El Real Monasterio de Santa María de Poblet, una de las abadías cistercienses más grandes de Europa, se encuentra rodeado de viñedos y de un frondoso bosque de pinos, cedros, abetos, encinas, robles, castaños, olmos, chopos… en una zona rica en agua, tanto por las numerosas fuentes que brotan como por estar en la confluencia del río Sec y el río Pruners, al pie de la serranía de Prades, en la cuenca del río Francolí. Las excavaciones arqueológicas han localizado construcciones precistercienses que hacen pensar en asentamientos anteriores, lo cierto es que el topónimo parece proceder de la adición del sufijo latino –etum, que indica colectividad de lo expresado por la raíz, a la palabra latina populus alba, topónimo escogido muy probablemente por la relación simbólica entre la corteza blanca del álamo, que además está muy presente en la zona, y el hábito blanco de los monjes cistercienses.
El eremita Poblet y el rey taifa de Ciurana
Todos los hechos históricos de gran importancia se presentan envueltos, a través de los siglos, en una tenue neblina de leyenda o tradición popular que los idealiza y los sitúa en un mundo maravilloso de heroísmo, intervenciones sobrenaturales y pasiones humanas ennoblecidas, que los hacen sumamente atractivos. El hecho de suprimirlas por una crítica histórica exagerada es tan desagradable como el frío invernal que deshoja las plantas y árboles de nuestros parques, jardines y campos.
Poblet tiene su leyenda de oro, tan antigua como el mismo Cenobio y tan venerable como sus muros.
Un penitente, llamado Poblet, hacía vida eremítica en el huerto llamado «Lardeta», situado en un valle solitario de los montes de Roquerole. No lejos, mirándose en un riachuelo de aguas perennes, se levantaba un soberbio castillo moro, residencia del minúsculo rey de Ciurana Un día mientras el santo ermitaño se dedicaba a la contemplación en su austero eremitorio, se vio súbitamente aprisionado por los soldados de aquel rey. Llevado a su presencia, a pesar de las amenazas y coacciones que se le hicieron para que abjurase de su fe cristiana, se afirmó más y más en Jesucristo y despreció a Mahoma. Encolerizado el Príncipe mandó encerrarle en una de las mazmorras del castillo.
Al día siguiente, cuando los carceleros vinieron a verle, constataron, estupefactos, que había desaparecido. Enterado Almira-Almominiz, que así se llamaba aquel rey taifa, mandó que partieran sus fieles en busca del fugitivo. Lo hallaron en su cueva haciendo su vida ordinaria de oración, penitencia y trabajo. Maniatado y bien custodiado fue llevado ante Almira-Almominiz que por segunda vez le sepultó en una de las mazmorras del castillo y montó una guardia formidable que debía vigilar todos los movimientos del santo ermitaño. De nuevo la Virgen se le apareció y, sin que ningún poder humano lograse impedirlo, la Madre del Cielo lo libertó. Aún se repitió por tercera vez el prodigio precedido de un juramento del caudillo sarraceno que aseguró al santo penitente que si aquella vez lograba evadirse, daría fe a la intervención sobrenatural que le protegía y le dejaría en completa libertad de seguir su vida anacorética.
Personalmente el rey dirigió la guardia. Aherrojado, vigilado y sin poderse mover quedó aquel héroe de la Fe.
A pesar de ello se obró el prodigio. La Virgen acompañó a su siervo fiel desde el castillo a su cueva y el rey moro cumplió su juramento.
Las tres luces
La fama de este hecho, sigue explicando la leyenda, se divulgó por el país y corría de boca en boca entre los soldados de Ramón Berenguer IV (1113-1162), empeñado entonces en la conquista de aquellas tierras de Poblet, montañas de Prades y Castillo del rey de Ciurana, coincidiendo con la aparición sobre la frondosa alameda de «Lardeta» de tres hermosas luces sobrenaturales, que durante varias noches pudo admirar el ejército cristiano.
Movido por estas intervenciones celestiales, Ramón Berenguer IV prometió fundar un Monasterio en honor de la Virgen, levantando tres capillas en el lugar en que aparecía cada una de las tres luces. Acabada la campaña se edificó el Monasterio, llamado Poblet por el nombre del ermitaño. La misma tradición nos dice que éste se incorporó a la comunidad venida de Fontfreda (Abadía cisterciense de la Provenza, cerca de Narbona). Tres capillas románicas subsisten aún hoy día desde aquella primera construcción. Las ermitas de San Esteban, Santa María y Santa Catalina recuerdan aquel legendario prodigio.
Es costumbre en la Orden del Cister que, al acabar el rezo diario de lo que los monjes llaman «la Obra de Dios«, sean encendidas dos velas sobre la mesa del Altar Mayor, mientras se canta la Salve Regina. En Poblet son tres las velas que arden en memoria de aquellas tres luces celestiales antaño aparecidas al ejército cristiano.
Es impresionante la solemnidad de aquel canto, cuando todas las noches los Monjes vuelven a repetirlo, después de ocho siglos, mientras el inmenso templo se llena de armonías y de sombras oscilantes proyectadas por aquellas tres minúsculas lenguas de fuego, que fulguran sobre la mesa del Altar Mayor.