La Gran Vía bilbaína termina en un amplio espacio, antes denominado plaza de Bélgica, que pasó a llamarse del Sagrado Corazón de Jesús, al erigirse, en su centro, un monumento dedicado al divino Redentor, inaugurado el 26 de junio de 1927.
En esta plaza, convergencia de rutas de salida y entrada a Bilbao, la imagen del Corazón divino, orientada en dirección a la Gran Vía, centro de la villa, bendice a todos los bilbaínos. Desde su emplazamiento, se atisba al fondo, en la altura, el perfil de la basílica de Nuestra Señora de Begoña, patrona de Vizcaya, cuyo Corazón maternal cobija a todos los vizcaínos, que tanto afecto como devoción le muestran.
El monumento del Sagrado Corazón de Jesús se eleva majestuoso hasta una altura de cuarenta metros, de los cuales siete corresponden a la imagen del Sagrado Corazón. Se compone de un alto pedestal coronado por la figura de nuestro Redentor. El pedestal lo forman un plinto y un alto fuste, ambos de planta octogonal.
La elección del octógono responde a una motivación trascendente. Este polígono es la trasposición geométrica del número ocho, que dentro de la numerología cristiana, es el símbolo de la regeneración. Su forma central, entre el cuadrado, orden terrestre, y el círculo, orden celestial, le da el carácter de regeneración que, durante el Medievo, le llevó a ser empleado en los baptisterios, donde el agua bautismal nos limpia del pecado original y nos permite acceder a la vida eterna.
En cuanto al fuste se distingue una abigarrada base, que ocupa una superficie circular cuyo diámetro es de 21 metros, un pilar y, sobre éste, un pequeño templete que actúa como soporte de la estatua.
La figura del Sagrado Corazón de Jesús, de bronce dorado, se presenta serena y majestuosa, dirigiendo la mirada a quienes pasan bajo ella. Vestida con túnica y manto, descubre con la mano izquierda su resplandeciente corazón, mientras que la derecha procede a bendecir a quienes pasan junto a ella.
En el remate del templete, al pie de la base de la imagen, figuraba hasta hace poco, escrita en letras doradas, la promesa del Sagrado Corazón de Jesús al beato Bernardo de Hoyos: «Reinaré en España». Lamentablemente, en los primeros años de este siglo, aprovechando la última rehabilitación del monumento, se retiraron las letras. Tan esperanzadora promesa continúa en firme, aunque a ella se opongan tanto los condicionamientos políticos de nuestra época como el manifiesto laicismo que domina la vida social, denunciado por el papa Pío XI, en la encíclica Quas primas, al instituir la fiesta de Cristo Rey.
Por desgracia, sufrieron el mismo destino los relieves colocados alternativamente sobre cuatro de las ocho caras de la base del fuste. Estaban dedicados a la Última Cena, a la Virgen María, al camino del Calvario y a la crucifixión.
La iniciativa de la erección del monumento surgió en 1920, como consecuencia de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, realizadamente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en Él admitía la fe fue creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios».
San Pío X insiste en la falsedad de esta evolución y concluye, por ser arrancada de su principio vital (la Tradición apostólica) su destino es la ruina:
«Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmente los fines de la tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se encaminará más bien a la ruina que al progreso.»
Un último criterio, muy práctico, a la hora de distinguir si el progreso es verdaderamente tal o más bien llevará a la ruina es observar la dinámica del falso progreso que es siempre dialéctica. Así lo hace el Papa en su encíclica:
«En la mente de los modernistas, la evolución proviene del encuentro opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra pugna por la conservación. La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se contiene en la tradición. (…). Al contrario, en las conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida.
«Ahora bien: de una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado».
¡Qué familiar nos resulta este proceso! Cuantos análisis de la vida de la Iglesia, como si se tratara de partidos enfrentados, de fuerzas en oposición, tienen subyacente esta falsa dinámica dialéctica. De orígenes hegelianos y popularización marxista, el progreso mediante el choque de dos opuestos y las continuas síntesis superadoras no tiene nada que ver con la mayor penetración por la oración, contemplación y vida de los misterios de la fe que propugna la Iglesia.
Todo ello no significa negar el verdadero desarrollo sino diferenciarlo claramente de sus corrupciones y engaños…
Sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo Concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia».
Concluyamos, pues, a la necesidad que señalaba Müller de criterios para distinguir el verdadero progreso magisterial de las falsas interpretaciones de este, hemos intentado responder con la encíclica de san Pío X. Según el Papa es necesario atender a los presupuestos metafísicos que subyacen en muchas propuestas teológicas. Es también importante analizar los conceptos de fe, revelación y dogma que se manejan. Por otro lado, conceder una importancia demasiado central y desorbitada a la evolución es sintomático de engaño. Por último, la dinámica dialéctica es siempre señal de falso progreso. Una vez más, acudir al magisterio de la Iglesia se nos revela instructivo y clarificador.