Aborda Samuel Gregg en el Catholic World Report el fenómeno de un emotivismo cada vez más extendido y de devastadores efectos para la fe. Gregg señala que la Iglesia siempre ha tenido en alta estima la razón, que nos permite usar la lógica, conocer la verdad moral o entender y profundizar en la Revelación. Tal valoración puede haber llevado, reconoce Gregg, en determinados momentos a excesos. No es el caso en nuestros tiempos, cuando lo que parece prevalecer es lo que Gregg califica como «affectus per solam», o lo que podemos traducir como «sentimientos y nada más». Una actitud que se caracterizaría por «una exaltación de los sentimientos, un desprecio de la razón y la subsiguiente infantilización de la fe cristiana».
A continuación Gregg se detiene en los síntomas de este fenómeno: «uso generalizado en la predicación y enseñanza de un lenguaje que es más característico de una terapia que de las palabras usadas por Cristo y sus apóstoles. Palabras como “pecado” desaparecen y son sustituidas por “sufrimientos”, “remordimientos” o “errores”.
Rechazo de la defensa razonada de la moral católica acusando a quien lo hace de ser hiriente o moralista. Parece como si la verdad debiera ser silenciada si puede herir los sentimientos de alguien.
Rechazo a hablar sobre el juicio y la posibilidad real del infierno. El sentimentalismo sencillamente evita el tema. Se pregunta Gregg, ¿cuándo fue la última vez que la posibilidad de condenarse eternamente fue mencionada en la misa de tu parroquia?
Un Jesucristo deformado. “El Cristo que nos presentan es una especie de rabino liberal que recicla trivialidades como “cada uno tiene su propia verdad”, “haz lo que te haga sentir bien”, “sé autentico contigo mismo”, etc.
Y por último, un declinar de la claridad en la exposición de la fe cristiana.»
Cuestionándose acerca de las causas que nos han llevado a esta situación Gregg enumera, sin ánimo exhaustivo, las siguientes:
«El contagio de un mundo en el que el emotivismo es generalizado y que considera la moralidad como el compromiso con determinadas causas. Lo que importa es el grado de pasión en tu compromiso y el grado de corrección política del mismo.
Una concepción de la fe que insiste en lo que ésta hace por cada uno de nosotros y nuestro bienestar, y no en nuestra salvación.
Los esfuerzos por diluir y distorsionar la ley natural desde el postconcilio. «El precio de esto es que cuando relegas la razón a la periferia de la fe religiosa, empiezas a imaginar que la fe es de algún modo independiente de la razón, o que la fe es de algún modo inherentemente hostil a la razón. Finalmente la razonabilidad de la fe deja de ser importante y de este modo se acaba en la ciénaga del sentimentalismo”.
La excesiva insistencia en una mala psicología y en una mala sociología por parte de muchos clérigos formados durante la década de los setenta.
La solución a esta plaga de sentimentalismo no está en negar la importancia de los sentimientos y emociones, concluye, sino en integrar estos de modo consistente con la fe, la razón y la voluntad». No será fácil, pero la alternativa es una Iglesia convertida en oenegé, y como dice Gregg, condenada a la pura irrelevancia.
Del Estado de bienestar al Estado de vigilancia
Olivier Babeau, presidente del Instituto Sapiens, por su parte, advierte en Valeurs Actuelles, sobre la emergencia de un Estado cuyo rasgo principal es la vigilancia de sus «¿ciudadanos?»: «La amenaza terrorista ha justificado desde hace años el desarrollo de...