La cuestión no es nueva y, como recuerda Jack Valero en Catholic Voices, fue abordada a fondo por el nuevo santo, John Henry Newman, al final de sus días. Escribe Valero:
«Un cristiano que cree que el aborto es algo malo en todas las circunstancias o que el matrimonio es sólo entre un hombre y una mujer ¿es apto para la vida pública hoy en día? Este tipo de cuestiones pueden construir o acabar con una carrera política; sin embargo, no son nuevas. John Henry Newman se enfrentó a todas ellas hace unos ciento cincuenta años.
En noviembre de 1874, cuando William Gladstone perdió las elecciones y se retiró de su cargo como primer ministro, tuvo tiempo para escribir un panfleto sobre el Concilio Vaticano I, que había finalizado unos años antes. Visto que el Papa había declarado su infalibilidad, comentó, los católicos no sólo habían perdido su libertad intelectual, sino también se habían convertido en personas no aptas para la vida pública.
Varios católicos se asustaron y le pidieron a Newman que respondiera a la acusación. El resultado fue su Carta al duque de Norfolk (1875), el último libro completo publicado por Newman.
En su primera sección, Newman presenta el objetivo de dicha Carta: “La cuestión principal planteada por el señor Gladstone creo que es ésta: ¿pueden ser los católicos personas de confianza para el Estado? Su conciencia, sometida a una potencia extranjera, ¿no podrá ser utilizada por ésta en cualquier momento, para gran desconcierto y perjuicio del gobierno civil bajo el que viven?”
Su respuesta no fue sólo “sí”o “no”. Fue un estudio sutil de la cuestión (…) El centro de esa Carta es su capítulo sobre la conciencia, que a partir de entonces ha sido utilizado por la Iglesia católica como fuente de enseñanza sobre este tema, tal como cita, por ejemplo, el Catecismo publicado en 1992, más de un siglo después de la muerte de Newman.
Newman veía la conciencia como la voz de Dios hablando al corazón de cada persona, ayudándola a actuar de manera justa. “Esta visión de la conciencia”, dice Newman, “es muy distinta de la que tienen habitualmente la ciencia y la literatura, y la opinión pública, de hoy en día. Está fundada en la doctrina según la cual la conciencia es la voz de Dios, mientras que en general ahora está de moda considerar que, de una manera u otra, es creación del hombre”.
“La conciencia es un supervisor severo”, sigue, “pero en este siglo ha sido sustituida por una falsificación de la que nunca se ha oído hablar en los dieciocho siglos anteriores (…) Es el derecho a la autodeterminación”.
Veinticinco años antes, en uno de sus discursos “sobre la actual posición de los católicos en Inglaterra”, Newman había defendido un entendimiento de la conciencia según el cual ésta, aunque muy personal, no era meramente subjetiva. A los católicos no había que decirles sólo lo que tenían que hacer, sino que debían seguir su conciencia; pero ésta también necesitaba ser orientada a través de un conocimiento adecuado de la propia fe.
De ahí que no sea sólo una cuestión de obedecer ciegamente a Dios porque es omnipotente y supremo. Dios es también la verdad y la bondad mismas. Dios desea el bien y la verdad porque Él es bueno y verdadero. Su deseo no es arbitrario. Con el estudio y el uso de la razón, nuestra conciencia puede ayudarnos a discernir cómo buscar el bien y la verdad en el caso de la vida real y la política. Por consiguiente, en las cuestiones morales, la Iglesia sólo nos recuerda lo que una conciencia adecuadamente formada debería conocer por sí misma.
(…) Si los cristianos siguen su conciencia bien formada e informada, entonces ciertamente son las personas más aptas para tener un papel en la vida pública, y los gobiernos deben servirse de ellos para todo tipo de funciones y roles. Porque un cristiano así tiene un sentido muy claro de lo que está bien o está mal, de lo que es bueno y verdadero. Un hombre o una mujer preocupados, ante todo, por el juicio de la conciencia serán sin duda mejores servidores públicos que otros que actúan sólo movidos por el juicio de las masas.»
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