«¡Vida y victoria al piadosísimo Carlos Augusto, emperador de los romanos coronado por Dios, que nos da la paz!». Por tres veces se repitió la aclamación mientras el Sumo Pontífice, León III colocaba sobre la cabeza de Carlomagno una corona de oro. Ese día de navidad del año 800 el rey de los francos había acudido a oír misa solemne a la basílica de San Pedro, en la que se hallaba además del Papa, su comitiva de nobles francos, que lo rodeaban y el pueblo romano, que abarrota la iglesia. Así, coronado y aclamado el nuevo emperador, es venerado por el Papa y ungido como tal.
No, no se trataba de la creación de un nuevo imperio, al contrario, se restablecía en la figura del rey franco el Imperio romano que había caído, junto con su último emperador, en el 476 pero que, de hecho, siguió rigiendo Europa occidental, e incluso los soberanos bárbaros seguían reconociendo como subsistente la autoridad imperial.
Hasta este momento esa autoridad la había reclamado el emperador bizantino, residente en Constantinopla; por ello, la expansión de Justiniano por el Mediterráneo y su lucha por la península itálica no debe entenderse como conquista de tierras extranjeras, sino como un intento de restablecer la autoridad imperial en los territorios occidentales. Los coetáneos, en el nacimiento del «Imperio carolingio» del s. ix no la creación de un nuevo imperio, sino que vieron que Carlomagno era el guerrero cristiano heredero de Teodosio, Constantino y en definitiva, de Augusto. Por otro lado, el Imperio oriental había quedado deslegitimado frente al Occidente católico, ya que desde el principio había amparado gran cantidad de herejías y de movimientos cismáticos; además no había podido evitar el avance del islam por el Oriente Próximo y no poseía el control sobre la otra mitad del Imperio, lugar en el que el Papa y el pueblo vieron surgir y crecer un nuevo poder en la monarquía de los francos. Así fue, ya desde el inicio del reino franco (en la figura de Clodoveo) sus gobernantes habían sido un pilar para la Iglesia. Fueron herramienta útil para la conversión primero de su propio pueblo y después para los germanos y sajones; además fueron brazo armado de los intereses eclesiales, Carlos Martel acabó en Poitiers con el ejército musulmán y con su avance; Pipino el Breve y después Carlomagno fueron los defensores del Papado contra los francos en la propia península itálica y afianzadores de su poder temporal.
Las Crónicas de Moissac nos cuentan cómo mientras Carlomagno iba hacia Roma le llegaban noticias de que los emperadores bizantinos no usaban ya ese título y de que en ese momento estaban regidos por Irene, una mujer que había cegado a su propio hijo para acceder al poder. Frente a esta situación dicen estas crónicas que: «el papa León y todos los obispos, presbíteros y abades, el senado de los francos y los más ancianos de entre los romanos, fueron del parecer, con el resto del pueblo cristiano de nombrar emperador a Carlos, rey de los francos, visto que dominaba Roma, madre del Imperio, donde los césares y emperadores habían siempre acostumbrado a residir».
Los historiadores han elucubrado mucho sobre si el rey franco sabía lo que el título de emperador significaba. Eginhardo, autor de la Vita Caroliis, su biógrafo, dice que Carlomagno quedó sorprendido cuando el Papa lo coronó. Por un lado están aquellas que afirman que el rey franco no deseaba ese título, ya que apreciaba más su realeza sobre francos y germanos; otros dicen que no lo hubiera rechazado, pero que hubiese preferido ser aclamado como emperador por el pueblo antes de ser coronado por el Papa (que era costumbre en los ritos de coronación real y bizantina) y no falta quien dice que esa sorpresa de la que Eginhardo habla era una sorpresa diplomática, para acallar la oposición y protestas de la corte bizantina. En realidad no es probable que Carlomagno se sorprendiera realmente. En el 775 el Papa había concedido a su padre Pipino el Breve y sus descendientes el título de patricius romanorum a cambio de protección frente a los longobardos. El papa Adriano I en el 777 se había dirigido a Carlos como nuevo Constantino. Juan Diácono, el cronista, afirma que el Papa ya ofreció en Paderborn la corona imperial a Carlos, y el propio Alcuino de York comentó el hecho de que el mismo día de su coronación el nuevo emperador entregara una preciosísima biblia como regalo votivo. Todo esto nos hace pensar que Carlos sabía lo que iba a suceder ese día de Navidad del año 800 en Roma. Sin embargo, tal y como afirma Weiss, fueran cuales fueren las causas políticas o diplomáticas ambos, papa y emperador fueron «instrumentos de la divina Providencia».
Los complicados ritos y símbolos de las coronaciones se basaban en la creencia de que el rey era una figura representativa sagrada, instituido por el carisma real (que daba la unción), cuya legitimidad se justificaba en la medida en la que el rey era servidor de Dios. Como afirmó san Isidoro de Sevilla «rex eris si recta facies, si non facies non eris». Esta concepción del poder real como un vicariato del poder divino hacía del rey una persona sacra y responsable ante Dios de su gobierno. Carlomagno como emperador asumió esta visión y reconoció que Cristo era el soberano en todas las dimensiones de la vida del hombre y que de Él derivan todos los poderes y facultades para ejercer tanto el reino como el sacerdocio en la tierra. Comprendía que entraba en sus deberes como emperador cuidar de la economía y la política, del bienestar de sus súbditos, era responsable de su salud espiritual y también debía defender a la Iglesia y expandir la Cristiandad. Es cierto que se entrometió en asuntos que no competían al orden temporal (como el concilio del año 800, que convocó para juzgar al papa León III y en el que nació la máxima de que «la primera sede no es juzgada por nadie») pero no se le debe acusar de cesaropapista, ya que la Iglesia no era un medio ni un instrumento para gobernar sino el objeto de sus cuidados, con las naturales limitaciones.
Vemos pues cómo en el siglo ix surgen las bases de la Cristiandad medieval, con sus principales elementos integradores: la tradición religiosa de la Iglesia católica, la tradición intelectual de los saberes clásicos y las tradiciones nacionales de los pueblos bárbaros. Estas ideas se hallan presentes ya en el Imperio carolingio y subsistirán a lo largo de la Edad Media a pesar de las crisis y los cambios que el territorio imperial, como tal, sufrirá. Por tanto el nombramiento imperial de Carlomagno se presenta como el punto de inflexión en la historia en el que los bárbaros, tras vencerla, se someten a la eterna Roma y ambos, unidos, se someten a la Iglesia católica, creadora de la autoridad imperial y articuladora de una civilización, tal y como se mantuvo a lo largo de toda la Edad Media.
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