Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) era un jurista, orador, escritor, político, con profundas creencias religiosas, muy famoso en su época, y miembro del Colegio de Augures de Roma. Aunque Cicerón, según se ve en su obra De Divinatione, no era muy partidario de creer en los augurios, tuvo algunos que se cumplieron, como el caso del asesinato de César, al cual advirtió sin que éste le hiciera caso.
Cicerón tuvo durante su vida una gran amistad con un judío, que él no nombra (eran los años 85 y 50 a. C.), pero que le dio a conocer muchas cosas del Antiguo Testamento, que él cita en algunas de sus cartas. Según Ático, su editor, estaba muy interesado en la teología y filosofía judaicas y conocía muy bien a los profetas y las profecías sobre el Mesías, siendo además adorador del Dios desconocido, el Numen. Anheló ver la encarnación profetizada por el rey David, Isaías y otros grandes profetas de Israel, y su visión del fin del mundo, que figura en los primeros capítulos de Joel y de Sofonías, es citada en una de sus cartas a Ático. Cicerón se sintió impresionado por el hecho de la existencia de la profecía de un Mesías y deseó, sobre todas las cosas, vivir todavía cuando esto ocurriera, según dice en sus cartas.
Aunque su formación romana le hacía creer en muchos dioses, para él Júpiter era el Numen, tenía este conocimiento natural de Dios, al que puede llegar el hombre con sus luces naturales, aunque imperfecto e incompleto, ciertamente. De su obra, hoy desaparecida, Hortensius, que tanta influencia tuvo en san Agustín, dice M. F. Sciacca: «En su diálogo Hortensio, Cicerón, según parece, procedía por exclusión para determinar en qué consiste la felicidad. No basta responder que se halla en poseer lo que se quiera, porque los deseos de los hombres son infinitos. No reside ciertamente en los placeres de los sentidos que dañan el cuerpo y turban el espíritu; no en las riquezas, en los honores o el lujo, cosas caducas y que no satisfacen; no en hacer cuanto agrada, según nuestro albedrío. Cada una de estas conclusiones apagaba una pasión en el alma de Agustín: la búsqueda del placer de los sentidos, el afán de las riquezas y del fausto, el deseo de ser dueño de sí, libre hasta el punto de violar la ley (la intención que determinó el hurto de las peras). ¿Dónde reside entonces la felicidad? En los bienes del espíritu, imperecederos y absolutos, en la virtud y en la verdad». Y añade: «Puede decirse que (esta obra) reveló a san Agustín a sí mismo, sus fluctuantes deseos que se fijan en un objeto preciso: la pasión por la Verdad».
En el año 52 a.C., Cicerón relata a Ático, en carta que tampoco se conserva, la que llama visión de «la mano de Dios». Una terrible visión había aparecido ante sus ojos: las puertas de Roma se habían abierto y un joven rubio, con el rostro velado por la neblina, recorría con un carro la ciudad. A sus pies corría un río de sangre y en su camino había miles de cadáveres. Se oyó un canto fúnebre: ¡Ay de Roma!, ¡Ay de Roma! La visión se elevó en una cortina de fuego que se tragó la ciudad. Todo cayó a pedazos. Reedificada en un abrir y cerrar de ojos, ya no era la ciudad que Cicerón conocía. Las puertas fueron abiertas de nuevo y hordas de individuos fueron entrando en ella y volvieron a destruirlo todo. Un profundo silencio siguió a tanto ruido y sólo el ruido del caminar de unas personas invisibles se podía oír. Entonces en la penumbra surgió una cúpula enorme parecida al sol; tan enorme que era difícil abarcarla con la vista. De su cima se elevó una llama, que fue tomando forma hasta convertirse en una cruz que perforaba un cielo vuelto repentinamente de un suave azul, como el de los ojos de un niño. De la puerta del muro que se abría bajo la cúpula salió una procesión de hombres de aspecto digno, uno tras otro, vestidos de blanco sosteniendo cada uno un cayado, como de un augur, y volviendo sus rostros a un lado y a otro como enfrentándose a enormes e invisibles multitudes, y pronunciando una frase: Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. El último hombre en aparecer alzaba su voz más que los otros, pero tras ello empezó a formarse algo confuso, negro y rojizo, encarándose este hombre contra ello. Mil truenos rugieron, el cielo se oscureció, surgieron lenguas de fuego que devoraban todo lo que tocaban. Aquella luz terrible y mortífera flotó sobre el hombre de las blancas vestiduras, que se enfrentó a ellas sin miedo. Toda la tierra ardía y era un puro caos. Señor, ¡ten piedad de nosotros! exclamó el hombre vestido de blanco. Hubo un estruendo de montañas que se desplomaban y de remolinos.
Cicerón estuvo enfermo varios días después de aquella visión extraordinaria. Confió únicamente a Ático esta visión y éste le contestó (Carta a Cicerón, año 52 a.C.): No me atrevo ni a pensar qué significan estos portentos. No comprendo lo de la cúpula de tan increíbles dimensiones, ni el infamante signo de la cruz, el de la ejecución de los criminales. En Roma no existe tal edificio, por lo tanto debe referirse al futuro. ¿Y quiénes son estos hombres de aspecto digno que exhortan a la «paz en la Tierra entre los hombres de buena voluntad?» Eso me deja perplejo porque carece de sentido para mí. Lo último que viste debe referirse a la destrucción del mundo. Oremos para que no veamos ese fin en el curso de nuestras vidas.
¿Qué podemos aprender de los curas juramentados franceses?
El último número de la revista francesa Catholica incluye un interesante artículo de Pierre-Marie Lalande sobre la actuación del clero juramentado en la Francia de la revolución. Lalande expone cómo el clero juramentado fue utilizado por los revolucionarios como...