Después de siete años de estancia en Roma, donde se ordenó sacerdote y ejerció el cargo de abogado consistorial, en 1471, regresó Gonzalo Ximénez a su pueblo natal de Torrelaguna, tras la muerte de su padre. Hacía treinta años había salido del mismo pueblo para su formación.
Su buena conducta en la Roma corrompida, su rectitud y acierto en el desempeño de su cargo de abogado consistorial, le hizo ganar el aprecio de varios cardenales y al volver a Castilla el Papa le otorgó un breve concediéndole el primer beneficio que se vacase después de su llegada en la diócesis de Toledo.
Este breve fundaba las esperanzas de Gonzalo para su vuelta a España, pues aunque fuera un beneficio pequeño sería el medio para poder ayudar las aspiraciones de su madre y las suyas propias. Poco después de llegado a España vacó el arciprestazgo de Úbeda, población próxima a Torrelaguna que convenía muy bien a Gonzalo y a sus intenciones. Reclamó el arciprestazgo al arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, presentando el breve del Papa. El arzobispo Carrillo había prometido esta prebenda a su limosnero que le había ayudado en sus intrigas políticas y al mismo tiempo le molestó sobremanera que el recién llegado de Roma don Gonzalo pretendiera por un nombramiento papal desbaratar sus planes e incumplir su palabra y le solicitó la renuncia a este arciprestazgo, pues ya lo tenía concedido.
Este mandato del Arzobispo hirió la dignidad del sacerdote Gonzalo, y como consideraba que lesionaba sus derechos y los de la Santa Sede, se negó a obedecer ante la curia eclesiástica. La defensa de sus derechos se estrelló contra la tozudez del cardenal que tras un segundo intento le amenazó con la cárcel. Tras la insistencia de don Gonzalo el obstinado arzobispo le hizo encerrar en el castillo de Úbeda. Tras dos años de insistencia y no renuncia, le encerró en el castillo de Santorcaz, cárcel de clérigos viciosos y corrompidos, para ver si vejándole y oprimiéndole conseguía doblegarle.
Tras seis años de enfrentamiento con el arzobispo Carrillo, puso Dios entre ambos a la condesa de Buendía, sobrina carnal del prelado, que pasando por Torrelaguna, pudo ver a su también parienta don Marina de la Torre, madre de D. Gonzalo y así pudo intermediar entre ambos. Cedió el prelado y don Gonzalo pudo llegarse al arciprestado de Úbeda, donde sólo estuvo seis meses, sin dar las gracias al prelado, pues le pareció una bajeza, pero al mismo tiempo no quiso hacer alarde de su triunfo pues la vida encarcelada le había también bajado sus humos. Poco después para alejarse del arzobispo de Toledo aprovechó la vacante que apareció en la capellanía mayor de Sigüenza y allí se trasladó. Allí conoció al obispo de la población don Pedro González de Mendoza, con el que se entendieron muy bien y que años más tarde sería su valedor.
Tras cuatro años en Sigüenza, dos cosas sucedieron que cambiaron todos sus planes: la muerte de su madre y la vida de los sacerdotes poco fieles. La muerte de su madre le liberó de su necesidad de proveer a su sostenimiento, que era lo principal que le retenía en el mundo y el tiempo de cárcel, por la lucha por conseguir sus prebendas, le hizo replantearse su vida al estar descontento de sí, pues viendo las graves faltas de sacerdotes poco fieles le impulsaron a sepultarse en un claustro para entregarse totalmente a Dios y desengañarse del mundo. Así en 1484, dos meses después de la muerte de su madre Gonzalo Ximénez renunció a todos los beneficios eclesiásticos y seculares, vendió todos sus bienes y alhajas y los distribuyó a los pobres y entró en el convento de franciscanos de San Juan de los Reyes, en Toledo, cambiando, tras el año de noviciado, su nombre por el de fray Francisco. Tenía entonces cuarenta y ocho años. Una vez profeso fue destinado el nuevo fraile al convento de la Salceda. Le pareció a fray Francisco que en aquel convento no era suficiente la vida de pobreza y austeridad que él consideraba adecuada y solicitó al superior poderse retirar a un lugar más pobre; diole permiso el superior y fray Francisco fue al monasterio del Castañar, en la Alcarria, y, en sus proximidades, él mismo se montó una chabola con ramas y follaje, y en lo sucesivo vivió allí. ¡Dice él mismo, que fueron los años más felices de su vida! Después de vivir diez años de vida eremítica con plena alegría, el nuevo cardenal de Toledo, don Pedro Glez. de Mendoza le sacó de ella. El confesor de la reina Isabel, fray Hernando de Talavera es nombrado arzobispo de Granada y la reina se quedó sin confesor. Recomendado por el cardenal, Isabel elige a fray Francisco de Cisneros.
Fray Francisco no tiene más remedio que aceptar, pero continua viviendo en su «celda» del convento del Castañar y utilizando el mismo hábito de saco de los franciscanos. Muy contra sus propósitos, totalmente orientados a la vida de retiro, se ve ascendido a las dignidades eclesiásticas. En la primavera de 1494 es elegido superior de los franciscanos de Castilla. Y poco después es creado arzobispo de Toledo, ante la sorpresa general.
Ante el estupor general, Cisneros continuó utilizando el hábito de franciscano, pero la reina Isabel solicitó al papa Alejandro VI que obligara a su confesor a utilizar los hábitos de la dignidad que representaba. El Papa, en escrito personal dirigido a él, le obligó a utilizar ropa según su dignidad y ante la imposibilidad de usar su rudo hábito de franciscano se puso las vestiduras cardenalicias sobre su propio hábito que nunca abandonó, y por pura obediencia vistió así toda su vida.
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