No tiene buena fama en la actualidad el emperador Constantino. Al «constantinismo», sea eso lo que fuere, se le atribuyen muchos de los males que padece la Iglesia. Y sin embargo… Francesco Agnoli, desde las páginas de Libertà e Persona, nos ofrece otra visión de este emperador, clave para la historia de la Iglesia y del mundo:
«Constantino declaró la religión cristiana legal y… favoreció las leyes en defensa de los niños abandonados y de los padres pobres, condenó el infanticidio, asumió la protección de huérfanos y viudas, abolió la crucifixión, equiparó la muerte de un esclavo con el asesinato, prohibió las prácticas mágicas para dañar la vida de una persona e impidió los sangrientos juegos de gladiadores.
(…) Algunos lo han presentado como un hombre astuto, un hombre sin escrúpulos, dispuesto a convertirse al cristianismo por interés, a aliarse con la Iglesia en busca de poder. En realidad, Constantino representa el «paganismo en camino», siendo, originalmente, un adorador no de muchas deidades, ni del inframundo, ni siquiera de oscuras y misteriosas deidades orientales, sino del Sol Invictus, el deus summus, un dios supremo que lleva consigo la idea de luz, de energía, de trascendencia, de espíritu. Este culto al Sol Invictus se había vuelto cada vez más importante en el imperio, ya desde el siglo ii: una preparación para la idea monoteísta que se iba estableciendo gradualmente.
En la guerra de 312 contra Magencio, siendo todavía pagano (hasta el punto de destripar a mujeres embarazadas para interrogar a los dioses), Constantino invoca al dios del Sol y tiene la famosa visión en la que la cruz monogramática de Cristo y la famosa frase aparecen en el cielo: «In hoc signo vinces». Constantino no se convierte inmediatamente en un «buen cristiano»; sabemos, sin embargo, que decide usar ese símbolo, a pesar de que su ejército está formado principalmente por paganos. Y gana la batalla contra Magencio, cuyas fuerzas eran, según los historiadores, entre dos a cuatro veces superiores.
Las primeras monedas con la cruz aparecen poco después de la batalla del Puente Milvio. Pero lo que más demuestra la conversión de Constantino al cristianismo no son estos eventos asombrosos, sino su atención, increíble para la época, hacia los niños. El Dios de los cristianos, de hecho, se había convertido en un niño y había exaltado la infancia, por decirlo así, ante el escándalo de los apóstoles: «si no os convertís en niños, no entraréis en el Reino de los cielos». Todo lo contrario al mundo antiguo, que no se preocupaba por los niños: en Esparta podían ser arrojados al abismo, en Tebas abandonados, en Roma quien muere antes de cambiar los dientes de leche no tiene derecho al funeral y la familia no lleva luto. Aún más: en casi todas partes está previsto el infanticidio para niños deformes o para aquellos que simplemente están marcados por algún defecto leve, que se convierte en «prodigium malum», signo de mala predestinación. En los romanos, pero también en muchos otros pueblos, el recién nacido está sujeto a la voluntad del padre. Si lo levanta del suelo, lo admite en la familia, de lo contrario, el niño queda expuesto, abandonado: muere de hambre, se convierte en esclavo, o incluso es castrado para convertirlo en cantor.
Sin embargo, con Constantino, quien comenzó a creer que los niños eran creados por Dios, a pesar de que todavía se mantienen muchas costumbres paganas, las cosas comienzan a cambiar: en 315 se promulga una ley para que el fisco ayude a los niños abandonados y a los padres pobres; en 318 condenó el infanticidio, equiparándolo a la pena de parricidio. En los mismos años, limita el ius vendendi, favorece la legitimación de los hijos naturales, obliga al Estado a asumir la protección de los huérfanos y las viudas; y también suprime la crucifixión, equipara la muerte de un esclavo al asesinato, prohíbe las prácticas mágicas para dañar la vida de una persona y evita los sangrientos juegos de gladiadores…
Todo en nombre de ese Dios que lo había hecho triunfar en la batalla, Dios de los ejércitos, pero también Dios-Niño».
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Querido hijo: No una, sino muchas veces he leído tu carta y te comprendo perfectamente. Y, para comenzar, ¿por qué no iba a acordarme del buen Fr. Mateo? Escribes: «No alcanzo a armonizar en mi alma el hecho de...