Estas dos figuras históricas pueden ser contempladas en el momento mismo en que una y otra cambian el rumbo de sus vidas, uno para apartarse de la Iglesia católica y el otro para consagrarse a su servicio: Lutero e Ignacio. Tanto el fraile alemán como el caballero español son súbditos del emperador Carlos V, cuyo reinado cobra por ellos la más ancha y profunda perspectiva histórica.
La pluma del escritor Giovanni Papini pone de relieve la diferencia y el sincronismo de los hechos:
«Justamente el mismo año de la Dieta de Worms, de 1521, en que se cortó el último hilo de esperanza para la retractación del agustino delirante, cuando Carlos V, después de proscribirlo del Imperio, hizo quemar sus venenosos libracos, un arriscado caballero vasco, herido en una pierna por un cañón de Francisco I de Francia, era transportado al castillo paterno de Loyola. En las trasnoches de la convalecencia resolvía dejar el servicio del mundo y de los príncipes para consagrarse a la divina Majestad y al servicio de la Iglesia. En aquellos mismos meses, también Lutero se encerraba, aunque sin heridas en el cuerpo, en un castillo, en Wartburg, para mejor aprestar, salvado el peligro, sus agresiones a Roma. Podrán parecer coincidencias o contraposiciones externas, pero existen más misterios, aun en la cronología, de los que pueden sospechar los compiladores de cuadros sinópticos y de jarabes históricos. Y que los dos atormentados espíritus son en verdad los verdaderos antagonistas del principio de aquel siglo se prueba claramente por razones mucho más profundas que las fechas; y no solamente por el dique que la Compañía ignaciana construyó contra los luteranos en el septentrión, sino por el contraste absoluto entre el espíritu del fraile desenfrailado y el caballero transfigurado.»
Puntualizando las semejanzas podemos decir que Wartburg y Loyola, dos castillos, fueron refugio en el mismo momento de dos hombres en momento de crisis espiritual. La soledad de Lutero concluye el 1 de marzo de 1522 y la de Ignacio concluye también por estos mismos días ya que el 21 de marzo de 1522 llega a Montserrat, tras pasar por Oñate, el monasterio de Nuestra Señora de Aránzazu y Navarrete. Lutero deja en Wartburg sus hábitos de monje cambiándolos por los de caballero, mientras que Ignacio depone en Montserrat su traje de caballero para vestir de mendigo o penitente. Lutero, atormentado por las tentaciones de la carne, declara la guerra al voto de castidad, mientras que Ignacio, temeroso de ser vencido en esta materia, hace voto de castidad perpetua en el santuario de la Virgen. Lutero se angustia con los primeros remordimientos de la conciencia, que le pregunta: «¿No estarás equivocado?». Ignacio oye dentro de sí una voz que le dice: «¿Podrás tú sufrir esta vida de penitencia tantos años que aún te quedan?». Lutero se confiesa abrasado por la carne indómita; las tentaciones de Ignacio no son de sensualidad, sino de escrúpulos, que le ponen al borde de la desesperación. Lutero se siente obsesionado y perseguido por los espíritus malignos, confundiendo a Satanás con sus propias imaginaciones; Ignacio observa que unas inspiraciones llevan la marca de Dios y otras la del diablo, y escribe sus reglas de discernimiento de espíritus. Lutero no da paz a la pluma, componiendo libros revolucionarios, que vienen a destruir el ascetismo de los santos y la piedad tradicional del pueblo cristiano; Ignacio empieza a redactar su librito de los Ejercicios espirituales, «fuente inagotable de la piedad más profunda» y «guía segurísima para la conversión y la más alta perfección espiritual», dice Aquiles Ratti, futuro papa Pío XI.
«Ignacio de Loyola, dice un autor español, no se parecía en nada a Lutero: el alemán era un impulsivo y desequilibrado, capaz de gritar, insultar, vociferar, dar golpes, utilizar un lenguaje grosero y subrayarlo con puñetazos y portazos. El español, a partir de Pamplona, y más aún de sus penitencias en Montserrat, no perdió jamás los estribos ni nunca exteriorizó su cólera, si es que la tuvo. Ignacio dominó a los demás por la manera que supo dominarse a sí mismo; su vida es una corriente ininterrumpida de energía contenida, a diferencia de Lutero que pasaba de explosiones de fuerza a las depresiones de total carencia de energía. Ignacio sabía sujetar sus pasiones, fue un apasionado por una sola pasión: el bien de la Iglesia. Por la diferencia somática básica, Ignacio y Martín se enfrentan como dos antitipos. Martín Lutero creyó que para ordenar la Iglesia había que hacer volar sus cimientos: la obediencia, la disciplina, y arrojar por la ventana la mitad de los dogmas establecidos, Ignacio de Loyola creyó que para ordenar la Iglesia había que robustecer sus cimientos: la obediencia, la disciplina, y apuntalar la mitad de los dogmas establecidos.»
Estos dos reformadores inician sus caminos desde la fortaleza de Wartburg y desde la casa torre de Loyola, casi al mismo tiempo, dos reformas diferentes y contrapuestas. La primera tenderá a la destrucción de la Iglesia romana, la Babilonia del Apocalipsis, la «prostituta del diablo»; la segunda a la defensa y propagación por todo el mundo de «la vera sposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra sancta madre Iglesia hierárquica.»
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La importante obra misional que el padre Montfort desarrolló en los diez años de su apostolado se injerta en una tradición misionera bretona y francesa de mitad del siglo xvi y principios del xvii desarrollada especialmente por san Vicente...