Miguel Ángel Quintana Paz, desde las páginas de The Objective, aporta un poco de sentido común a una cuestión viciada por el pensamiento ideológico y que se ha convertido en un «dogma laico», aquel que «defiende que a cuantas más ideas estemos abiertos, mejor. Se trata, naturalmente, de una vieja convicción ilustrada, reciclada en el lenguaje actual con expresiones como “sal de tu zona de confort”. Según esta mentalidad, estar expuesto a personas diversas y a sus razones discrepantes de las nuestras nos hará más tolerantes, nos enriquecerá como personas, hará que reajustemos nuestras ideas previas. Todo lo cual redundará en una sociedad más dialogante y menos polarizada.»
Se pregunta Quintana Paz si es correcto este planteamiento para contestar negativamente:
«El año pasado un grupo de investigadores liderados por Christopher Bail acometió un curioso experimento: ofreció a unos ochocientos usuarios de Twitter la oportunidad de seguir cuentas que expresaran opiniones políticas opuestas a las que ellos tenían en un inicio. Así, los votantes progresistas empezaron a leer razonamientos conservadores y viceversa. Un mes más tarde, midieron el efecto que esa experiencia había tenido sobre ellos.
El resultado redujo a añicos el dogma de que conocer las razones de nuestro oponente nos hace más comprensivos hacia él: tanto los tuiteros izquierdistas que habían empezado a leer cuentas derechistas, como los tuiteros de derecha que habían hecho lo contrario, terminaron ese mes más convencidos de sus ideas previas, más intolerantes ante las de sus oponentes, más radicalizados en general. Saber los argumentos de mis contrarios no ayuda a matizar los míos ni a moderarme, sino que incluso puede alejarme aún más de su bando».
Por lo que concluye que «parece que abrir demasiado nuestras mentes no es la panacea que nos prometen los que nos piden que seamos infinitamente flexibles ante las opiniones ajenas, sin asentar en nosotros mismos convicciones firmes acerca de nada. Eso no significa que tengamos que irnos al extremo opuesto y limitarnos a leer o escuchar sólo a quien nos dé la razón. Significa más bien que no le faltaba razón al profesor Walter Kotschnig en el discurso que, allá por 1939, recién huido de la Alemania nazi, impartió ante el Smith College. Subrayaba allí este intelectual judío que sin duda es deseable conocer todo tipo de ideas, claro, pero que también conviene ir armados de principios fuertes por la vida. Cosas tan horrendas como el totalitarismo o el sectarismo no se combate solo con «apertura de mente», sino también con certezas robustas. Como resumió Kotschnig en una frase que ha acabado haciéndose célebre: abramos nuestra mente, sí, pero no tanto que se nos caigan los sesos al suelo.
Algo similar ha recordado recientemente Jordan Peterson en sus 12 reglas para vivir. Peterson aprovecha allí otra metáfora: igual que para caminar es necesario elevar un pie en el aire, pero dejar el otro estable en el suelo, así también para avanzar por la vida es preciso exponerse a visiones novedosas, pero sin olvidar que hemos de fijar firmes algunas cosas en nuestra cabeza. Si no actuamos así, nos advierte Peterson como psicólogo, si no echamos recias raíces en nada, podemos terminar dispersos en una miríada de veleidades, incapaces de dar coherencia a nada de lo que hagamos, ayunos de todo sentido que dé vigor a nuestras vidas.
En el fondo ya nos lo había advertido el gran Chesterton a inicios del siglo xx: “Cuando abro mi mente es como cuando abro la boca: mi objetivo es volver a cerrarlas con algo sólido dentro”».
San Atanasio (2): infancia y juventud
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