Pisar suelo paquistaní es recibir un golpe de impresiones que afecta a todos los sentidos. El calor suele ser muy intenso, la vista se desplaza hacia multitud de personas, de vehículos diversos, de colores vivos que se mueven como un enjambre. Los sonidos del bullicio, las llamadas a la oración de los muecines en las mezquitas o el constante pitido de los claxon y bocinas te atontan. Los olores a especias y otros no identificados te llenan la pituitaria y te transportan a un mundo de nuevas sensaciones. Pakistán es el país de las flores. Pese a la sequedad de la tierra se cultivan multitud de plantas, favorecidas por el clima tropical.
Con collares de flores enseguida agasajan a los invitados de Occidente, a los novios recién casados se les arrojan pétalos de colores y a los muertos, a los asesinados por el solo hecho de ser cristianos también les visten los ataúdes con flores, con muchas flores, con flores manchadas de sangre y heridas de incienso.
En Pakistán sólo el 2% de una población de 191 millones de habitantes es cristiano. En este país llevar el apellido de Cristo es un estigma: el acceso a la educación, escuela o universidad es muy limitado. Optar a ciertos puestos de trabajo es imposible y, por el contrario, para la mujer cristiana es fácil el trabajo doméstico para grandes señores que a menudo abusan de ellas. También es fácil encontrar trabajo para niños en las grandes fábricas textiles donde en muchas de ellas se trabaja en condiciones indignas. Así mismo, familias enteras de cristianos, trabajan de sol a sol en el campo y en las fábricas de ladrillos, explotados por musulmanes poderosos que, merced a un maléfico sistema de préstamos, endeudan a los cristianos por décadas.
Como si todo ello no fuera poco, y para hacer la vida más fácil de los cristianos, el practicar su fe se convierte en un acto de alto riesgo. Para asistir a misa en una iglesia tienen que atravesar recintos amurallados, con alambradas y con vigilancia armada. Pese a eso no están libres de atentados contra sus comunidades donde suicidas yihadistas les acosan y atacan hasta arrancarles sus vidas, que no sus creencias. Tampoco pueden disfrutar con tranquilidad de su ocio, como fue el caso ocurrido en la ciudad de Lahore en el pasado mes de marzo, cuando el Domingo de Resurrección, mientras familias mayoritariamente cristianas disfrutaban de la alegría del día en un parque, fueron sorprendidas con un salvaje atentado del que poco hemos sabido en nuestras noticias de Occidente. 78 víctimas mortales, 31 de ellas niños y más de trescientos heridos. Su delito, una vez más, llevar la cruz de Cristo colgada en sus cuellos o grabada con agua y fuego en el corazón, allí donde la metralla asesina no puede borrarla.
En cualquier momento, los cristianos de forma especial, y merced a las Leyes de la Blasfemia, pueden ser acusados por un musulmán, de haber ofendido a Alá, a Mahoma o al Corán. Su defensa es prácticamente imposible y quedan sujetos al linchamiento previo de las masas o a juicios donde nada pueden hacer por evitar condenas de por vida o incluso la pena capital, como en el conocido caso de la madre católica, Asia Bibi, y de hasta más de mil personas que se calcula están condenadas a la pena de muerte por este delito.
Frente a todas estas dificultades y ataques, los cristianos, muy mayoritariamente analfabetos, viven su fe de forma admirable. El acoso que sufren les hace, en primer lugar, agruparse en barrios, ayudarse mutuamente, vivir en comunidad como auténticos hermanos. Sabedores de que la fe es su mayor tesoro se forma a catequistas laicos, muchos de ellos matrimonios, para que instruyan al que lo necesita. Ellos se trasladan casa por casa, llevando la palabra de Dios a los lugares más alejados.
Ellos viven una fe con pleno sentido de la cruz y de la resurrección de Jesucristo, que es el mensaje esencial de nuestra fe. Viven en sus carnes el dolor de la marginación, de la incomprensión, del abuso, de la injusticia, de la mentira y de la violencia, todas ellas ejercidas de forma casi permanente contra ellos. Pero no se quedan en el dolor. Saben que su cruz tiene un por qué. Por eso, me explicaban, que la oración litúrgica con la que se sentían más identificados es el Via Crucis, porque en ella se unen plenamente al dolor de Jesucristo y les da todo el sentido al suyo propio. Ellos viven la Resurrección del Señor, cantan con alegría, se divierten, aprenden la fe con entusiasmo.
Su fe es valiente, y la viven con orgullo, que no con soberbia. Saben que en cualquier momento pueden ser blanco de los radicales yihadistas o simplemente del malhumor o la envidia de su vecino musulmán que le acuse de una falsedad. Aceptan su vida, como Cristo aceptó su marginación o el ser incomprendido y despreciado por muchos, pero también lo quieren denunciar porque están seguros que no está dentro de los planes de Dios vivir con estas injusticias.
Y, por fin, los cristianos de Pakistán saben perfectamente que tienen en su interior un arma infinitamente más poderosa que el armamento nuclear que posee su gobierno. No es el último modelo químico de destrucción ni es el utilizado para la guerra convencional. Es un arma tan simple y tan antigua como el corazón del hombre, y fue la favorita de Jesucristo y de los que a lo largo de los siglos han dado su vida por Él. Es el arma del perdón. Es un perdón que no entiende ni de religiones, ni de clases sociales, y ni siquiera mide la ofensa recibida. Es un perdón que rebasa lo racional y que llega directo al corazón del hombre y que consigue a veces que el deseo de ofender, de herir, de dañar al otro, se deslice y caiga de entre las manos estrellándose y diluyéndose en la tierra. Es un perdón que es uno de los mayores regalos que Dios nos ha dejado a los hombres y que tanto nos cuesta empuñar. Es un perdón que necesita cargar, aceptar y abrazar el dolor de la ofensa para convertirse en purificación del que lo ejerce y en salvación para el ofensor.
Y con esta forma de vivir la fe me pregunto ¿son los cristianos de Pakistán los que necesitan mi ayuda o soy yo, cristiano de España, quien necesita de la suya?
En la oración por ellos y en la suya por mi, encontramos un espacio sin fronteras, accesible a todos y donde podemos enriquecernos. Ellos necesitan la flor de mi caridad no para vivir mejor, sino para poder vivir su fe. Yo necesito la flor de su fe simplemente para poder vivir.
¡Tú eres su esperanza y ellos son la nuestra!
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