explicar estos
groseros errores: la aplastante hegemonía cultural de la izquierda que provoca que sean muchos quienes no se atreven a confesar el sentido de su voto políticamente incorrecto.
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